El cerco. Daniel Sorín
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Ayudame Virgencita ayudame Virgencita ayudame Virgencita.
Un conjuro.
No había evocación ni súplica. Menos una oración. Era, nada más que una cábala pagana, como una mano con el índice y el meñique estirados en cuernito, como tocarse las partes para conjurar al mufa.
Ayudame Virgencita ayudame Virgencita ayudame Virgencita.
Después, despegaba su mano del vidrio tras el cual esperaba paciente la Virgen, se besaba la uña del pulgar y volvía a apoyarla en el vidrio. Años así, día tras día, y aún estaba vivo. Ni un enfrentamiento, ningún tiroteo, ni un raspón siquiera. Muchas veces se había preguntado si era suficiente, si al irse no podía decir para sí un padrenuestro, aunque fuese solo uno. Como un regalo. Y lo había hecho cierta vez, pero si alguno le preguntaba para dónde iba, o cuándo tenía el próximo franco, cualquier cosa, él tenía que interrumpir el padrenuestro para contestar y eso estaba mal, porque nadie es más importante que la Virgencita. Así que dejó de hacerlo para no faltarle el respeto.
—Cabo primero Rodríguez.
Se dio vuelta, dos oficiales sin uniforme estaban parados frente a él.
—Tiene que acompañarnos —dijo el más alto.
Rodríguez los miró sorprendido.
—Yo soy el cabo primero Jorge Rodríguez —dijo—, porque está el sargento Fernando Rodríguez...
Pero era él nomás. Se subió al auto después de entregar su arma. “Es una orden”, le había dicho el otro, un muchacho joven, peinado a la gomina y con aire a Andy García en El Padrino III. Llegaron al Departamento de Policía cuando faltaba un cuarto para las ocho de la noche, lo tuvieron esperando en una sala hasta las nueve, cuando escuchó que lo llamaban desde el pasillo.
—Cabo, la anteúltima a la izquierda.
Para su sorpresa, el que lo estaba esperando era el comisario Bermúdez, el mismo que había estado a cargo de la 45. El comisario le ordenó que se sentara y le preguntó si tenía celular, él no entendió y Bermúdez tuvo que repetir la pregunta, el tono de voz más alto y el ánimo urgente. Claro que tenía celular.
—¿Hace cuánto que lo tiene?
—¿Qué?
—El celular, cabo, ¿hace cuánto que lo tiene?
No podía creer que lo hubieran llevado al Departamento, custodiado y desarmado, para preguntarle si tenía celular y desde cuándo.
—¿Recibió últimamente algún mensaje extraño?
—No —contestó.
Fue después de decirlo que recordó un número dos en la pantalla. El comisario se paró y con un tono que pretendía ser intimidante volvió a preguntar:
—¿Seguro?
Confuso, el cabo permaneció en silencio.
—Hace dos días, recibió un mensaje de texto, cabo, el mensaje solamente tenía un dos. ¿No le extrañó?
No dijo nada, pero se acordó de otro mensaje, pocos días antes.
—Y hace siete días recibió otro con un uno.
Sí, ahora los tenía presentes. Uno con un uno, otro con un dos, ¿y qué?
—¿Sabe desde dónde se los mandaron?
Una gota de sudor empezó a caer por su espalda.
—El primero se lo enviaron desde el celular de Casandra —el cabo abrió la boca— y el segundo desde el de Mora.
El cabo Rodríguez no movió ni un músculo, permaneció rígido en la silla como si una explosión lo hubiese paralizado, ensimismado pero hueco, con el alma ausente.
¡Pero cómo iba a saberlo!, pensó.
Horas antes, el comisario Bermúdez se enteró de que desde el teléfono de Mora se había mandado aquel dos. “Un error”, le dijo al joven oficial que traía las planillas.
—Eso pensamos, comisario. Pero después, cuando descubrimos que desde el de Casandra se había mandado otro mensaje con un uno, asumimos que no podía ser una casualidad.
Que no fuese un albur significaba que ambos homicidios habían sido cometidos por el mismo asesino. Y eso abría una línea de investigación: las dos habían estado en la Casa, de manera que el programa podía ser el motivo del asesino. En eso pensaba Bermúdez cuando escuchó la voz del joven oficial:
—Lo extraño, señor, es que ambos mensajes están dirigidos hacia la misma línea.
Bermúdez sonrió.
—Bien, ¿y a quién pertenece?
—A un policía, señor —la sonrisa se le desvaneció—; al cabo primero Jorge Rodríguez, de la 45.
—Tráiganmelo de inmediato —ordenó, tratando de que no se le notase la confusión que lo embargaba.
Anotició al inspector que los asesinatos, aparentemente, habían sido cometidos por la misma persona. También le informó que un suboficial de la Repartición había sido informado por el homicida, aunque de extraña manera.
—Averigüe todo sobre el cabo —le exigió el inspector.
—No creo que sea cómplice...
El inspector hizo un breve silencio:
—Eso es obvio, Bermúdez, un asesino no avisa a su cómplice desde el teléfono de la víctima. Quizás lo eligió por azar, pero quizás no, averigüe todo, hasta si se lava los dientes.
Y ahora que estaban frente a frente se disponía a averiguar todo. Rodeó su escritorio y se acercó al cabo primero Rodríguez.
—¿Sabe por qué se los mandan a usted?
Preguntó, su boca a veinte centímetros de la oreja del cabo.
—Piénselo bien.
Lo tuvo tres cuartos de hora pensando, pero nada; Rodríguez no tenía ni la menor idea del porqué.
A las diez de la noche el comisario le advirtió que no dijera nada a nadie sobre los mensajes. Y que nadie era nadie, que le iba su futuro en eso.
—¿Entendió?
—Sí, señor, a nadie.
—Y desde mañana no reviste más en la 45, sino aquí.
“Aquí” era Homicidios. Para muchos un sueño, pero no para