La única esposa. Lucy Gordon
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Читать онлайн книгу La única esposa - Lucy Gordon страница 6
—Entonces, quédeselo —repuso con gesto elegante—. Yo no le he pedido nada.
—No teme jugar con apuestas altas —entrecerró los ojos con admiración.
—No juego con nada —rio ella—. He vivido muy feliz sin riqueza y puedo continuar de la misma manera.
Alí miró con ironía su cuello, que lucía una fortuna en diamantes. Sin titubear ella se lo quitó y lo depositó a su lado.
—Para que no haya ningún malentendido, no busco nada de usted. Nada en absoluto.
No era del todo verdad, pero lo que buscaba de él tendría que surgir en otra ocasión y en otro lugar.
Con un encogimiento de hombros adelantó el cheque hacia ella con el espacio para el nombre en blanco. Después se incorporó y se acercó con la intención de volver a ponerle el collar. Pero Fran se lo impidió.
—Usted quédese con eso. Yo me quedaré con esto —indicó el cheque—. Después de todo, no quiero ser codiciosa, ¿verdad?
Alí volvió a sentarse en su sitio y se llevó la mano de ella a los labios, sin quitarle la vista de encima. Sus ojos siempre estaban alerta, sin importar lo que dijera.
—No muchas mujeres pueden afirmar haberme superado —confesó—. Pero veo que está acostumbrada a jugar y es muy buena. Eso me gusta. Me intriga. Sin embargo, lo que más me fascina es esa sonrisa.
—Las sonrisas pueden transmitir mucho más que palabras, ¿no le parece? —preguntó Fran con inocencia.
—No obstante, lo que se transmite sin palabras se puede negar con facilidad. ¿Es eso lo que hace usted, Diamond? ¿Se protege ante el momento en que quiera negar lo que pasa entre nosotros?
Alarmada, pensó que era como estar desnuda. Él veía demasiado. Para distraer su atención de ese punto peligroso, guardó el cheque en el bolso.
—Sería muy difícil negar aquello que ha pasado entre nosotros —observó.
—Muy cierto. No me cabía duda de que una inteligencia aguda acechaba detrás de esos ojos inocentes.
—No confía en mí, ¿verdad? —preguntó en un impulso.
—Nada. Pero estamos igualados, porque me da la extraña sensación de que usted tampoco confía en mí.
—¿Cómo iba a poder dudar alguien de la rectitud, virtud, moralidad y justicia de Su Alteza? —repuso con máxima inocencia.
—¿Qué hombre podría resistirse a usted? Sinceramente, yo no. Pero deje de llamarme «Su Alteza». Mi nombre es Alí.
—Y el mío es… Diamond.
—Empiezo a pensar que debería llamarla Scheherazade, por su ingenio, que supera con creces el de las demás mujeres.
—También soy más inteligente que unos cuantos hombres —replicó, y no pudo resistir añadir—: Espere y lo verá.
—La espera es la mitad del placer —asintió—. ¿Contestará sí o no? Y si contesta que no, ¿contendrá su voz alguna invitación secreta?
—No puedo creer que alguna vez tenga ese problema. No me diga que alguna mujer lo rechaza.
—Un hombre puede tener a todas las mujeres del mundo —se encogió de hombros—, aunque quizá a nadie a quien desee. Si esa en particular lo rechaza, ¿qué significan las demás?
Fran lo observó divertida, sin dejarse engañar. Las palabras eran humildes pero el tono arrogante. En ellas iba implícito el hecho de que ninguna mujer lo rechazaba, aunque le pareció cortés fingir lo contrario.
—Yo habría considerado que todas las otras estarían bien. No le dejarían tiempo para sufrir.
—Habla como una mujer a la que nunca le han roto el corazón. ¿Es verdad eso?
—Es verdad.
—Entonces, jamás ha amado y me resulta imposible de creer. Usted está hecha para el amor. Lo vi en sus ojos cuando nos miramos en el casino.
—Usted no pensaba entonces en el amor, sino en el dinero —repuso con ligereza.
—Pensaba en usted y en el hechizo que irradiaba. Fue ese hechizo el que me cambió la suerte.
—¡Oh, por favor! Son palabras muy bonitas, pero solo fue suerte.
—Para algunos no existe la suerte —afirmó él con seriedad—. Lo que está escrito en el libro del destino es lo que algunos ponen en él. Yo intento discernir mi destino a través del humo que lo rodea, y en él veo su caligrafía.
—¿Y qué… qué más ve? —tartamudeó.
—Nada. El resto se halla oculto. Solo está usted.
Al hablar la ayudó a levantarse y la tomó en brazos. Fran se había considerado preparada para ese momento, pero cuando llegó, sus bien trazados planes parecieron desvanecerse. Los besos fugaces en el coche habían insinuado la promesa de lo que sucedería, y en ese momento, supo que era imposible que hubiera podido dejar solo a Alí esa noche sin descubrir si mantendría la promesa.
Y la mantuvo de forma magnífica. La envolvió en sus brazos de una manera que aislaba todo lo demás, como si solo ella importara.
La boca de él era fuerte pero inmensamente sutil. Le recorrió los labios antes de pasar a sus ojos, su mandíbula, su cuello. Con infalible precisión encontró ese pequeño punto bajo su oído de una sensibilidad suprema, para continuar por el resto del cuello. Nada podría haberle hecho contener el suspiro de placer que emitió.
—¿Estás jugando conmigo ahora? —gruñó él.
—Desde luego. Un juego que no entiendes.
—¿Y cuándo lo entenderé? —le gustó su respuesta.
—Cuando haya terminado.
—¿Y cuándo terminará?
—Cuando yo haya ganado.
—Cuéntame tu secreto —exigió.
—Lo conoces tan bien como yo —Fran sonrió.
—Contigo, siempre habrá un secreto nuevo —musitó con voz ronca y volvió a cubrirle los labios.
La guió hacia el sofá junto al mirador. Ella sintió los cojines bajo su espalda y la luz de la luna en la cara. La acarició con los labios mientras las manos comenzaban una exploración delicada de su cuerpo. Jadeó ante ese contacto leve. No había sabido que poseía un cuerpo así hasta que sus dedos reverentes se lo revelaron, y también le contó para qué lo tenía.
Era para dar y recibir un éxtasis de placer; no lo había sospechado hasta ese momento en que él le hizo entender lo que era posible más allá de su fantasía más descabellada.
Fran