La única esposa. Lucy Gordon

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La única esposa - Lucy Gordon Julia

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mirando la lluvia en el exterior, siempre escasa de dinero porque… cito: «no debemos ser extravagantes».

      No había sido su intención dar a entender que tuvo tantas privaciones. Sus primos mayores no habían sido mezquinos, solo estaban decididos a enseñarle el valor del dinero. Al tiempo que se rebelaba contra sus patrones frugales, de algún modo también los había asimilado. Había consaguido graduarse en Economía, pero le había resultado árida. De modo que cambió a periodismo, especializándose en historias en las que el escándalo se mezclaba con el dinero. En la investigación de secretos sombríos de los personajes famosos había encontrado el estímulo que tanto anhelaba. Pero no podía contarle eso a Alí Ben Saleem.

      Había mucho más que no podía contarle, como las enseñanzas del tío Dan sobre «dinero y moralidad». El anciano temeroso de Dios jamás había comprado para su familia o para sí mismo algún lujo pequeño sin donar una cantidad similar a la caridad.

      Su mujer había compartido sus puntos de vista sobre la vida frugal hasta que Fran cumplió los dieciséis años y se convirtió en una belleza. La tía Jean había querido celebrar el magnífico aspecto de la joven con un guardarropa nuevo, pero habían hecho falta muchas discusiones para lograr que Dan cambiara de parecer. Aquel verano les había ido bien a las instituciones locales de caridad.

      Los dos habían muerto, pero su influencia austera y amable perduraba. A Fran le apasionaba la ropa bonita, pero jamás se había comprado algo sin aportar también dinero a una causa justa. No era de extrañar que el estilo de vida del jeque Alí despertara su indignación.

      —Sé a qué se refiere cuando habla de restaurantes que recurren a los estereotipos —dijo Alí—. He estado en algunos locales con pésimas decoraciones del inglés típico e histórico.

      —Supongo que ambos padecemos el mismo tópico sobre nuestros respectivos países.

      —Pero Inglaterra también es mi país. Mi madre es inglesa, yo asistí a la Universidad de Oxford y a la academia militar de Sandhurst.

      Estuvo a punto de decir que lo sabía, pero se contuvo a tiempo.

      Al terminar la sopa de calabaza, Alí señaló una variedad de platos.

      —De haber conocido sus preferencias, habría pedido que prepararan pollo con dátiles y miel. Prometo que se servirá la próxima vez que cenemos juntos. Hasta entonces, quizá pueda encontrar algo de su agrado en esta humilde selección.

      Esa «humilde selección» se extendía sobre una mesa larga. Fran quedó abrumada. Al final eligió un plato de habas.

      —Están muy picantes —advirtió él.

      —Cuanto más, mejor —manifestó con osadía. Pero el primer bocado le indicó su error. Estaban condimentadas con cebolla, ajo, tomate y pimienta de cayena—. Deliciosas —alabó con valor.

      —Le sale humo por las orejas —sonrió—. No las termine si es demasiado para usted.

      —No, están bien —aunque aceptó algunas rodajas de tomate que le acercó él, y para su alivio mitigaron el fuego en su boca.

      —Pruebe esto —sugirió Alí. Era una ensalada fría de hígado que no presentó ningún problema. Comenzó a relajarse aún más. Resultaba tentador ceder al hechizo seductor de la noche.

      Y entonces, sin advertencia previa, sucedió algo desastroso. Alzó la vista, se encontró con sus ojos y descubrió en ellos las últimas cualidades que habría esperado: calor, encanto y una dosis de diversión. Le sonreía, no con seducción ni cinismo, sino como si su mente bailara sincronizada con la suya y ello le gustara. De pronto ella sospechó que podría tratarse de un hombre verdaderamente encantador, generoso, divertido y arrebatador. Un absoluto desastre.

      Se esforzó por despejar la mente, pero la sonrisa que le obsequiaba él inició un resplandor en su interior.

      Se serenó.

      —Tiene un hogar precioso —comentó con voz forzada.

      —Sí, lo es —convino—. Pero no sé si se lo puede llamar hogar. Tengo muchas casas, aunque paso tan poco tiempo en cada una que… —se encogió de hombros.

      —¿Ninguna es un hogar?

      —Al decir esto me siento como un niño pequeño —sonrió con melancolía—, pero mi hogar se encuentra allí donde está mi madre. En su presencia hay calor y amabilidad, más un sentido de benévola calma. Le caería muy bien.

      —No me cabe la menor duda. Parece una gran dama. ¿Vive en Kamar todo el tiempo?

      —Casi siempre. A veces viaja, pero no le gusta volar. Y… —pareció un poco tímido—… no aprueba algunos de mis placeres, por lo tanto…

      —¿Como ir al casino? —rio Fran.

      —Y otras pequeñas concesiones. Pero principalmente el casino. Dice que un hombre debería tener mejores cosas que hacer con su tiempo.

      —Y tiene razón —afirmó de inmediato.

      —Pero, ¿cómo habría podido pasar mejor esta velada que conociéndola?

      —No pensará decirme otra vez que fue el destino, ¿verdad?

      —¿De pronto se ha convertido en una cínica? ¿Qué ha sido de todo ese folclore árabe que tanto le gustaba? ¿No le enseñó a creer en la magia?

      —Bueno —reflexionó—, me enseñó a querer creer en la magia, y eso casi es lo mismo. A veces cuando mi vida era muy aburrida, soñaba con que una alfombra voladora entraba por mi ventana y me llevaba a tierras donde los genios salían de las lámparas y los magos urdían sus encantamientos en nubes de humo de colores.

      —¿Y el príncipe encantado? —bromeó.

      —Salía del humo, desde luego. Pero siempre se desvanecía en humo y el sueño terminaba.

      —Pero usted jamás dejó de esperar que apareciera la alfombra voladora —comentó con suavidad—. Finge ser muy sensata y adulta, pero en el fondo de su corazón está segura de que algún día llegará.

      Se ruborizó un poco. Desconcertaba que le leyera tan bien los pensamientos.

      —Me parece que para usted —continuó Alí—, la alfombra llegará.

      —No creo en la magia —afirmó y movió la cabeza.

      —Pero, ¿a qué llama usted magia? Cuando esta noche la vi allí de pie, eso fue una magia más poderosa que la de los hechizos. Y a partir de ese momento todo me salió bien —le sonrió con ironía—. ¿Sabe cuánto me ha hecho ganar su hechicería? Cien mil libras. Mire.

      Alí introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, extrajo una chequera y con calma comenzó a rellenar un cheque por toda esa cantidad.

      —¿Qué hace? —jadeó ella.

      —Le doy lo que por derecho le corresponde. Usted lo ganó. Haga con él lo que quiera —lo firmó con una filigrana y luego la miró con expresión burlona—. ¿A nombre de quién lo expido? Vamos, reconozca la derrota. Ahora tendrá que darme su nombre completo.

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