En torno al animal racional. Leopoldo José Prieto López
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Con una pizca de malicia, se podría observar que el aspecto de este relato es bastante parecido a los mitos de Platón, con la diferencia de que, mientras Platón era consciente de que sus narraciones eran solo mitos, este fabuloso relato pretende fundar una hipótesis científica. Esta teoría —arguyen sus defensores— explica la destreza humana en el agua, a diferencia de los chimpancés, que chapotean torpemente en el agua y se ahogan con facilidad. Explicaría también —se dice— la forma alargada del cuerpo humano y su posición vertical. Naturalmente, la teoría del origen acuático del mono desnudo no dispone del más mínimo indicio experimental en que sustentarse, como reconoce el propio Morris.18 Es fantasía científica, o, como suele decirse, ciencia-ficción.
La explicación más extendida es la que considera la desnudez como medio de refrigeración de un animal expuesto a las altas temperaturas que le acarrearían las fatigas de la caza.
Al salir de los umbríos bosques, el mono cazador se exponía a temperaturas mucho más elevadas que las que estaba acostumbrado a soportar, y así se conjetura que se quitó el abrigo de piel para poder soportar el exceso de calor. Superficialmente, esto es bastante razonable. A fin de cuentas, también nosotros nos quitamos la chaqueta en los días calurosos de verano.19
Pero, bien considerada, tampoco esta teoría resulta convincente. Ninguno de los demás animales que viven en campo abierto ha acometido una empresa de esta clase. Aunque se suponga que el clima era favorable a la pérdida del pelaje, todavía hay que explicar la «chocante diferencia existente entre el mono desnudo y los otros carnívoros que viven a campo raso».20 ¿Por qué los demás animales no se han quitado la chaqueta tan razonablemente como lo ha hecho este?
Son demasiadas las rarezas, desde un punto de vista zoológico, de esta criatura como para no preguntarse qué causa actúa tras de ellas y les da una explicación. Además de lampiño, es, según el propio Morris, un simio educado, monógamo, organizado, conquistador. La cuestión de su congénita desnudez, en lugar de aclararse, se entrelaza con otras y se complica, tanto que, al parecer, los zoólogos no aciertan a resolverla. Algunos, en su ansia de encontrar una respuesta, se echan en manos de mitos, como el del mono acuático y pescador. Pero, si no es un animal de vida subterránea ni acuática, ¿por qué se expone desguarnecido al influjo inclemente del ambiente? Por otro lado, la evolución habría emprendido en esta criatura una estrategia neoténica, con la que parece hacer lo contrario de lo que hace en los demás animales, es decir, detener la marcha evolutiva. Añádase a esto la fidelidad conyugal que ha permitido la colaboración de machos, la educación materna de la prole y la larga infancia necesaria para el aprendizaje de las crías. Como en un iceberg, bajo el rasgo de la desnudez de esta criatura se esconde un conjunto tal de dificultades que se tiene la impresión de que sobre la inicial interpretación naturalista del hombre pende una amenazadora espada de Damocles. Si todos los argumentos aportados para explicar la desnudez del hombre son del tenor de los indicados, lo razonable y procedente es, sin lugar a dudas, rechazar la reducción simiesca del hombre.
Más adelante, a lo largo de este trabajo, se aportarán diversos datos y explicaciones que avalan un razonable rechazo de la tan extendida hoy antropología zoológica. Afortunadamente, los antropólogos del siglo XX han vuelto a encontrar al hombre, sacándolo del zoológico en que lo había metido la ciencia del siglo XIX, se ha dicho con atinada ironía.21
Desde luego, ante una criatura tan extraordinariamente compleja como el hombre, no es posible plantearse preguntas limitadas exclusivamente al plano experimental. La razón alcanza muchos conocimientos valiosos sobre el ser humano, a los que la ciencia experimental (en este caso la biología) por sí sola no puede llegar. Hay una realidad en el hombre, que es el espíritu, verdaderamente presente y operante. Su conocimiento no es cuestión solo de fe religiosa. Basta mirar la realidad humana sin dejarse ofuscar por prejuicios naturalistas. ¿Quién no ve en el hombre la altura inigualable de su ciencia, de su técnica? ¿Qué otro animal, además del ser humano, hace teoría de los monos, de los animales, de las plantas, de los minerales, de los planetas, del cosmos? Y todo ello en un alarde de especulación teórica, que es un puro lujo existencial que no le reporta el menor beneficio biológico y que ningún otro animal puede permitirse. ¿Qué otra criatura sobre la faz de la tierra inventa las matemáticas, elabora complejísimas ecuaciones para calcular las dimensiones y el movimiento de expansión del universo? ¿Qué animal se entretiene con las abstracciones de la filosofía, preguntándose por el ser y la esencia de todo lo real, por la causa de las cosas, y por la causa de las causas, el origen absoluto y el fundamento primero? Cuando se afirma, en nombre de la ciencia, que se han tratado de fijar los criterios que permitirían establecer una diferencia esencial entre el hombre y el animal y que todos han fallado, podría objetarse que la existencia misma de la ciencia como actividad humana es uno de esos criterios, a los que no se ha prestado la debida atención. Cualquier aspecto del ser y de la vida humanos es un terreno en el que la ciencia, abandonada a sí misma, naufraga. Privada del recurso a una forma de racionalidad no experimental-cuantitativa, sino filosófica, la antropología es un proyecto inviable. En el hombre es más lo que no se ve que lo que se ve.
Pero es que, además, como han puesto de manifiesto las antropologías biológicas, el cuerpo humano postula el espíritu. Como esta nueva orientación antropológica afirma (de lo cual se da cumplida cuenta a lo largo de este libro), el cuerpo humano está de tal modo desasistido de la naturaleza, ha sido de tal modo abandonado en una enigmática precariedad biológica que, si no fuera por la intervención de las facultades del espíritu, la criatura humana hace mucho tiempo que habría desaparecido de la faz del planeta. Esto por un lado. Pero, por otro, lo propio del espíritu es la apertura. Y el ser humano es una criatura abierta tanto en su alma como, a su modo, en el cuerpo. El espíritu que mora en el hombre ha evitado continuamente, rehuyendo la especialización morfológica y la orientación instintiva que lo esclavizarían, el quedar recluido o prisionero de un determinado lugar o hábitat físico. Se dice que la inteligencia humana, en su función más elemental, consiste en la fabricación de instrumentos. Pues bien, el hombre ha resuelto el problema de la precariedad biológica por medio de la ideación y producción de instrumentos. Ahora, los instrumentos son mucho más que algo fabricado para facilitar ciertas tareas. Son, por así decir, órganos artificiales. De este modo con su producción se ha resuelto para el hombre el problema verdaderamente arduo de remediar la precariedad biológica sin poner en peligro la apertura que el espíritu concede a todo el ser humano, incluido el cuerpo.
El hombre realiza con instrumentos artificiales las acciones necesarias para la conservación de la vida que los demás animales llevan a cabo con sus instrumentos naturales, o sea, con su propio cuerpo. Pero de este modo, precisamente porque estos instrumentos no conforman su cuerpo, el organismo humano queda desligado, desatado de los diversos hábitats naturales. Poseyendo la razón y las manos, que son el órgano de los órganos, el hombre puede preparar una variedad ilimitada de instrumentos para infinitos efectos. De manera que, al parecer, el alma racional es la responsable tanto de la pobreza orgánica (fruto de la inespecialización morfológica, sin la cual el mundo humano se transformaría en hábitat animal), como de la riqueza de los infinitos instrumentos que, concebidos racionalmente y producidos manualmente, subvienen artificialmente a las necesidades del hombre no paliadas naturalmente.
Por ello,