La única esposa. Lucy Gordon
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—Puedo lograr que todos y todo hagan lo que yo quiero —repuso con sencillez.
La ruleta se detuvo.
«Veintitrés, negro».
Fran sintió un escalofrío. Era algo extraño. Alí vio su expresión sobresaltada y rio.
—Es brujería —comentó—. Y usted es la bruja más hermosa de todas.
—No… no me lo creo —tartamudeó—. No puedo creerme que haya ganado.
—Ha pasado porque usted es mágica. Y yo no puedo resistirme a la magia.
Bajó la cabeza y posó los labios sobre la palma de la mano de ella. Al instante Fran sintió como si se abrasara, aunque el contacto de sus labios fue suave. La sensación comenzó en su piel y no tardó en abarcar todo su ser. Experimentó una cierta alarma y habría apartado la mano, pero a tiempo recordó que ese acto grosero no encajaría con el papel que interpretaba. Sonrió con la esperanza de reflejar que recibía esas atenciones a diario.
El croupier le deslizó las ganancias.
—Yo las tomaré —anunció Alí.
Un hombre de pie detrás de él las contó y escribió el total en un trozo de papel. Fran se quedó boquiabierta al leerlo.
Mientras el hombre iba a cambiar las fichas, Alí se levantó y se la llevó lejos de la mesa.
—Ahora, cenaremos juntos —dijo.
Fran titubeó. Una antigua sabiduría femenina le señaló que no sería inteligente aceptar una invitación tan repentina de un hombre al que había conocido media hora antes. Pero iba buscando una historia, y no la conseguiría si rechazaba la primera oportunidad que le concedían.
Por el rabillo del ojo vio a Joey boquiabierto. Le guiñó el ojo y enlazó el brazo con el de Alí.
Su Rolls Royce esperaba fuera, con el chófer de pie ante la puerta abierta. Con galantería, Alí la ayudó a subir. El chofer se puso al volante y arrancó sin aguardar instrucciones.
Una vez en marcha, se volvió hacia ella, le sonrió con picardía e introdujo las manos en los bolsillos. De uno extrajo un collar de perlas exquisitas y del otro uno de diamantes.
—¿Cuál? —preguntó.
—¿Cuál…?
—Uno es suyo. Elija.
Fran abrió la boca con incredulidad. ¿Llevaba cosas semejantes en los bolsillos?
—Aceptaré el de diamantes —dijo, sintiéndose como si hubiera sido transportada a otro planeta. La voz no le pareció suya.
—Gire el cuello para que pueda quitarle el colgante de oro —ordenó—. El hombre que le regala esas baratijas no sabe cómo valorarla.
Los dedos le rozaron el cuello y se vio obligada a respirar de forma trémula y entrecortada. No se suponía que la velada debiera transcurrir de esa manera. Había ido preparada a analizar al jeque Alí, a que le cayera mal y a despreciarlo. Pero no había estado lista para verse abrumada por él.
—Están hechos para usted —declaró al girarla para dejarla de frente—. Ninguna mujer ha estado jamás mejor con diamantes.
—Habla desde su amplia experiencia, ¿no?
Él rio, ni ofendido ni avergonzado.
—Más amplia de lo que puede imaginar —garantizó—. Pero esta noche no existe ninguna otra mujer. Solo está usted en el mundo. Dígame cómo se llama.
—Mi nombre… —tuvo una súbita inspiración—. Me llamo Diamond.
—Es ingeniosa —se le iluminaron los ojos—. Excelente. De momento bastará. Antes de que termine la noche me revelará su verdadero nombre —sostuvo su mano izquierda y estudió sus dedos—. No lleva anillos —observó—. No está casada ni prometida, a menos que sea una de esas mujeres modernas que desdeñan informarle al mundo de que pertenecen a un hombre. ¿O tal vez desdeña ser de otro?
—No pertenezco a ningún hombre —repuso—. Soy mía, y ningún hombre será jamás mi dueño.
—Entonces nunca ha conocido el amor. Cuando lo conozca, descubrirá que sus arrogantes ideas no significan nada. Cuando ame, dará, y deberá ser todo su ser, o el regalo no tendrá ningún sentido.
—¿Y a quién pertenece usted? —exigió con atrevimiento.
—Esa es otra cuestión —rio—. Pero podría decir que pertenezco a un millón de personas. Kamar tiene una población de un millón de habitantes. Ninguna parte de mi vida me pertenece por completo. Ni siquiera el corazón es mío para regalarlo. Hábleme del hombre que había con usted. Me preguntaba si sería su amante.
—¿Y eso habría marcado una diferencia con usted?
—Ninguna en absoluto, ya que no se esforzó en protegerla de mí. Un hombre incapaz de retener a su mujer no es un hombre.
—¿Necesito protección de usted? —musitó, provocándolo con los ojos.
Él le besó la mano.
—Me pregunto si no terminaremos por descubrir que los dos necesitamos protección del otro —repuso pensativo.
—¿Quién sabe? —respondió tal como requería su papel—. El placer estará en descubrirlo.
—Y usted es una mujer hecha para el placer.
Fran respiró hondo, sorprendida por lo mucho que la afectaron las palabras. Howard admiraba su aspecto, pero también aclamaba su sentido común. Y este le indicaba que así como la pasión importaba, no lo era todo en la vida. Aunque ya no estuvo segura de eso.
—No va a fingir que desconoce a qué me refiero —añadió él ante su silencio.
—Hay muchas clases de placer.
—No para nosotros. Para usted y para mí solo hay uno… el placer compartido por un hombre y una mujer en el calor del deseo.
—¿No es un poco pronto para pensar en el deseo?
—Pensamos en él en cuanto nuestros ojos se encontraron. No intente negarlo.
No habría podido. La verdad aturdía, pero seguía siendo la verdad. Alí le tocó el rostro con las yemas de los dedos. Lo siguiente que supo Fran es que le daba el beso más ligero que jamás había experimentado en los labios. Luego bajó a la barbilla, a la mandíbula, subió a los ojos y regresó a los labios. Apenas los sintió, pero sí sus efectos por el hormigueo que le produjeron en el cuerpo.
Era alarmante. Si hubiera intentado abrumarla con poder, podría haberse defendido. Pero el jeque Alí era un artista que dedicaba toda su destreza a someterla bajo su encantamiento. Y contra eso no parecía existir defensa.