Las virtudes en la práctica médica. Edmund Pellegrino

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Las virtudes en la práctica médica - Edmund Pellegrino Humanidades en Ciencias de la Salud

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y el juicio moral. Y que una acción frívola, alocada, puede retrasar de forma maleficente un buen juicio clínico. Mil casos demuestran esta realidad. Si todas las virtudes médicas son necesarias para una buena medicina y la satisfacción del buen profesional, «la prudencia es la piedra angular o la virtud que armoniza la forma en que se expresan las otras virtudes en cualquier situación clínica».

      Pellegrino y Thomasma contrastan, por ejemplo, la virtud de la compasión y el tratamiento de un enfermo por su médico. Si este es demasiado compasivo y comparte en exceso su angustia y sufrimiento, puede perder la objetividad, y también la orientación a los fines curativos que una situación grave demanda; o quizá no sea capaz de desentrañar lo que el enfermo quiere por alentar algún prejuicio erróneo. Es precisamente aquí donde entra en juego la virtud de la prudencia, que permite al médico evaluar la situación, dejar claros los presupuestos esenciales del paciente, los medios con que cuenta, los riesgos que su dictamen puede incluir y las circunstancias del paciente y su familia. Esto es, el punto de equilibrio en su forma de actuar, la distancia necesaria, su capacidad y habilidades o, en el mejor de los casos, el abandono de la relación profesional si su conciencia se lo demanda. Dilemas similares tienen lugar en la aplicación de todas las demás virtudes. Los autores recuerdan que aquello de informar de un mal demasiado pronto (como el de un MIR precipitado en la sala de urgencias) o, al contrario, informar demasiado o demasiado tarde puede ser dañino. También el hecho de mostrarse demasiado optimista y elevar las expectativas de un tratamiento y las esperanzas del enfermo de forma poco realista. O hacerlo de manera cruda, desalentando la búsqueda de otras opiniones y sembrando el mayor desaliento. En esta línea y en mil otras situaciones, la prudencia del médico se revela fundamental a los objetivos de la sanación y el bien del enfermo.

      El capítulo 8 aborda la virtud de la justicia. Estamos ahora ante una reflexión amplia y contundente que mezcla la dimensión epistemológica de la justicia con la ética de virtudes, por un lado, y la virtud de la justicia y las obligaciones morales, por otro. La relación de la justicia con los cuidados de salud se abre a consideraciones diversas, como el buen uso de los recursos, el papel del médico como controlador del gasto y el caso especial de los ancianos, la limitación de recursos ante el fenómeno de la prolongación de la vida, etc. Cuestiones de marcado talante social y política sanitaria, de economía de la salud, en las que Pellegrino como gestor tenía una viva experiencia, siempre en la perspectiva de su país, la de una nación de fuerte vocación individualista y de una medicina de impronta liberal y de mercado.

      Las discusiones sobre la virtud de la justicia, incluidas las cuestiones del acceso a los cuidados de salud y el control del gasto acaban siendo públicas, porque involucran el bien común y, por ello, es fácil olvidar que, como virtud, la justicia es dar lo debido a otra persona —lo que le corresponde—, la necesidad de diferenciar lo debido en función del bien común y del bien individual. Desde su reflexión académica, los autores optan por abordar ambas visiones de la justicia. Respecto de la primera, mantienen que en la relación médico-paciente la justicia señala al paciente como receptor del bien de la persona, que implica una delicada atención a su persona y sus valores. En la reflexión sobre los deberes, Pellegrino y Thomasma diferencian la noción de justicia como el requisito de una sociedad pacífica, donde todos tengan protección de sus legítimos intereses, pues solo así se puede garantizar la felicidad de todos. Como virtud, la justicia funda sus raíces más profundas en el amor, pues es como una extensión de la caridad que debemos para con otros. Y una fuerte afirmación: la idea de que no hacer justicia sería recaer en el interés propio, pasar del amor a otro amor, al amor propio. Lo veremos más claro en la virtud del desprendimiento. Una justicia, en suma, que trasciende la justicia legalista. De ahí que no se pueda ignorar a los que sufren, los pobres, los atribulados, los oprimidos y los marginados. La justicia impulsada por el médico, en tal caso, no se desprende solo de la virtud en sí, sino que se ilumina como beneficencia en la confianza y, en los casos extremos, a través del compromiso religioso de cuidar a los más vulnerables en los entornos apropiados.

      Como era de esperar, el conflicto entre los principios de autonomía y justicia salta al análisis de los autores. Interesante la idea de que la justicia posee un cierto estatuto de prioridad para determinar en cada caso lo recto y lo bueno, en la medida en que, además de una virtud, es un principio. Ante una autonomía desatada que puede generar daños a terceros, la virtud de la justicia pone límites, como en el caso del paciente VIH positivo que se niega a revelar su condición a sus parejas. Por su misma virtud, la justicia nos obliga a respetar la autonomía de nuestros pacientes, salvo cuando esta dañe la libertad del médico como persona y ser humano o se niegue a un aborto o una eutanasia, a los actos que rechaza en conciencia. Los autores reclaman, y con razón, algo escasamente comprendido: la necesidad de que, por razones éticas, se diseñen mecanismos ágiles para dar por rota una relación médica. Una cuestión que en otros trabajos Pellegrino reclamará como objeción de conciencia.

      El discurso se extiende en interesantes reflexiones sobre temas candentes de economía de la salud, como el debate de los recursos, aunque en un marco de la sanidad que puede resultar lejano a muchos. Los autores no cejan en su crítica a la condición de médico y empresario de la salud en un mercado no intervenido, y la dificultad de hacer compatibles los ethos de la medicina y del negocio. Denostan con fuerza las maniobras de muchos hospitales, los hábitos del skimming y del llamado dumping, intolerables en un país con un sistema mixto de medicina gestionada, pública y privada. Su crítica se extiende al papel del médico como guardián del gasto: «Un ojo en el bien del paciente y otro en la institución que le contrata». Los autores reconocen que solo los países más avanzados sostienen que tener un acceso igual a los cuidados de salud es un derecho de todos los ciudadanos; lamentablemente, Estados Unidos no está a esa altura.

      El alargamiento de la vida es una realidad demográfica universal y su consecuencia el incremento de los costes de los servicios de salud. Nadie tiene muy claro qué hacer para mantener un nivel de justicia en las prestaciones y un freno al crecimiento de los gastos. Algunos, como Daniel Callahan, uno de los padres de la bioética, llevaban años argumentando que la sociedad debería limitar las prestaciones de alta tecnología a partir de cierta edad. Desde un realismo crudo y solo atento a los números y los balances, esta fórmula podría atenuar los costes sanitarios. Desde el punto de vista moral, y sobre todo político, la tesis se vuelve insostenible. Una visión integradora del problema, una vez en marcha todos los posibles mecanismos de ahorro, es adelantada por Pellegrino y Thomasma, la cual sintetizamos: 1) la respuesta debe ser flexible y la relación médico-paciente ha de quedar intacta; 2) la igualdad de trato a efectos de atención a la salud ha de ser para todos, es decir, universal; 3) el establecimiento de los posibles límites será previo acuerdo de los médicos y, por lo tanto, determinado de modo científico y deontológico; 4) algún tipo de control público debe existir; 5) se promoverán las decisiones anticipadas de los enfermos sobre los cuidados; 6) los resultados de cualesquiera estrategias serán revisados anualmente; 7) los planes enfatizarán la prevención de las enfermedades y el bienestar de los pacientes —su calidad de vida— sobre el empecinamiento en el alargamiento de la vida, y, por fin, 8) la conciencia de cuidar a nuestros ancianos forma parte de una revolución social que se demandará a toda comunidad justa, sin discriminaciones por razón de edad.

      El capítulo 9 contempla la virtud de la fortaleza. Su lectura me ha fascinado por la claridad y brillantez con que se expone la dificultad del médico en el entorno gestionado actual, privado o público. Mantienen los autores que ninguna otra virtud, salvo tal vez la templanza, es más difícil de practicar con los mimbres actuales que gestionan la medicina. Frente a una libertad originaria para practicar la medicina sin restricciones, esta se ha visto erosionada, y no solo por el envolvimiento en normas gubernamentales y de terceros —el mercado y los seguros médicos—, sino por el fraccionamiento de la comunidad. No voy a detallar los ejemplos de Pellegrino y Thomasma, que el lector profesional entenderá sobradamente, pero escogeré algunos que son universales. El primero es la aparición de estructuras de gobierno cada vez más gestionadas para el ejercicio privado y público de la medicina. En unos casos, será el peso de la burocracia; en otros, la frecuente decepción de la carrera profesional. Como dicen

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