Las virtudes en la práctica médica. Edmund Pellegrino

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Las virtudes en la práctica médica - Edmund Pellegrino Humanidades en Ciencias de la Salud

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como buenos jugadores de equipo —que acepten las reglas de juego de los sistemas que se imponen—, defender los intereses del enfermo o negarse a regulaciones por razones de conciencia está mal visto y reduce el número de los que quieren hablar valientemente. «Hablar puede marcarle a uno como un tipo difícil o no válido como jugador de equipo. Algo que puede comprometer una carrera, provocar la pérdida de referencias o alejar a los pacientes».

      Desde estas aproximaciones, la fortaleza médica es definida como la virtud que inspira la confianza de los médicos en que resistirán la tentación de disminuir el bien del paciente, ya por sus propios miedos, o por la presión social y burocrática, y en que usarán su tiempo y su capacitación de manera ingeniosa para conseguir los mejores bienes para sus enfermos. Para los autores, la virtud y el sacrificio no brillan hoy en nuestras sociedades despersonalizadas, o en los ambientes de médicos convertidos en apóstoles de la legalidad, en la frivolidad de convertir el aborto en un progreso siguiendo las ideologías del mundo, cuando la licuación de la ética médica arrasa en una determinada comunidad de médicos. Como afirman los autores, «en nuestros días los valores personales son difíciles de preservar en un entorno despersonalizado de la asistencia». También juega la pérdida del ideal histórico de médico de cabecera, del médico amigo —en España sustituido por los médicos de atención primaria, una rama ejemplar de nuestra práctica—, algo frecuente en muchos países, o su sustitución por la atención directa del especialista, con frecuencia un desconocido en quien poner nuestra confianza. No es raro, pues, que el paciente se sienta distanciado del médico ni que el médico, sintiéndose mero instrumento del paciente, también lo haga. La sombra de los litigios en su país y la falta de tiempo para una vida personal puede llevar al agotamiento profesional.

      Las raíces morales de la fortaleza han sido segadas en las sociedades modernas, a falta de esa comunidad de valores que nutre el sacrificio de las recompensas inmediatas por las futuras. El panorama que diseñan los autores al término del siglo no anima a imitar el modelo norteamericano, al que nos arrastraba la lectura del Pellegrino de la etapa de la educación médica. Como finalmente sentencian, «el espíritu y las virtudes (médicas) se hallan encapsulados en los legalismos». En este entorno, nadie quiere correr riesgos; el silencio parece más rentable. Nadie, por supuesto, «quiere ser acusado de actitudes religiosas o de grados de idealismo poco realistas». La síntesis del capítulo es pesimista, pero la exigencia de la virtud es siempre actual, basta tenerla dentro y buscar el modo inteligente de ejercerla y de no herirse a uno mismo. «A pesar de la significativa evidencia de ruptura de la civilización occidental, queda aún suficiente decencia para alentarnos a promover los ideales de la virtud».

      El capítulo de la templanza como virtud nos ofrece una extensión de su sentido clásico, que responde a una difundida mentalidad del mundo sanitario de vanguardia. Como los autores concluyen, «en una sociedad como la nuestra [norteamericana], con sus problemas de pobreza, de falta de vivienda, de acceso a la asistencia sanitaria y de denigración de los más débiles, debemos mantener una constante vigilancia para proteger a las personas del infratratamiento —del abandono— y del sobretratamiento inapropiado. En ambos casos, habremos de guiar nuestra tecnología hacia los mejores objetivos humanos. En esto consiste la templanza médica».

      De modo tradicional, la templanza se ha concebido como la virtud que controla los apetitos por la comida, la bebida y el sexo. Para los autores, la templanza se puede reconocer hoy perfectamente como una virtud médica. Las mayores tentaciones de nuestro tiempo son los excesos de todo tipo. Conocerlo todo, experimentar todas las sensaciones, parece representar el objetivo de las sociedades ricas, plurales y viejas; donde, por oposición, las personas de talante templado pueden parecer aburridas o incluso reprimidas. Basta ver la arrogancia y la inmodestia de tantos y tantos aparentes iconos de la sociedad. Pero «el corazón y el alma de una vida virtuosa incluyen la templanza», afirman los autores. Que significa el dominio sobre el deseo, un autodominio del individuo desde la razón; más que un hábito, una verdadera sabiduría. Los autores encuentran en santo Tomás las claves profundas de esta virtud que nos eleva a una existencia inteligente, imposible sin todas esas virtudes acompañantes de la templanza —la sobriedad, la abstinencia, el ayuno, la castidad, etc.—, que dominan los excesos, los gastos desmedidos, la gula, la lujuria y otras pasiones dominantes.

      Se ocuparán de dos grandes reflexiones. La atracción desmedida de algunos por el dominio radical del cuerpo y la mente de las personas —por jugar a ser Dios— y la responsabilidad de los profesionales por el uso adecuado de la tecnología. Dos cuestiones en que la virtud de la templanza se enfrentará a la cultura de masas que implica nuestro tiempo, a la búsqueda del yo y el aplauso por encima del esfuerzo orientado a fines, e igualmente a la presencia en los medios del argumento, y no de la verdad, a la sumisión a lo políticamente correcto, a las corrientes transgresoras como líderes del siglo, a renovar, impactar o morir. En el mundo de la profesión médica se ha dicho con descaro: o publicas o no existes, estás muerto.

      En esta asintonía de comportamientos, se puede injertar la idea de jugar a ser Dios: el problema de la templanza en medicina en un tiempo donde la tecnología aplicada al hombre ha alcanzado extraordinarios éxitos. Esto puede llevar a un nuevo paternalismo, en el sentido de que el nuevo poder tienta a estos médicos a creer que saben con certeza científica lo que es mejor para sus pacientes, cuándo deben prolongarles la vida, cuándo acortarla, cuándo la opinión del enfermo carece de la imprescindible competencia, cuándo y por qué no producir embriones, cambiar los sexos, modificar a voluntad el sexo de los embriones, etc. Y una creciente convicción: la de que el poderío de la investigación aplicada y de la tecnología, que se autonomizan a sí mismas, hacen dependiente al profesional que las maneja; no por virtud de su eficacia, sino por esa tentación eterna de dominio, de deseo de poder, que el hombre experimenta.

      Los ejemplos de una tecnología enloquecida —como la califican Pellegrino y Thomasma— son muchos, pero su mayor inquietud se posa sobre los momentos trascendentes del hombre en el principio de la vida y en su final. Las diferencias entre la beneficencia y la maleficencia del médico van siendo ignoradas, asentadas ahora sobre un voluntarismo dependiente de la cultura, aparentemente ajeno a la responsabilidad moral individual del agente que ejecuta las acciones. Las reflexiones sobre la eutanasia, el poder de manejar la muerte y, por lo tanto, la vida, por un lado, y la posibilidad de alargarla a toda cosa o de acortarla, por otro, son contempladas. También la tecnología reproductiva, siempre utilitaria y bien vista por la sociedad, pero insensible a la realidad identitaria del embrión humano y a su carácter de persona, como afirmara nuestro filósofo Zubiri, en febril apertura a las incursiones más atrevidas sobre el genoma y el misterio del hombre, una dinámica que tanto ha preocupado a Habermas.

      Para los autores, solo la virtud de la templanza —con la que siempre coopera la prudencia— permite a la ambición del investigador o del clínico sopesar su poderío tecnológico y el bien del enfermo, que es el bien máximo a respetar. Solo la virtud de la templanza, el dominio sobre su propio dominio tecnológico, permite al médico lograr el equilibrio adecuado entre el sobretratamiento y el tratamiento insuficiente o claramente transgresor. En suma, el desafío de evaluar moralmente los beneficios y los riesgos de un tratamiento a corto o largo plazo sobre ancianos o personas muy debilitadas, demenciadas o moribundas que no pueden ejercer su autonomía. La templanza frena las decisiones técnicas fáciles, las tecnosalidas, cuando algo no se percibe moralmente irreprochable. Cuando olvidamos el cuidado compasivo y humano, y los valores espirituales, y se persigue solo el éxito de una mera supervivencia a cualquier precio.

      En el capítulo 11, los autores abordan la virtud de la integridad. El texto se divide en dos secciones. La primera alude a la integridad en la práctica clínica, donde examinan la relación entre la autonomía y la integridad en la relación médico-paciente. En la segunda, más importante a nuestro juicio, la integridad en la investigación científica, donde abordan el problema del fraude científico, el conflicto de intereses y otras formas de mala conducta. Los autores reflexionan sobre la integridad desde dos puntos de vista, uno relativo a la integridad de la persona, del paciente y del médico como

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