En torno al animal racional. Leopoldo José Prieto López
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Pero veamos con más detalle los planos en que se descompone la afirmación que venimos analizando. Retornemos de nuevo a la fórmula del hombre como ser que busca la verdad.
En primer lugar, el plano metafísico, que es el primero en orden de importancia en la realidad, aunque no en el orden cronológico de conocimiento. En el plano metafísico la fórmula que venimos analizando apunta a las cosas con las cuales el hombre entra en una relación de conocimiento. Las cosas se estructuran metafísicamente por medio de dos principios, uno existencial (el hecho de ser o existir, que proviene de su acto de ser, que hace posible el darse o mostrarse fenoménico de la cosa) y otro esencial (el hecho de ser de una determinada manera, a lo que clásicamente se le llama la esencia o la naturaleza de la cosa). Si en las cosas no se diese esta composición metafísica, cualquier cosa, por el solo hecho de ser, sería idéntica a cualquier otra cosa, puesto que no habría un principio especificante y diversificante, como es aquello que conocemos con el nombre de esencia. El sentido común y la reflexión filosófica entienden que cualquier cosa que existe, además de existir, está dotada de un modo propio de ser. Las cosas no son simplemente, sino que son o existen de una cierta manera; es decir, tienen una esencia, o si se prefiere una naturaleza, por más que algunos filósofos de nuestros días encuentren molesta esta verdad fundamental.
Umberto Eco, en un artículo de prensa que lleva por título «La fuerza del sentido común», confirma que para el sentido común, así como para un sano realismo (aunque sea minimalista, como el profesado por él mismo), resulta evidente que las cosas están de un cierto modo, o, lo que es igual, que tienen una naturaleza propia, y que, por tanto, hay leyes de la naturaleza. La clarividencia y el humor de Eco recomiendan citar el texto. Dice así:
Pienso que un buen ilustrado es aquel que cree que las cosas están de una cierta manera […]. Decir que la realidad está de una cierta manera no significa decir que podamos conocerla o que un día la conoceremos. Pero incluso si no llegáramos a conocerla nunca, las cosas estarían de ese modo y no de otro. Incluso para quien alimentara la idea de que las cosas están hoy de un modo y mañana de otro, es decir, que el mundo es extravagante, caótico y mutable y que se divierte a costa de metafísicos y cosmólogos pasando de una ley a otra, admitiría que precisamente esta caprichosa mutabilidad del mundo es justamente la manera como están las cosas; y que, por tanto, merece la pena continuar proponiendo descripciones de estas malditísimas cosas. Una vez dije a Vattimo que quizás haya leyes de la naturaleza, puesto que, si cruzamos un perro con otro perro, nace un perro; pero, si cruzamos un perro con un gato, o no nace nada o nace algo que no querríamos ver pasear por casa. Vattimo me respondió que hoy la ingeniería genética es capaz de manipular las leyes que gobiernan las especies. ¡Exacto!, le dije. Si para cruzar un perro y un gato se necesita una ingeniería, es decir, un arte, eso significa que existe en algún lugar una naturaleza sobre la que este arte se ejercita artificialmente.42
Desde un punto de vista metafísico, pues, las cosas son (o existen) y son de un determinado modo (o tienen una esencia). Todo ente, por tanto, está compuesto de ser (o existencia) y esencia. Pues bien, ambos principios son imprescindibles en la cosa para que se dé el conocimiento y la verdad. En primer lugar, algo es cognoscible en la medida en que es algo real o existente. Lo que no existe, justamente porque no existe es incognoscible. Por eso, en la medida que algo tiene ser, posee una luz propia que se difunde a todo cognoscente. Y así como nadie ve sin luz, así tampoco nadie conoce sin el ser, que es como la luz de las cosas. Pero, en segundo lugar, algo es cognoscible en la medida en que, además de existir, es justamente algo determinado. Este algo determinado que capta el sujeto cognoscente es la esencia. La esencia es aquello que se busca cuando se pregunta «¿qué es esto?» A partir del pronombre interrogativo latino quid, la filosofía medieval construyó el término quidditas para expresar el peculiar aspecto de la esencia en cuanto responde a la pregunta de qué es algo.
Tras el plano metafísico, el análisis del plano gnoseológico nos ayuda a desentrañar la descripción del hombre como «el ser que busca la verdad». Sabemos ya que la aprehensión de la verdad presupone que en la cosa hay una composición de principios: el ser, que es la luz profunda que irradia una cosa, y la esencia, que es el modo determinado de ser de esa cosa. Es importante insistir en que una cosa es cognoscible sobre todo porque tiene ser. A este aspecto, Tomás de Aquino lo llama la declaración o manifestación del ser, empleando una expresión que toma en préstamo de san Hilario de Poitiers. He aquí, pues, los aspectos gnoseológicos fundamentales que hacen posible la búsqueda de la verdad de parte del hombre: de un lado, las cosas, en virtud de su ser propio, se dan a conocer y se manifiestan; y, de otro lado, el hombre está dotado de una capacidad de conocimiento que, es verdad, depende enteramente de la luz que, en cuanto reales, las cosas irradian desde su interior. Como el ojo está hecho para la luz y el oído para el sonido, así la inteligencia está hecha para el ser. Enfatizar exageradamente la importancia de la capacidad cognoscitiva del sujeto cognoscente en detrimento de la fuerza manifestativa del ser ha sido probablemente el mayor problema de la filosofía moderna.
Así pues, manifestación irradiadora de las cosas y capacidad humana de conocimiento van de la mano. La primera se comporta como lo determinante y la segunda como lo determinado, o, con palabras clásicas, como el acto y la potencia. Conocer es conocer algo de las cosas. Si el ser de las cosas se apaga, se apaga igualmente nuestra capacidad de conocimiento. Por eso, cuando el ser de las cosas se problematiza (de cualquier modo) surge la característica actitud dubitante de no pocos filósofos, cuyos resultados finales han sido el escepticismo, el relativismo y el nihilismo; en definitiva, la negación de la verdad, a la cual sigue con necesidad la negación del hombre. Si el hombre es el ser que busca la verdad, a la crisis de la verdad debe acompañar, como en efecto ha ocurrido, la crisis del hombre.
El análisis de nuestra fórmula «el hombre es el ser que busca la verdad» en el plano antropológico nos descubre nuevos sentidos. Buscar la verdad de las cosas, de todas las cosas (tanto la verdad de las cosas en sentido propio como también la verdad de los propios actos, es decir, la verdad especulativa y la verdad práctica o moral) es privilegio único, pero, según parece, también cruz exclusiva del ser humano. El hombre se encuentra abierto, en tensión hacia (toda) la realidad, más allá de lo que aquí y ahora está en su presencia. Más allá de las tareas necesarias para la vida, el hombre es un ser que se pregunta el porqué de las cosas. Después de haber atendido a todas las necesidades apremiantes de la vida, la criatura humana no puede huir del inapagable deseo de verdad, que está profundamente inscrito en su naturaleza.
Por otro lado, la humana búsqueda de la verdad no se orienta únicamente a saber qué son las cosas, es decir, al conocimiento teórico. Además de proporcionar un conocimiento de lo que son las cosas, la verdad es la guía fundamental de la conducta humana, sea de naturaleza moral o técnica. Existen, por tanto, dos formas fundamentales del conocimiento y, en consecuencia, dos tipos de verdad: el conocimiento teórico y el conocimiento práctico. El entendimiento teórico conoce qué y cómo son las cosas, es decir, su esencia y sus determinaciones accidentales. De él se deriva el entendimiento práctico que, una vez conocido qué y cómo son las cosas, guía la acción ordenando lo que se debe hacer. Posteriormente la voluntad ejecuta y pone en práctica lo que la razón práctica