Un novio prestado. Barbara Hannay
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–A mí no me parece que eso sea un ejemplo de buenas relaciones vecinales.
–¡Por amor de Dios! No estamos en las Naciones Unidas. Somos simplemente un hombre y una mujer que viven en el mismo edificio. No tenemos por qué tener ningún tipo de relación. Lo que tienes que hacer es concentrarte en ese tipo que se va a mudar contigo –concluyó él. Maddy no supo lo que contestar–. Mira, sé que has tenido algún problema con tu prometido, pero eso no tiene nada que ver conmigo. Yo no soy un consejero. Lo de solucionar tu vida amorosa es cosa de tu nuevo novio.
Maddy sintió que se sonrojaba, pero estaba demasiado enojada como para admitir su vergüenza.
–Mi vida amorosa va perfectamente. Y tú debes de tener una visión muy distorsionada del mundo si interpretas cada gesto de amistad como una invitación al sexo.
Con eso, Maddy se dio la vuelta y se marchó.
Durante la semana siguiente, Maddy se sintió furiosa cada vez que sentía u oía al monstruo que vivía en el piso de arriba. ¿Cómo había podido pensar que él era un héroe? Prácticamente se ignoraron toda la semana, saludándose secamente cada vez que se veían.
Para el viernes, Maddy había empezado a olvidar lo ocurrido. Aquel hombre no merecía siquiera que ella pensara en él y tampoco se dejó preocupar por el hecho de que, para entonces, él ya sabría que no había venido un novio a su casa.
A las siete, Maddy echó las persianas de su casa para aislarse de las luces de Brisbane y se puso su disco de jazz favorito mientras se acurrucaba en el sofá. Tenía un buen plato de chile con carne y una taza de chocolate caliente en la mesita y se disponía a disfrutar del fin de semana.
Chrissie, su ayudante, se encargaba de la tienda los fines de semana, así que todo lo que ella tenía que hacer era encargarse de las flores para una boda por la tarde. Y el domingo, sería todo suyo. Sin embargo, seguía sin tener citas y por supuesto, seguía sin Byron.
Maddy intentó no pensar en él. Pensar en Byron y en Cynthia le hacía todavía más daño que pensar en Rick Lawson.
Cuando sonó el timbre, ella se quedó tranquila. Sabía que no sería Byron. Lentamente, se puso de pie y se sacudió las migas que tenía en la camiseta, pero se dio cuenta de que tenía también una mancha roja de judías. Intentó quitársela, pero lo único que hizo fue extenderla más. Entonces, abrió la puerta.
–Hola –le dijo Rick.
–¡Oh! –exclamó ella, completamente sorprendida–. ¿En qué puedo ayudarlo, señor Lawson? ¿Ha venido a disculparse?
–¿Cómo?
–Supongo que te has dado cuenta de que fuiste muy grosero conmigo la semana pasada.
–Yo no fui grosero, Madeline. Solo actué con cautela.
–Pues ahora soy yo la que actúa con cautela. ¿Qué quieres?
–Necesito consejo.
–¿De verdad?
–De verdad –respondió él, con una sonrisa–. Después de considerar tu charla sobre las relaciones vecinales, he decidido aceptar tu oferta.
–¿Mi oferta?
–La cena –replicó él, mostrándole una cara botella de vino tinto.
–Tú la rechazaste –protestó ella.
–Necesito un cambio. Sam se siente mucho mejor, pero necesita asesoramiento y creo que tú podrías ayudarme.
–No veo cómo puedo ayudarte, Rick. Y estoy segura de que no necesitas mi consejo para saber cómo tienes que hacer feliz a tu amiga mientras ella se recupera.
–Lo que quiero es que me des consejos laborales –dijo Rick, riendo, mientras le daba la botella a Maddy–. Tú pareces saber muy bien cómo llevar el tuyo y yo creo que podrías ayudarme.
Maddy solo había heredado la tienda de su abuelo dieciocho meses antes, por lo que no se consideraba tan experta. No se sentía muy halagada de que él solo hubiera ido a hablar con ella para ayudar a su amiga, pero por lo menos tendría compañía para no tener que pensar en Byron.
–¿Qué estás comiendo? –preguntó Rick, al entrar en el salón–. ¿Es chile?
–Sí. Con tostadas –respondió ella, lamentándose de que él hubiera venido en la noche que tenía una comida tan simple.
–¿Con queso?
–Sin queso –replicó ella, olvidándose de sus modales hospitalarios al recordar cómo la había tratado él.
–¿Y salsa?
–No.
–Y supongo que las patatas y la crema agria tampoco forman parte del menú, ¿verdad?
–Efectivamente. No esperaba a nadie.
–Claro que no –replicó Rick, con una sonrisa–. ¿Crees que le importará a tu novio?
–No… no está en casa esta noche –musitó ella, sin poder confesarle que solo lo había inventado para defenderse contra Cynthia–. Va a clases nocturnas y ha tenido que ir a una conferencia.
–¿Y no le importará que tú cenes con un extraño?
–¡Claro que no! No es celoso y… bueno… tú eres mi… nuestro vecino, así que no te consideraría un extraño –mintió ella, dirigiéndose inmediatamente a la cocina–. Voy a ver lo que queda.
–Aunque es más pequeño que mi piso –dijo él, siguiéndola a la cocina–, el tuyo es mucho más acogedor que él mío. Lo único que tengo es una alfombra comida por las polillas.
–Me gusta la decoración de interiores –respondió Maddy dándole la botella de vino y un sacacorchos mientras ella se ponía a calentar el chile–. Me gusta convertir mi casa en el lugar más cómodo posible, así que le pedí al casero que me dejara decorar las habitaciones. Él me dio todos los materiales y yo puse el trabajo.
–Has hecho un buen trabajo –admitió Rick, destapando la botella–. Entonces te gusta construir nidos para vivir.
–¿Y qué tiene de malo eso? Pongo mucho esfuerzo en mi trabajo y mi casa es para mí igual de importante.
–Entiendo –dijo él, levantando una mano–. Pero no tenías que sacudirme esa cuchara delante de la cara. Tu camiseta ya tiene un caso grave de sarampión.
Maddy se miró la camiseta y vio que él tenía razón. Estaba hecha un asco pero lo peor fue cuando notó que los pezones se le irguieron ante la mirada de Rick. Inmediatamente, dejó la cuchara en la cazuela y cruzó los brazos por delante del pecho.
Cuando la comida estuvo caliente, ella sirvió un buen plato y puso las tostadas a un lado.
–Los cuchillos y los tenedores están en ese cajón –le indicó ella–. Y las copas en el armario de arriba.
Entonces,