El cerco. Daniel Sorín

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El cerco - Daniel Sorín Espejo Negro

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hasta los confusos en que completó la secundaria. Después de un turbulento viaje de egresados, trabajó en un supermercado, en una cadena de perfumerías y en varios locales de ropa de un frecuentado shoping del barrio de Palermo.

      Su vida se reducía a dos madrugadas de música fragosa, en las que abandonaba su cuerpo a la calurosa electricidad del baile; consumía entonces alcohol en abundancia y alguna droga esporádica. Ajena a sí misma, no lograba llenar el vacío ni el vago augurio que la perseguían desde niña, tampoco curar la futilidad de un sexo sin hambre, saciado sin mérito antes de la final perplejidad del sueño.

      Hasta que a los diecinueve años quedó embarazada. Después del primer momento de zozobra, María de las Nieves dejó de intentar colmar el desierto interior que la dominaba. Su nuevo estado suspendió la búsqueda, que se adelgazó hasta desaparecer.

      Para tranquilidad de la joven madre y desasosiego de los turbados abuelos, el padre de la criatura desapareció sin dejar rastros. María de las Nieves se ocupó de su hija, una rozagante niña a quien llamó Lorelei, con observante exclusividad durante los siguientes años.

      A poco de cumplir veintidós años sintió, otra vez, el vacío; fue cuando tomó la decisión. Una tarde de domingo sin fútbol, le dijo a su padre, el mecánico, que al día siguiente saldría a buscar trabajo. Un mes después, sus rasgados ojos verdes y su boca de delgados labios aparecían en la publicidad de una reconocida fábrica automotriz francesa. “Un sommeil fait une réalité”, decía la delicada voz femenina. El auto gris avanzaba por una callejuela bucólica, “un sommeil fait une réalité”, mientras se sobreimprimía su rostro. Sensuales e inquietantes, sus rasgos comerciaban un delicado equilibrio entre la inocencia de la infancia y los hechizos de una joven mujer.

      Quiso el destino de María de las Nieves que su representante supiera evaluar lo que tenía entre manos. Evitó las publicidades de mayonesa y lavandinas dedicándose a transformarla con obstinada resolución. Fue así hasta la noche aciaga en la que María de las Nieves le dijo lo del teatro.

      Cuando la escuchó —aturdido por el golpe de knock-out— todavía tenía presente, imborrable, la primera vez que la había visto. Él caminaba por el set que tenía en sus oficinas cuando distinguió su rostro entre una multitud de miradas hormonales. Estaba de perfil, el cabello recogido hacia un lado dejando ver el largo cuello y un mentón de líneas decididas. Había algo único, apenas un rumor varonil en ese perfil.

      Ella giró la cabeza y sus miradas se cruzaron. Él indagó con apariencia profesional, hurgó en ese rostro, los ojos levemente juntos, los labios entreabiertos y húmedos, la piel joven, la mirada salvaje.

      La hizo pasar y la contempló durante largos segundos; a su imaginería le costó otorgar sentido a lo que veían sus ojos: esa jovencita era mucho más que otro inquietante objeto de deseo, tenía delante la más endemoniada máquina de seducción que él jamás hubiera visto.

      Con un paciente trabajo de ebanista, esa piedra preciosa podía transformarse en una profesional inigualable, y a tal fin se abocó con irrenunciable celo y gravoso sacrificio de su instinto masculino.

      En eso estaba dos años después, cuando su representada le anunció que ya no se llamaba María de las Nieves sino Casandra y que le había hablado un productor para que integrase el elenco de una revista.

      Trató de disuadirla. Que no era para ella, que no era una vulgar media vedete, y que iba a tirar por la borda toda su carrera. Que tuviera paciencia y trabajase. Eso necesitaba: trabajo y más trabajo.

      Pero fue inútil.

      —No te lo permito, de ninguna manera —le gritó.

      Iba a sacar unas revistas europeas para mostrarle adónde llegaría con dedicación y su inapreciable guía, cuando ella lo interrumpió.

      —Y no voy a seguir más con vos...

      “Con vos”, era la primera vez que lo tuteaba.

      —Tengo otro representante.

      ¡Otro representante! ¡Una mierda, seguro que es una mierda!... Y un vividor.

      “Sus servicios serán recompensados”, le diría el vividor días después en una confitería.

      Diez mil dólares.

      Le dijo que no, que de ninguna manera, y el vividor —campera, camisa, pantalón y zapatos negros, el pelo mojado cayéndole sobre la frente y unos anteojitos de armazón blanco que daban asco— le sugirió que recapacitase.

      —No estoy dispuesto a romper el contrato —le contestó él.

      El vividor lo miraba sin hacer ningún gesto.

      —Es mía, me entendés. ¡María de las Nieves es mía!

      Y se levantó. ¡Habrase visto!

      Es mía, mía.

      Yo la vi, yo le puse gente para que aprendiera. Yo dejé tranquilo al gorila del padre, y yo la imaginé conquistando el mundo. ¡Y ahora la muy putita me viene con este mequetrefe de quinta!, ¡este pendejo que tiene edad para ser mi hijo! ¿Qué sabe de hacer una profesional?, ¿qué sabe del negocio? ¡Nada! Seguro que se la coge el muy hijo de puta, ¡y yo que ni la toqué!

      Esa misma noche muy tarde, dos o tres de la mañana, lo despertó un llamado telefónico.

      —¿Lo pensó mejor?

      Lo trataba de usted, como a un viejo.

      —Ya te dije, es mía.

      —Como quiera, pero sepa que si no acepta ahora, después no le voy a dar nada. Diez mil es más que nada, Roberto.

      Cortó, trató de volver a conciliar el sueño, pero fue imposible. Qué horas eran ésas para llamar. Se levantó, preparó un café y trató de alejar un oscuro presentimiento que se le había instalado en el alma. A la mañana recibió otro llamado: la oficina había sido asaltada.

      —Se llevaron las cámaras y las editoras —lo enteró el pibe de casting.

      Entró en su oficina como un rayo, la caja de seguridad había sido violentada. “No puede llevarse nada por ahora”, escuchó que le decía el policía, el poco de efectivo que guardaba en la caja fuerte ya no estaba, el contrato de María de las Nieves, tampoco.

      “Mataron a Casandra”, había tronado la placa roja.

      Ya porque no era bien vista, ya porque su paso por la Casa había irritado el delicado colon de la moral pública, nadie tuvo piedad con Casandra. Se refirieron a ella con modos umbrosos. Había sido una hermosa mujer, un cuerpo trabajado, casi perfecto y un rostro único. Pero eso no les alcanzó y buscaron con afán la inteligencia que no encontraron. Ni siquiera les pareció hábil, y eso que Casandra tenía, como cualquier criatura, sus habilidades. Un traficante de chimentos la llamó “trepadora”; un conductor de exitosos programas de tevé, “la rápida”, y una vernácula vedete de exuberantes pechos, “come hombres”.

      Por un momento fue, en toda la geografía de un país de pantalla, la única mujer promiscua. Se ensañaron con ella las adúlteras y las cornudas, las solteras olvidadas y las mal casadas. Se burlaron de Casandra los hombres asqueados

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