El origen del cansancio. Manuel Serrano Martínez
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Cuando el ser humano emprende el camino de su vida lo hace sin ningún bagaje propio salvo la capacidad de conocer y de reconocerse en su intimidad. Afronta el mundo como un inmenso escenario donde encontrar satisfacción. Desde pequeño, el niño absorbe su entorno con el afán de poder ser sí mismo, y, siéndolo, desempeñar un papel en él. Es verdad que es este su empeño inconsciente hasta que se hace mayor, y puede considerar con la razón cada cosa que le influye directamente y despierta su interés, porque el ser humano es un ser buscador. La búsqueda es la única motivación. Ser consciente de esto es grandioso; ilumina potentemente a quien se da cuenta de ello; en esta certeza, quien la percibe, puede llegar a apreciar el valor de aquello que elige como objetivo o guía para su vida.
Muchas cosas saben a poco, desilusionan enseguida, o con el tiempo pierden su interés o desaparecen por la propia evolución de las circunstancias vitales, que son en sí mismas fugaces. Y enseguida se emprende una nueva búsqueda de lo que puede aportar algún fundamento a la vida. Cada uno pretende saber cuál es el significado íntimo de aquello con lo que nos encontramos en el vivir común.
La falta de relaciones verdaderas se produce en el momento en que no hay una entrega personal a lo que parece satisfacer la búsqueda, sino que se usa, se sirve uno de aquello que no se llega a conocer realmente porque se utiliza; paradójicamente se cosifica lo que en cada momento más parece satisfacer el deseo. El uso de las cosas, desnudo de aprecio, conduce a su desconocimiento. Esta cosificación se lleva a cabo con todo, desde el afecto, usado para procurarse compañía, hasta la profesión, que es una de esas actividades que podría dotar de un sentido, al menos temporalmente parcial, a la vida de cada uno. Esta falta de solidez en las relaciones que alimenta la percepción del vacío, ¿no es esperable que produzca hastío y cansancio? En la inercia con la que se conserva la familia y el trabajo, que se usan desganadamente solamente con el propósito de sostenerse afectiva y económicamente, se nos manifiesta a veces una situación de vaguedad vital que lentamente puede transformarnos en personas enfermas, es decir, personas en las que el sentimiento de normalidad es un anhelo inalcanzable, de modo similar a aquellos que sienten perdida la salud del cuerpo.
No solo se busca aquello que nos satisfaga, también se pretende encontrar una ilusión que motive lo que se hace, pero en esto predomina un sueño muy humano: la esperanza de alcanzar ilusión por todo lo cotidiano, especialmente en el trabajo y el ocio, pero esta esperanza se esconde cuando el fondo del hombre está seco por la búsqueda del autocumplimiento, por la autorreferencia. La autogestión de la satisfacción cotidiana empuja al hombre al uso de las cosas y de las personas para conseguirla, y así cree que consigue autoafirmarse ante el mundo. La actividad humana, la que nace del fondo de la propia vida, que tiene que ver con la ética, depende ahora de que seamos capaces de ver en ella un algo estético que proporcione un sentimiento de placer. Lúcidamente, Zygmunt Bauman escribe en Trabajo, consumismo y nuevos pobres:
Pero, como camino elegido para el perfeccionamiento total, el arrepentimiento y la redención, el trabajo dejó de ser también un centro de atención ética de notable intensidad. Al igual que otras actividades de la vida, ahora se somete, en primer lugar al escrutinio de la estética. Se lo juzga según su capacidad de generar experiencias placenteras.1
El hombre se sumerge en una permanente actividad sin sentido para buscar las actividades que más le satisfagan, para ocultar lo que no quiere hacer o para parecer que se entrega a ello, para adornar su vida con su quehacer. La vida se acelera, no tenemos tiempo para actuar en un tono ético, de lo que se debe hacer, de lo que es conveniente para la propia vida. ¿Se puede decir una mayor falsedad? Tiempo es lo que tenemos para vivir, sobre lo que se estructura la vida, pero lo que falta es la ilusión y la motivación para disfrutarlo. Y en este punto surge el problema de la aceleración vital tan común en nuestros días. El cansancio es su consecuencia.
Lo que el hombre se empeña en hacer constituye la parte activa de su vida. En la mayor parte de las personas, la existencia humana es activa, en complementariedad o en contraposición con el aspecto puramente intelectivo o contemplativo. Ambas son caras de una misma moneda que representa un único valor. Las personas se expresan a través de la acción; así ha sido durante la historia de la humanidad: se sale del anonimato a través de lo que se hace en el mundo. Pero lo que se hace complementa la convicción de que la acción tiene un motivo detrás, es decir, los actos son consecuencia, tienen un motivo superior. Sucede ahora que la acción está de hecho sustituyendo a la contemplación constitutiva de la convicción, y así las personas no están firmemente seguras de nada, ni siquiera de la oportunidad o la necesidad de sus actos. El hombre-máquina sin vocación ética se impone como un elemento de la producción, y es la clave del rendimiento económico. Como el ser humano no tiene que considerar la bondad de un trabajo que en cierto modo es compulsivo, y es placer estético lo que busca en él, su acción es neutra para sí mismo en cuanto a lo que supone de la propia edificación. El trabajo, como la parte que la humanidad aporta en el proceso de construcción del mundo físico, ahora muchas veces solo se ejerce para el disfrute y progreso económico, que es predominantemente progreso de otros situados en escalafones superiores de la comunidad. En realidad, aunque sea de modo colateral, la acción del hombre está dirigida al progreso mediante actividades de producción encaminadas directa o indirectamente hacia mejoras comunitarias —en las que no se incluyen aquellas actividades dirigidas a lesionar los derechos humanos, como la explotación de personas, la fabricación y venta de armas, la producción y comercialización de sustancias tóxicas o adictivas, etc.—. Sin embargo, las actividades individuales a las que muchos hombres se someten a sí mismos de hiperactividad con un afán desconsiderado y egoísta les despojan de lo que íntimamente necesitan para sí mismos, que no es más que tender conscientemente hacia el bien, es decir, armonizar el mundo con la conciencia de la necesidad de sentido de la vida. Esto ¿cómo se hace? En primer lugar, tener la valentía de no abortar conscientemente las preguntas íntimas que todo hombre se plantea sobre el significado de la existencia; y en segundo lugar, considerar su actividad en el mundo como el medio de armonizarse con la realidad.
Los humanos, en Occidente al menos, están perdiendo su verdadera entidad en la relación con el trabajo. En este dinamismo negativo intervienen dos factores: la degradación del verdadero ser del hombre para el mundo, con pérdida de su intrínseca necesidad de búsqueda del bien; y la alienación de su papel en el mundo, por lo que deja de ser libre y se mueve obligadamente detrás de algo que sustituye al bien: la satisfacción. Las personas centran su deseo en participar de un mundo que es ahora colectivo. El consumo es colectivo y se traduce en una desligación de la sociedad, la historia y el trabajo. El trabajo se convierte en algo absoluto, suplanta al hombre en la cadena