Las virtudes en la práctica médica. Edmund Pellegrino

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Las virtudes en la práctica médica - Edmund Pellegrino Humanidades en Ciencias de la Salud

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para un funcionamiento saludable del organismo. En tal sentido, integridad es sinónimo de salud, y las enfermedades son fuente de desintegración, donde el cuerpo usurpa el papel central de la persona y el principal foco de atención, lo mismo en la enfermedad mental que en la orgánica. Es obligación del médico el intento de restablecer la integridad de una existencia sana. E igualmente de preservar la integridad del yo y los valores que identifican a cada enfermo. Ignorarlo o combatirlo es atacar su propia humanidad, nada más lejos de la relación de sanación.

      Refiriéndose a la persona de integridad, los autores mantienen que es la que verdaderamente garantiza el respeto por el enfermo y por su autonomía, más que la ley. La virtud médica de la fidelidad a la confianza es el mejor seguro a la comprensión de la integridad de la persona del enfermo y a su autonomía de decisión. En circunstancias corrientes, la fórmula para la toma de decisiones más tranquilizadora es el acuerdo, la integración de los deseos del enfermo y la anuencia moral del médico.

      En la segunda sección del capítulo, los autores se centran en la crisis de credibilidad que, por aquellos años, experimentaba en Norteamérica la investigación científica o, de otro modo dicho, la mala conducta científica. De nuevo, es la fe en la persona del agente la clave de los problemas. Si algo problematiza una investigación científica, su integridad o su diseño, deberemos fijarnos en el investigador. Es la mala conducta de algunos científicos lo que lleva al público y al Congreso a preguntarse si se puede confiar en los científicos. El texto desarrolla el problema, pues la inmensa mayoría de los científicos son personas honestas e íntegras. Adheridos al concepto de prácticas de MacIntyre, Pellegrino y Thomasma, recuerdan que el bien interno de la investigación es la verdad, una comprensión de lo realmente real sobre algún aspecto del mundo que habitamos. Las virtudes del científico son aquellas que permiten al investigador alcanzar esa verdad. Son las virtudes de la objetividad, del pensamiento crítico, de la honestidad en el registro y la presentación de los datos, la ausencia de prejuicios y el intercambio de conocimientos con la comunidad científica. Según ello, «los bienes primarios no pueden ser el poder, el beneficio personal, el prestigio o el orgullo», que es lo que se da siempre en los casos de fraude científico.

      En las sociedades modernas, la investigación científico-médica ha experimentado una cierta metamorfosis, el paso de una actividad clásicamente académica a una actividad industrial. Los valores de la una y la otra pueden entrar en conflicto. Los compromisos y los incentivos surgen de este paso. «Obtener ventajas competitivas, el establecimiento de prioridades y la propiedad de la información, el monopolio del mercado, la obtención de las patentes o la elección de los temas de la investigación sobre futuros ámbitos de inversión son los valores propios de la investigación en la industria». De este ethos podría surgir algún descubrimiento, pero tal vez objetivos inadecuados que podrían cambiar al investigador. Nadie pone en duda los intereses legítimos de la comunidad científica a nivel individual: avanzar en sus carreras, mantener a sus familias y un puesto de trabajo sólido, la satisfacción de los honores y el reconocimiento público, además del disfrute del ocio; pero es precisamente esto, la calidad moral de la investigación, lo que inquieta a los autores, que como siempre la sitúan inequívocamente en el carácter y la conciencia del investigador.

      En el capítulo 12, el lector llega a la última de las virtudes médicas en la propuesta de los autores, el self-effacement, que hemos traducido como ‘desprendimiento’ o ‘desprendimiento altruista’. Estamos ante una pieza erudita y, por su claridad, extraordinaria. A mi juicio, el texto que desvela el rasgo, el hábito o grandeza de alma —la virtud, en suma— que mejor revela la actitud y el comportamiento moral del médico ético, del médico de carácter, del arquetipo que la comunidad médica debería siempre apoyar. El capítulo 12 debe ser leído y reflexionado pausadamente, tomando conciencia de que, aunque revela la grave debilidad de la medicina del país —el plegamiento de los médicos al entorno social y a los nuevos patrones de la medicina—, los hechos son perfectamente reproducibles en cualquier otro país y en cualquier otro modelo de medicina. Los autores hablan de un malestar moral en las profesiones, y obviamente en la medicina, que puede resultar fatal para sus identidades y peligroso para la sociedad. Un malestar que habría cristalizado en la convicción de que, en las actuales circunstancias, no es posible ejercer dentro de los límites morales de la ética médica tradicional. De que, a menos que cuiden de sus propios intereses, los médicos serán aplastados por las fuerzas sociales imperantes; en su país, lo ya conocido: la comercialización de la medicina, la competencia entre los médicos, la regulación gubernamental y su aplicación por los tribunales, las negligencias propias, los vicios de una publicidad engañosa, la hostilidad social y de los medios contra los médicos y una multitud de fuerzas socioeconómicas propias de una economía de mercado pura y dura.

      Como es típico de los autores, la contestación a los argumentos se abre al abordaje analítico de cada uno de ellos. Los autores prescinden de las infracciones atroces de la ética profesional que todos condenarían: la incompetencia, el fraude, el engaño, la irregularidad en la administración de los fondos, la violación del secreto y otras. La verdadera preocupación de Pellegrino y Thomasma son otras prácticas menos visibles, menos escandalosas, aquellas que ocupan una zona moral gris, tolerada, donde los intereses del médico se entrecruzan con los del paciente y donde la vulnerabilidad de este lo convierte en explotable. Es lo que llaman el margen discrecional de la práctica médica. En suma, unos hábitos irregulares, tal vez perversos pero tolerados por la sociedad, que los propios afectados podrían hasta justificar, alejando de sí toda la responsabilidad moral sobre sus hechos. Así, por ejemplo, el rechazo de los pacientes contagiosos por VIH; la negativa a atender a los pobres y a todos aquellos con seguros médicos de poca entidad; la derivación sistemática desde las urgencias de los hospitales de los casos complicados, por temor a demandas, o por razones económicas, como el dumping o el skimming; la transformación de los médicos en negociantes y emprendedores; el predominio del ethos del mercado sobre el ethos de la medicina; las empresas médicas con fines exclusivos de lucro; las irregularidades en la demanda forzada de determinadas pruebas tecnológicas de alto gasto o simplemente innecesarias, e incluso la aceptación de primas para controlar mejor los gastos médicos o el disfrute de emolumentos por las compañías farmacéuticas.

      Tras esta puesta a punto (que no dudo de que levantaría ampollas), los autores llevan al lector como al discípulo de un máster a una información sistemática, semántica e histórica, de los diferentes conceptos en litigio, a la erosión a lo largo de los siglos del concepto de virtud y su tensión con el interés propio, con el interés egoísta. El repaso a la historia nos remonta al capítulo primero del libro, aunque aquí va a servir de testigo de las dificultades reales de la introducción de una ética de virtudes en medicina. Pero son insistentes: el análisis no puede sustituir al carácter y la virtud. Los actos morales también son actos de los agentes humanos. Su calidad está determinada por el carácter de la persona que realiza el análisis, que moldea la forma en que abordamos el problema moral. Aquí, pues, la clave es el mensaje de la virtud del desprendimiento del médico en el encuentro clínico, el hecho de que esté motivado por el interés propio o por el altruismo, que se desprenda de sus intereses y ponga en su lugar los de su paciente.

      En la segunda parte del capítulo, los autores replantean al lector la pregunta clave: «¿Existe una base filosófica sólida en la naturaleza de la actividad profesional, capaz de resolver la tensión entre el altruismo y el interés propio a favor de la virtud y el carácter?». Su respuesta es taxativa: «Nosotros creemos que la hay». Esta base es establecida en razón a las seis características aludidas con anterioridad, los componentes de la moralidad interna de las profesiones. Pellegrino y Thomasma rematan el capítulo aflorando una serie de implicaciones prácticas de la ética de virtudes. Sus afirmaciones son de un interés máximo y contarán durante un tiempo imprevisible, aunque en su mayoría no resueltas. La primera no puede ser más clara: basta de adjudicar a otros, a la sociedad, al Gobierno, a la economía, etc., los fallos morales de las profesiones de ayuda. La segunda es que no se pueden esperar milagros de lo que un médico de carácter pueda hacer por el bien de sus enfermos frente a una

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