La única esposa. Lucy Gordon

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La única esposa - Lucy Gordon Julia

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una calle tranquila de la zona más exclusiva de Londres. Despacio la soltó. El chófer abrió la puerta y Alí le tomó la mano para ayudarla a bajar. Al hallarse sobre la acera Fran comprendió lo que tendría que haber pensado antes, que no la había llevado a un restaurante, sino a su casa.

      Supo que ese era el momento en que tendría que haber obrado con sensatez y huir, pero, ¿qué clase de periodista huía a la primera señal de peligro?

      «Desde luego que no hay peligro», se dijo. No supo por qué había pensado eso.

      Las altas ventanas de la mansión irradiaban luz. Una, en la planta baja, tenía las cortinas abiertas para revelar candelabros de cristal y muebles suntuosos.

      Despacio se abrió la puerta de entrada. Un hombre alto con túnica árabe ocupó casi todo el espacio.

      —Bienvenida a mi humilde hogar —dijo el príncipe Alí Ben Saleem.

      Capítulo 2

      AL entrar en la casa, el magnífico entorno la hizo parpadear. Se encontró en un gran recibidor, dominado por una escalera enorme y curva, con puertas dobles a ambos lados.

      Cada juego de puertas estaba cerrado, pero en ese instante un par se abrió y un hombre salió. Se acercó a Alí, sin dar la impresión de notar la presencia de Fran, y se dirigió a él en una lengua que ella no entendió. Mientras los dos hablaban, miró por las puertas y vio que la habitación era un despacho. Las paredes estaban cubiertas con mapas, había tres aparatos de fax, una hilera de teléfonos y un ordenador que no se parecía a ninguno que ella hubiera visto. Adivinó que sería un último modelo. De modo que ahí realizaba los tratos que le hacían ganar millones en un día.

      Alí notó hacia donde miraba ella y le habló con sequedad al hombre, quien retrocedió al interior del despacho y cerró la puerta. Pasó un brazo por los hombros de Fran y la alejó de allí. Sonreía, pero era inequívoca la presión irresistible que ejercía.

      —Solo se trata de mi despacho —indicó—. Allí hago cosas muy aburridas que no le interesarían.

      —¿Quién sabe? ¿Y si me interesara? —provocó.

      —Una mujer tan hermosa solo ha de pensar en cómo puede ser todavía más hermosa —rio—, y en complacer al hombre cautivado por ella.

      «Vaya con la idea», pensó, irritada. Era un hombre prehistórico y chovinista…

      Alí abrió el otro juego de puertas y Fran se quedó boquiabierta ante la visión que tuvo. Era una estancia grande y lujosamente decorada con un mirador, en la que había preparada una mesa para dos. La vajilla era de la más fina porcelana brillante. Frente a cada plato se erguían tres copas de labrado cristal. La cubertería era de oro sólido.

      —Es hermoso —murmuró.

      —Para usted nada es demasiado bueno —declaró él.

      «Para mí… o para quienquiera que hubieras elegido», pensó Fran, decidida a no perder la cabeza.

      —Es demasiado amable —fue lo único que dijo.

      La condujo a la mesa y le apartó la silla. Fran tenía todos sus sentidos de periodista en alerta, y así como daba la impresión de aceptar con languidez todo lo que le acontecía, no perdía ni un detalle.

      Al mismo tiempo, no podía negar que estaba disfrutando. Alí era el hombre más atractivo que había visto jamás. En el casino lo había observado principalmente sentado a la mesa de juego o desde lejos. En ese momento se hallaba de pie y tan cerca que experimentaba el pleno impacto de su magnificencia.

      Medía un metro ochenta y cinco, con piernas largas y hombros anchos. Sin embargo, no daba la impresión de tener una complexión pesada. Caminaba con suavidad, sin hacer ruido alguno, aunque nadie habría podido pasarlo por alto. Sus movimientos exhibían la gracilidad de una pantera a punto de saltar.

      —Yo mismo le serviré —dijo—, si le parece bien.

      —Es un honor que te atienda un príncipe —musitó Fran.

      Cerca había un carrito; con un cazo sirvió un líquido de un amarillo pálido en el plato. Era espeso, estaba mezclado con arroz y sabía delicioso.

      —Sopa de calabaza —explicó Alí—. Siento debilidad por ella, de modo que cuando me encuentro aquí el chef la tiene siempre lista —se sirvió y se sentó frente a ella. La mesa era pequeña, de modo que aun cuando se hallaban en lados opuestos, seguían cerca—. ¿Ha probado alguna vez la comida árabe?

      —Un poco. Hay un restaurante al que voy a veces. Sirve el pollo con dátiles y miel más delicioso que he probado. Pero el ambiente es vulgar. Las paredes están cubiertas con murales del desierto y oasis de neón.

      —Conozco el tipo de lugar al que se refiere —hizo una mueca—. Realizan una gran exhibición del desierto, pero ninguno de ellos sabe cómo es.

      —¿Cómo es? —preguntó ella con interés—. Hábleme del desierto.

      —¿Cómo saber qué decir? Hay tantos desiertos. Está el de por la noche, cuando el sol se pone rojo y es tragado por la arena. En Inglaterra tienen crepúsculos prolongados, pero en mi país puede ser pleno día y minutos más tarde caer la absoluta oscuridad. Pero todos los desiertos comparten una cosa, y es el silencio: un silencio más profundo del que puede imaginar. Hasta no haber estado en él y observado las estrellas, jamás habrá oído el silencio de la Tierra mientras gira sobre su eje.

      —Sí —murmuró—. Era lo que pensaba.

      Sin saberlo, sus ojos exhibieron una expresión soñadora. Alí la captó y frunció el ceño.

      —¿Lo pensó? —inquirió.

      —Solía soñar con lugares como esos —reconoció—. De niña esos sueños eran importantes para mí.

      —¿Qué sucedió en su infancia? —preguntó con interés.

      —Es extraño, pero siempre que pienso en aquel tiempo, recuerdo lluvia. Supongo que no pudo llover cada día, pero lo único que veo es un cielo encapotado y gente a juego.

      —¿La gente fue desagradable con usted?

      —No, no estoy siendo justa. Después de que murieran mis padres me criaron unos primos lejanos en su granja. Tenían buenas intenciones, pero eran mayores y muy serios, y no sabían nada sobre los niños. Hicieron lo mejor que pudieron por mí, me animaron a que me esforzara en el colegio, pero no había entusiasmo, algo que yo anhelaba —emitió una risa leve y tímida—. Probablemente piense que se trata de una tontería, pero empecé a leer Las Mil Y Una Noches.

      —No me parece una tontería. ¿Por qué iba a ser así? Yo mismo las leí de pequeño. Me encantaron esos cuentos fantásticos, con su magia y su drama.

      —Sin duda eso abundaba —recordó Fran—. Un sultán que tomaba una esposa nueva cada noche y la mataba por la mañana.

      —Hasta que encontró a Scheherazade, que llenó su mente de historias extraordinarias con el fin de que tuviera que dejarla vivir para averiguar qué sucedía a continuación —continuó Alí—. Adoraba esas

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