El cerco. Daniel Sorín
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—Preséntese mañana a las siete en Personal.
El cabo se paró, pero antes de darse vuelta dijo algo sobre los días franco que tenía por delante. Mala suerte, el comisario lo miró fijo y con cara de asco le contestó:
—Mañana a las siete, cabo.
—Sí, señor.
Perdido a su suerte, López estimó llegado el momento de recurrir a viejos conocidos. “Imposible. El fiscal es Alvarado, con ese no se jode, López”, proclamó el primer conocido. Hizo un par de llamados inútiles más: nada. Nada de nada. Confuso y sin norte, fue a la máquina de café.
Mientras escuchaba los ruidos intestinos del expendedor, pasó por su mente el rostro de Miriam. La vio con su sonrisa forzada y los ojos burlones, lo que no hizo otra cosa que aumentar su confusión. Recordó, siempre lo hacía frente al desasosiego, un frío húmedo y una sombra amenazante. Un fragmento, una pieza vergonzosa del rompecabezas de su memoria, un tramo olvidable, un país de alusiones ácidas, sutiles e impalpables. Y quizás ni siquiera eso. Una vez, cuando tenía cinco o seis años, estuvo perdido en un bosque de árboles inmensos, era un sitio sombrío y húmedo, el frío calaba sus huesos cuando vio por primera vez a la víbora de la soledad dentro de sí mismo. Gritó desesperado, atrapado por el torbellino del pánico. Cuando media hora después lo encontraron, ya no tenían lágrimas sus ojos, pero en su mirada era perceptible el horror que deja la visión del averno.
Estos asesinatos tienen que ser para mí —se juró, y sacó el vasito de la máquina—. Voy a llamar al hijo de puta de Tres Erres.
—¿Está Rutini?
Raúl Romario Rutini, Tres Erres, policía protector de las chicas de Barrio Norte y, eventualmente, extorsionador de clientes adinerados. No sabía nada. O decía que no sabía nada.
—Puedo averiguar. ¿Quién lo pide?
O sea: quién paga.
—No... yo.
—Ah...
Léase: soy profesional; si hay tarasca, averiguo; si no, averigualo vos.
Cortó. Qué se podía esperar de ese delincuente con uniforme.
—Ambrosio, salimos en quince.
Ambrosio hizo un gesto afirmativo y escondió las manos debajo de la amplia tela que lo cubría.
—¿Está nervioso? —le preguntó la maquilladora.
—No, no. Sí, un poco. Bueno, tengo un cagazo bárbaro.
La mujer sonrió, cómplice.
—Tómese un traguito, aquí tiene, se entona un poco y listo.
A los quince minutos el viejo Ambrosio estaba sentado frente a las cámaras. No había sido ninguna de las tres alternativas, pero todas habían fallado y resolvieron llamarlo a él, que de cámaras, estudios y canales no sabía nada. Nunca había visto la escenografía desde allí, todo falso, todo berreta.
—Está con nosotros el periodista Nicolás Ambrosio. Nicolás, ¿qué se sabe de estas muertes que están en boca de todos? —gatilló la conductora.
—Sí, en boca de todos...
Se tomaba su tiempo el Ambrosio.
—Empecemos por la de Casandra, se han dicho muchas cosas —intervino la mujer, preocupada por los inesperados silencios que hacía el invitado.
—... Se han dicho muchas cosas, que era una mujer rápida —a la conductora le brillaron los ojos—, que la lista de sus amantes era del tamaño de la guía telefónica.
—Sí, se dice —indicó la mujer, las cejas levantadas como señalando que ellos no lo afirmaban, que solo se decía en algún lugar indefinido y ajeno.
—Hombres muy preparados han insinuado que fue un castigo divino.
La mujer miró hacia las alturas y abrió las manos (qué le vamos a hacer).
—Pero digamos la verdad.
La conductora asintió con un movimiento de cabeza y esperó, estaba ansiosa.
—Usemos el término correcto, duro pero castizo.
Vamos, vamos, decilo de una vez, deseó la mujer.
—Matar a una puta no es una venganza divina, es un asesinato.
La sonrisa de la conductora se transformó en una terrible mueca de horror.
—¡Usted es un animal! —le dijo durante el corte.
Y después, dirigiéndose al director:
—Sacame a este grosero de aquí, no estoy dispuesta... —y rompió en llanto.
“Horror en el espectáculo —la voz sonaba dramática—. ¿Qué tienen en común las muertes de Casandra y Mora”. Pero las cosas no salieron como el productor las había imaginado y, cuando terminó la emisión, él ya sabía que los números del minuto a minuto no eran nada halagüeños. Con un país pendiente de la televisión, ellos apenas habían arañado los quince puntos.
—Quince no está mal —le dijo con sonrisa suave la chupamedias de su asistente.
Ni la miró. No estaba mal si Tato Beraja no hubiera hecho veintidós y el Inglés —¡el Inglés!—, que jamás soñó llegar a los dos dígitos, no les soplara la nuca con un increíble catorce cinco.
Tato Beraja no lo merecía, si ni siquiera lo había pensado. Fue pura casualidad que la mina del escote, que nadie la conocía, dijese eso de que “cada una se gana la vida como puede”. Y al día siguiente una corista invitada dijo “por algo la habrán matado” y los números de Beraja se fueron a las nubes, pero fue nada más que suerte, porque él ni se lo había imaginado.
—Es una inmundicia, no tiene vergüenza —le dijo la asistente chupamedias.
No tiene vergüenza, ¡claro que no tiene vergüenza, y yo tampoco!, ¡la puta madre!
Y el Inglés, ¡ese también la pegó!
Tenía dos móviles y no pasaba nada, ni siquiera se movía la aguja del minuto a minuto. Pero justo cuando estaba haciéndole un reportaje a la madre de Casandra (la mina estaba destruida) llegó la Gorda Mesa, toda vestida de negro, el escote dejando ver media teta, el cabello hecho un nido y el rímel corrido. A los gritos entró. Que tenían los días contados, que la iban a matar a ella también. Y estalló en llanto. Eso no hubiese sido nada, segundos después profirió un alarido animal que saturó los micrófonos y cayó al piso presa de convulsiones. El Inglés se hizo el caballero