El cerco. Daniel Sorín
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Hasta un filósofo devenido cronista de la cotidianidad no se privó de intervenir y formuló el epitafio:
—Acaso, como la homónima troyana, ha incumplido un pacto —dijo, circunspecto, ante las cámaras—. Quizás, por fin, Apolo se haya vengado.
Nadie tuvo piedad con Casandra, ni siquiera las desheredadas putas de extramuros.
Tato Beraja conducía un programa sobre el espectáculo, o sobre chimentos, como maldecían sus cuantiosos damnificados. “Las malas compañías, qué barbaridad”, lagrimeó una veterana periodista del panel. Luego, alguien pasó de las malas compañías a ciertos hábitos, y otra voz se refirió a su manera de ganarse la vida.
Sin recato ni mesura, sin siquiera el estorbo de un resabio de vergüenza, Casandra fue juzgada en ausencia y ante las cámaras. Entonces alguien, desafiante, la espalda artificialmente vertical y el escote profundo, ensayó su defensa con aquello de que cada una se gana la vida como puede.
—¿De cualquier manera? —preguntó Beraja.
—Cada cual sabe hasta dónde le da —sentenció el escote mientras miraba con belicoso ánimo a la veterana periodista entrada en carnes.
Varios hablaron al mismo tiempo y por unos segundos fue imposible entender lo que se decía. Mientras esto sucedía, un móvil de Canal 6, que hacía horas esperaba en la casa de la madre de María de las Nieves, logró al fin ponerla al aire. Sus grandes ojos parecían ausentes, en la boca tenía instalado un involuntario temblor y el desarreglo ácido de su alma.
3
Ya era de noche cuando creyó ver un líquido negro asomarse por debajo de la puerta de la vecina, pero como el pasillo no estaba bien iluminado y ella cada vez veía peor, siguió de largo. A la mañana siguiente, cuando se iba para su trabajo, se detuvo en seco al advertir que el líquido se había desparramado y ahora invadía una baldosa del corredor. Y que no era negro sino rojo, aunque muy oscuro. Hacia la media tarde, cuando volvía de sus labores, tuvo un estremecimiento, el charco ya ocupaba medio pasillo. “Vaya a ver, Rosendo, vaya a ver, por favor”. El portero fue, tocó timbre, golpeó la puerta, esperó arduos minutos con el estómago revuelto y la vista clavada en el espejo de sangre. Después llamó a la comisaría.
Los uniformados encontraron el cuerpo de una mujer colgado de un ventilador de techo. Tenía los dedos meñiques de los pies prolijamente amputados, y por ahí había escapado toda la sangre. El rostro, inmóvil en un gesto si no de placer, por lo menos pacífico, parecía indicar que la mujer había sido dormida antes de la mutilación, quizá, incluso, antes de ser colgada. Por lo demás, no existía la menor señal de lucha.
El fotógrafo sacó decenas de imágenes y dijo que, por él, ya podían bajarla, “la pobre debe estar incómoda”, bromeó. Fue hacia el termo y se sirvió un café, tomó una medialuna y estaba por morderla cuando reparó en la inconveniente llegada del fiscal. Escondió el termo, las medialunas y cualquier otro indicio de merienda, ese tipo se apegaba estrictamente a las normas y odiaba que se contaminara la escena del crimen.
El sargento le informó al fiscal lo que se había hecho y le preguntó si podían bajar el cuerpo. El tipo ni abrió la boca, inspeccionó por largos cinco minutos el lugar, entró al baño, salió y preguntó si le habían sacado fotos al botiquín. “¿Al botiquín?”. El fotógrafo fue al baño y obturó la cámara una, dos, tres veces. Después escuchó detrás de él la voz áspera del fiscal:
—¿Qué hace?
Iba a decirle que le sacaba fotos al botiquín como él había ordenado, cuando el tipo le dijo con desprecio apenas contenido:
—Al espejo no, adentro.
Se disponía a abrir el botiquín cuando volvió a tronar la voz del fiscal:
—¡Qué hace!
Se dio vuelta, aunque no iba a responderle nada.
—¡Póngase guantes!, no quiero sus huellas en el espejo.
El sargento corrió en su auxilio con un trapo blanco.
—Parece que empezaron ayer —soltó el tipo.
El sargento abrió la puerta del botiquín, había como quince frasquitos; no eran perfumes ni pastillas de menta.
—López.
—Sí.
—Mataron a Mora.
—¿La de la Casa?
—La misma.
Tenían mala suerte los de la Casa, pensó, e inmediatamente sintió que todavía no era tarde. No era tarde para el viejo López. El caso tenía que ser suyo. Un pudor infantil le enrojeció el rostro, pasar al frente gracias a la muerte de dos minas lo turbó, claro que él no les iba a cambiar la suerte. Pasar al frente o quedarse en el fondo marrón donde estaba no las reviviría. Se tocó la cara con las manos, sintió el ardor de la vergüenza, por suerte nadie podía verlo.
—¿Dónde fue?
—En su departamento. No hay signos de pelea y no forzaron la puerta.
—¿Cómo la mataron?
—Estaba desangrada.
—¿Qué más?
—Por ahora nada más.
—¿Hay fotos?
—Imposible, el fiscal es un intratable, con ese no se jode.
—Y decime, ¿la violaron?
Silencio.
—No sé, pero no me parece.
El cabo primero Rodríguez revistaba en la comisaría 45 de la calle José Cubas, en el barrio de Villa Devoto. Tenía unos treinta y cinco años, un metro setenta de altura y noventa y cinco kilos de peso, veinticinco de los cuales estaban de más, según el médico de la Repartición.
El cabo primero estaba inquieto, en media hora comenzaban sus ansiados tres días de franco. Como la Victoria se encontraba en sus pagos visitando a la familia, él viajaría con dos amigos a Chascomús, ya se veía pescando en la laguna, chupando vino y comiendo buenos asados.
Cuando al minutero le faltaba una rayita para llegar al doce, el cabo primero Rodríguez se acercó a la imagen de la Virgen, colocó la palma de su mano izquierda sobre el vidrio que la protegía y se persignó con la diestra. Ayudame Virgencita ayudame Virgencita ayudame Virgencita, salió de su boca tres veces, como una cábala. Lo hacía todos los días después de la llegada y antes de la salida. Al principio, cuando entró en la Repartición, decía protegeme mi Virgen Santa y a continuación