El cerco. Daniel Sorín

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El cerco - Daniel Sorín Espejo Negro

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“desmesura”.

      Siguió leyendo: “quiere dejar en claro que los hombres no pueden ser excesivamente afortunados ni deben trastocar con actos, buenos o malos, el equilibrio del universo”.

      ¡Aquí estaba el motivo!

      El asesino debía ser un hombre culto, dedujo, de edad madura, por lo menos cuarenta años, quién si no se interesaría en la mitología.

      El mensaje había sido enviado a seis personas, dos días de trabajo y la interesada amistad de su confidente policial lo llevaron a saber quiénes eran. Todos conocidos. Pero ninguno trabajaba en el diario, o sea que alguno de ellos se había comunicado con el colega que había impreso y olvidado el mail.

      La imaginación de López, si bien siguió probables y racionales senderos, estaba totalmente equivocada. El mensaje no había sido mandado por el asesino ni por un hombre culto de por lo menos cuarenta años, sino por un adolescente bajo los ansiosos efectos de un reciente cannabis. Mientras saciaba el apetito, el joven había observado en el televisor de un bar americano una escena que su entendimiento juzgó inverosímil.

      El cuerpo de Mora llegó al velatorio la mañana de un viernes lluvioso; en ese mismo momento los restos de Casandra, o María de las Nieves, eran dejados adonde ya nadie podía acompañarlos.

      Los policías preguntaron por Javier. Primero les dijeron que estaba en Suministros, después en Contaduría y al final en Compras, rindiendo gastos. Lo encontraron en el bufet conversando con la empleada nueva y tomando café.

      Cuando se lo llevaron se alteraron hasta las piedras, Javier no sabía para dónde mirar, la cara roja y las manos esposadas. El jefe llamó a un conocido y le preguntó si sabía algo.

      —Está jodido, che.

      —¿Jodido?

      —Sí, lo investigan por asesinato.

      —¿Cómo asesinato?

      La oficina se transformó en un caos. Asesinato, había dicho asesinato.

      —Lo denunciaron por los homicidios de Casandra y Mora.

      “Las maté por putas”, leyó el fiscal Alvarado.

      —Fue anteanoche, estaba en un boliche y lo dijo tres veces —agregó el ayudante.

      Y vos lo creíste, pensó el fiscal.

      —Me pareció que había que investigar. ¿Lo va a ver?, señor.

      El fiscal se paró y fue hacia la ventana.

      Un cuarentón en pedo, un boludo que dice que las mató por putas y este gil a cuadros se lo cree. Alvarado, por supuesto, no tenía la más mínima intención de verlo, así que le dijo al ayudante que él siguiera el hilo de la investigación. Cuando se fue, el fiscal tomó el teléfono y llamó al comisario Bermúdez para pedirle que se fijase que el ayudante de la Fiscalía —sobrino de un juez y carente de cualquier otro mérito— no hiciera ninguna estupidez.

      —Despreocupesé —le contestó el comisario. Así que ahora tengo que cuidar a tus ayudantes, pensó.

      Iban cincuenta minutos de interrogatorio, cuando le informaron al ayudante que tenía una llamada. Afuera, se encontró con el comisario que le sugirió que no insistiese, que había sido cosa de borracho y que el infeliz era la oveja negra de una familia de bien. Una hora después, el ayudante se retiraba del Departamento de Policía y el comisario Bermúdez recibía una llamada que cambiaría sus planes inmediatos.

      —Comisario, ¿hay un detenido?

      —Sí, señor, pero no tiene nada que ver. Un borracho que dijo que las mató para darse corte con un par de coperas.

      —Téngalo un tiempito. Que la prensa sepa que hay un detenido pero desconozca su identidad. ¿Me entiende? Que crean que hay movimiento.

      —Sí, inspector. Que tenemos algo.

      El rito empezó a practicarse luego de la Edad Media debido a la pertinacia de algunos difuntos. Ausentes los signos vitales, yacían inmóviles y aparentemente muertos, en un vago estado contiguo a la conciencia; algunos, incluso, pudiendo oír lo que sucedía a su alrededor.

      La Iglesia juzgó venturosa la nueva ceremonia: prolongaba el acto de la muerte, y nada como la muerte justifica a Dios. Así que instruyó a sus sacerdotes para que, en tales circunstancias, hablasen a los deudos sobre edificantes temas como la brevedad de la vida, el divino plan de la salvación, la rectitud y la ternura de la Providencia, el amor infinito de Cristo y el refugio que los afligidos encontrarían en la compasión del Señor.

      En tiempos más modernos, comprobada indubitablemente la ausencia de vida en un cuerpo, el velatorio se transformó en una forma de compartir socialmente la pérdida del ser amado. Amigos, vecinos y familiares expresaban, más con gestos que con palabras, la tristeza mutua y el respeto, porque la presencia de la muerte inspira respeto al más desatento.

      El velatorio es un momento de pudor. Igual que los judíos, que no se permiten ver el rostro de los muertos, el cajón de Mora permaneció cerrado para los ojos de los que la amaban y para los que sabían aborrecerla. Nadie observó su último gesto. Ni el centenar de ignominiosos fanáticos, ni sus pasados cómplices de la Casa, ni los custodios impiadosos de la moral pública. Tampoco las decenas de cámaras y micrófonos que merodearon, como aves de rapiña, los alrededores de la funeraria.

      —Comisario, ¿no le dijo el ayudante que lo dejase ir?

      —No por escrito, señor.

      —Suéltelo ahora mismo —dijo el fiscal Alvarado, sin levantar la voz, pero como quien da una orden que no admite demoras.

      —Sabe lo que pasa, alguien creyó conveniente no apurarse.

      Alvarado sintió la alerta.

      —Pero ya está saliendo —le aclaró el comisario.

      —¿Quién fue?

      La contestación del comisario lo desconcertó y, cuando cortó, el fiscal sabía que arriba estaban preocupados.

      El celular sonó a las once de la noche, el cabo primero Jorge Rodríguez estaba en el baño evacuando sus intestinos, operación que dio inmediatamente por concluida al escucharlo.

      “Gordo, no t olvides qjugamos eldomingo”.

      El comisario había dicho que no le dijese nada a nadie, así que seguía recibiendo mensajes y llamados.

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