El cerco. Daniel Sorín
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—No hay pruebas de que las muertes estén relacionadas —dijo el tipo.
—Comisario, se dice que ambas murieron en circunstancias parecidas.
—No puedo contestarle por el secreto de sumario.
Y no hubo caso. Bueno, caso había, pero para eso, en vez del nabo que preguntaba tenía que haber estado un periodista inteligente, audaz, con sangre en las venas. Un animal carnívoro y no ese papanatas. “Se dice que ambas murieron en circunstancias parecidas”. ¡Desangradas!, estúpido; decí de-san-gra-das. Y secreto de sumario, las pelotas, yo te estoy diciendo lo que vos no podés decir. Pero no, el nabo tenía buenos modales, “se dice”, “circunstancias parecidas”. Un boludo.
4
El pibe se sentó a la barra y pidió un sándwich de salame y un fernet con Coca. Hacía una semana que no salía a la calle, en realidad solo había salido de su habitación para ir al baño y para abrir la heladera. El cabello lacio le caía hasta la línea del mentón, lucía bigote ralo de adolescente, pantalones raídos y un pulóver marrón que olía a cigarrillo.
Mientras masticaba, miró por el canal que solía ver su madre a una mina que estaba fuera de sí. La mujer —enorme, gordísima— se cayó al piso y el conductor dijo que le darían unos minutos para que se repusiera, tras lo cual empezó a hablar con un tipo que, muy serio, explicó cómo se desangraba un cuerpo.
Increíble. ¿Sería que la yerba le había pegado mal? ¡Cómo se desangra un cuerpo! Mejor bajar un poco, se dijo, y pidió otro de salame y otra Coca con fernet. Se enteró de que habían matado a otras dos mujeres y que por eso la mina pensaba que ahora iban por ella.
Hacía años, cuando apenas tenía once, mientras contemplaba la ciudad desde la terraza de un edificio de veinte pisos, observando esos cuerpitos que abajo se movían con febril empeño, se había dicho que no veía lo que veía. Es que hasta ese momento había percibido la vida con ojos de niño, pero ahora sabía que nada era lo que parecía.
Tenía once años y lo acababa de comprobar. Esa mañana había llegado de improviso, había abierto la puerta del departamento “A” del vigésimo y último piso, y había caminado por el pasillo para terminar viendo a su madre encima del hombre equivocado. El cabello revuelto, la piel blanca, pecosa y húmeda, las tetas al aire y la boca abierta gimiendo. Fue demasiado para sus once años, salió disparado y, sin saber adónde ir, había subido a la terraza.
Mientras veía desde arriba a la gente, se dijo que la vida era un cubo perfecto. Perfectamente hueco, solo paredes de apariencia. ¿Quién, aunque no adolezca la ternura y la fragilidad de la pubertad, puede soportar semejante vacío?
Quizás igual hubiese sido un drogadicto, no es cuestión de encontrarle excusas a todo. El descontrol nunca fue lo suyo, lo que buscaba era esa sensación increíble que a veces tenía de que el mundo se ralentaba hasta pausarse. Entonces lograba penetrar la apariencia, el carozo escondido ya no lo asustaba. Había probado casi todo y todo le parecía bien, pero no fueron los alcaloides ni los narcóticos, los estimulantes ni los opiáceos, sino el buen cannabis lo que sabía acercarlo a esa buscada lentitud.
Pero ahora resultaba que no lo dejaban en paz. Que no podía fumarse un par de porros tranquilo sin que el canal que adoraba su madre quisiera instruirlo sobre cómo se desangra un cuerpo.
¡Esos sí que estaban locos!
Salió del bar y caminó hacia la avenida; su madre, la muy puta de su madre, adoraba ese canal de mierda. A diez metros de la esquina se le ocurrió la idea. No medió búsqueda ni premeditación.
Volvió sobre sus pasos y entró en un cyber, se sentó en una terminal, abrió el navegador y creó una casilla en Hotmail. Escribió un mensaje, el texto decía: “Son dos, pero es el mismo. Casandra Mora”. Y lo envió, primero a seis direcciones, después a otras seis. Doce personas lo recibieron. “Posdata: no se dejen engañar”.
El primer correo fue dirigido a un sacerdote evangelista, una periodista de tevé, un cura dedicado al exorcismo, un ex ministro, una psicóloga y un productor discográfico. El segundo, a un arquitecto, un periodista gráfico, un semiólogo, una vidente, un psiquiatra y un filósofo.
Al cura, al ex ministro, a la psicóloga, al sacerdote evangelista, a la periodista de tevé y al productor discográfico les llegó como spam y lo borraron sin leerlo. El filósofo había cambiado de correo y nunca se enteró. La vidente reprodujo el texto en un papel, que dobló cuidadosamente, para después borrar el mail. El semiólogo y el psiquiatra lo tiraron a la papelera sin abrirlo. El arquitecto lo leyó para luego borrarlo. El periodista gráfico, después de examinarlo, pensó que encargaría una nota sobre la truculencia. Lo imprimió al tiempo que atendía el teléfono; cuando cortó, tomó conciencia de que se le había hecho tarde y salió apresuradamente para una reunión. La hoja quedó olvidada en la impresora de la redacción.
López abrió su correo. “De: miriamh, Para: llopez”. ¡Otra de su nombre! Tenía lorenzolopez y lopezlorenzo, pero odiaba su nombre y hacía años usaba llopez. Claro que la ele de Lorenzo lo ensuciaba todo, ni siquiera dejaba en paz a un apellido común como el suyo, que solo aspiraba a pasar inadvertido. Durante un tiempo tuvo una dirección lolopez; peor, lo empezaron a cargar con que tartamudeaba por Internet. Pensó en lorlopez, lorlito, chorlito. No, mejor dejar llopez.
Leyó: Miriam se iba el fin de semana a Colonia. Sintió una puntada en el estómago, se debe ir con ese flaco, el abogado, secretario de juzgado, Symbol gris boreal y celular caro. Se paró para servirse un café. Tomaba mucho café, tenía que aflojar con eso, Miriam ya se lo había dicho: “No tomes tanto café, Lorenzo, lo que te falta no es cafeína”. Sabía ser jodida la flaca cuando quería. De camino a la máquina pasó por la impresora y se fijó en los papeles olvidados. Un pedido de insumos: cinco biromes, cuatro resaltadores, dos resmas tamaño carta. Un aviso de cambio de horario de una reunión. Un memo de Personal. “Son dos, pero es el mismo. Casandra Mora. Posdata: no se dejen engañar”. ¿Qué es esto? Leyó arriba: “De: ahoranemesis”, “Para:” y seguían seis direcciones.
López buscó en Google. Zeus se había enamorado perdidamente de Némesis, la hija de Nix, la diosa de la noche. “Diosa de la noche”, escribió en una hoja. La persiguió sin descanso y ella, para evitar su abrazo cambió de forma una y otra vez. Al final, transmutada en oca fue capturada por un cisne, que no era otro que el mismo Zeus.
Encendió un cigarrillo, humo cálido en sus pulmones y ojos cerrados. Con Zeus no hay quien la pueda, se dijo. Fruto de esa unión, Némesis puso un huevo que fue recogido por unos pastores y entregado por ellos a Leda. Estos griegos estaban de la nuca, primero lo del abrazo, tanto lío por un abrazo, y después ¡hacerle poner un huevo! Claro, era una oca. Pero si Némesis era una oca, por qué tanto lío.
Buscó en otra página, sentía su corazón furioso, tenía el presentimiento de que estaba por descubrir algo. Alerta, tenés que estar alerta. “Némesis”, leyó. “En la mitología griega, Némesis es la diosa de la justicia, la venganza y la fortuna”.
¡Eso era!
Volvió atrás: “la diosa de la justicia, la venganza y la fortuna”.
Escribió en el papel: “justicia, venganza, fortuna”.