La llamada (de la) Nueva Era. Vicente Merlo

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La llamada (de la) Nueva Era - Vicente Merlo Ensayo

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para evitar así la carga fuertemente peyorativa que ha llegado a tener, constituida ya no en categoría clarificadora, sino en arma arrojadiza y automáticamente descalificadora, y tendremos en cuenta la conveniencia de no distinguir a priori entre religiones y movimientos religiosos, como si estos últimos no alcanzasen el alto estatus de que gozan las primeras. De todos modos, aunque resulte legítimo hablar de “religión Nueva Era”,3 preferiremos la expresión “espiritualidad Nueva Era” o “movimiento Nueva Era”.4

      2. LA OBSESIÓN POR LA ORTODOXIA O EN LAS ANTÍPODAS DE LA NUEVA ERA:

      FUNDAMENTALISMOS, INTEGRISMOS, TRADICIONALISMOS

      De entre los Nuevos Movimientos Religiosos, el primero de los bloques que debería tenerse en cuenta es aquel que recibe la denominación genérica de “fundamentalismo,” incluyendo en éste aquello que más propiamente deberíamos llamar “integrismo” o “tradicionalismo”. No obstante, dado que vamos a centrarnos en la Nueva Era, no podremos dedicarle más que unas cuantas páginas. La decisión de incluirlo, aunque sea brevemente, se debe a la coincidencia significativa en lo que respecta a las fechas de su desarrollo y auge. En realidad, tal como reza el título, estamos en las antípodas de la Nueva Era y en ocasiones con una verdadera obsesión por la ortodoxia. En lugar de una llamada del futuro, nos hallamos ante una vuelta al pasado, a la tradición, a los fundamentos de la religión, con duras críticas a todo lo moderno.

      Juan José Tamayo resume bien esta problemática en el siguiente texto: «El término “fundamentalista” se aplica a personas creyentes de las distintas religiones, sobre todo a judíos ultra-ortodoxos, a musulmanes integristas y a cristianos tradi-cionalistas. El fenómeno fundamentalista suele darse –aunque no exclusivamente– en sistemas rígidos de creencias religiosas que se sustentan, a su vez, en textos revelados, definiciones dogmáticas y magisterios infalibles. Con todo, no puede decirse que sea consustancial a ellos. Constituye, más bien, una de sus más graves patologías» (Tamayo, 2005:74).

      No obstante, la distinción más aceptada es la que reserva el término “fundamentalista” para el marco protestante y el término “integrismo” para el catolicismo. Lo vemos señalado en José Manuel Sánchez Caro: «Mientras que el fundamentalismo es un fenómeno típicamente protestante, el integrismo es un fenómeno específicamente del catolicismo. El fundamentalismo apela a la Biblia contra el peligro de racionalización de la fe y propone un tipo de interpretación directa e inmediata de ella, considerándola como única fuente de revelación y como palabra de Dios inmediata que tiene la solución para cualquier problema sin necesidad de otras mediaciones, como pueden ser las instituciones de la Iglesia y concretamente, en el caso de la Iglesia católica, su magisterio. […] El integrismo, por su parte, es la aceptación de la tradición de la Iglesia tal como se entiende en un momento determinado, con el fin de defender a esa misma Iglesia de lo que se consideran doctrinas nuevas, generalmente calificadas de racionalistas, que pueden apartarla de su verdadero origen e identidad tradicional» (Sánchez Caro, en Mardones, 1999:61-62).

      Distintos analistas coinciden en indicar que sería a mediados de los años setenta del siglo pasado cuando las raíces plantadas hace tiempo en las distintas religiones dejan ver sus frutos. Efectivamente, como mostró bien G. Kepel (1991), a partir de la II Guerra Mundial daba la impresión de que la religión se había retirado del dominio público y dejaba de inspirar el orden de la sociedad, limitándose al ámbito de la vida privada o familiar. A lo largo de los años sesenta el vínculo entre la religión y el orden de la ciudad pareció aflojarse hasta extremos que los religiosos consideraron preocupante. La atracción hacia el laicismo hizo que muchas instituciones religiosas se volvieran hacia los valores “modernos”. El ejemplo más claro fue el aggiornamento o puesta al día de la Iglesia católica en el Concilio Ecuménico Vaticano II. También en el islam se hablaba de “modernizar el islam”. Los años setenta fueron una década bisagra para las relaciones entre religión y política, con transformaciones inesperadas. Puede decirse que hacia 1975 este proceso comienza a revertirse. Ya no se trata de ponerse al día y modernizarse, sino de una “segunda evangelización de Europa”. Ya no de “modernizar el islam,” sino de “islamizar la modernidad”. Desde entonces, “la revancha de Dios” a través del fundamentalismo ha adquirido proporciones universales, y aunque se ha estudiado el fenómeno especialmente en las tres religiones abrahámicas, monoteístas, es bien sabido que el hinduismo ha sufrido un proceso similar en la India contemporánea y algo parecido puede decirse del shinto en China.

      Generalmente, estos movimientos religiosos se oponen o disienten del discurso dominante de la “religión oficial”. A los ojos de los nuevos militantes religiosos, esa crisis revela la vacuidad de las utopías seculares –liberales o marxistas–, cuya traducción concreta en Occidente es el egoísmo consumista, y en los países socialistas y el Tercer Mundo, la gestión represiva de la penuria (Kepel, 1991:13-19).

      Veamos más detenidamente algunas de las fechas y los acontecimientos más significativos. Comencemos por el protestantismo y el evangelismo norteamericano, remontándonos a comienzos del siglo XX.

      Destaquemos algunas de las fechas principales que marcan durante el siglo XX el desarrollo del protestantismo americano, especialmente en sus grupos y figuras más cercanos a la actitud fundamentalista que tratamos de analizar.

      En 1910 aparecen los doce volúmenes titulados The Fundamentals, que constituyen la declaración inicial

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