El mejor periodismo chileno 2019. Varios autores
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Ha llegado hasta la intersección de las calles Ramón Corvalán con la Alameda, en la zona cero de las protestas en la Plaza Baquedano —rebautizada en octubre como Dignidad—, traída en brazos por otros jóvenes. Son las 20:32 del martes 10 de diciembre. Es el día 51 desde que estalló la crisis social en el país. La jornada ha sido violenta. El territorio está en disputa entre encapuchados y carabineros y la contienda no es pareja: los primeros lanzan piedras; la fuerza policial responde con carros lanzaaguas y con bombas lacrimógenas.
Desde que se limitó el uso de escopetas de perdigones porque las lesiones oculares marcaban un nefasto récord mundial —más de 350 víctimas—, algunas de esas granadas de gas comenzaron a ser lanzadas directamente al cuerpo o la cara. Es lo que habría ocurrido con Geral, según contaron los testigos de la agresión. El disuasivo disparado a corta distancia le abrió en forma vertical un tajo de varios centímetros desde donde parte el cuero cabelludo, al centro de la frente, hacia la nuca. El proyectil penetró dejando un profundo surco abierto en forma de “v”. Ni siquiera quedó allí un mechón de pelo o un colgajo de piel.
Un equipo voluntario de rescatistas, dirigido por el enfermero reanimador, Michael Díaz Damiano (31), la recibe esa tarde y comienza a entregarle los primeros auxilios.
Los asistentes a la marcha levantan las manos pidiendo una tregua para permitir la atención clínica y el traslado de la muchacha, pero los carabineros no detienen al “guanaco” y entonces Michael insiste con la misma orden:
—¡Escudos! ¡Cubre poh, huevón, cubre!
Geral tiene la mirada extraviada. Desconocidos la alientan: “Aguante, compañera”. Ella no responde, pero sí es capaz de colaborar y subirse a una camilla.
Parece estar bien, pero en instantes el pronóstico se torna desolador. Esa noche rozará la muerte.
Su nombre es Geraldine Alvarado Parra, tiene 15 años y en cuatro días más cumple 16. Le dicen “China”. Está en segundo medio de la Consolidada Dávila, el mismo liceo donde se grabó la emblemática serie El reemplazante. Es aguerrida y alegre, se declara hincha de la Universidad de Chile, vive con su papá —un obrero de Pedro Aguirre Cerda— y está a segundos de caer en un coma del que pudo no despertar.
“Sin lucha no hay historia”. La frase la escribió Geraldine en Facebook. Desde hace unos meses, cuenta su padre Héctor Alvarado Araya (53), la adolescente comenzó a hablarle de temas que para él eran ajenos o tal vez tan conocidos que ya no reparaba en ellos. Estaba ocupado en cosas prácticas, “parar la olla”, dice, y para eso había que trabajar en lo que fuera.
Tiene experiencia en construcciones, pero solo estudió hasta sexto básico y eso no ayuda a la hora de “buscarse la vida”. El sueldo en el rubro es poco, menos de $ 500 mil mensuales según la Fundación Sol; la estabilidad, nula. Héctor había aprendido por años a caminar en una ingrata cornisa financiera. También se había convencido de que el destino está más o menos trazado: se nace pobre y se muere pobre.
A esa convicción, Geraldine le dio un nombre: inequidad.
Si los barrios donde ella había crecido en Renca y luego en las poblaciones Navidad y Dávila, tienen pocos árboles y un exceso de cemento que en verano los transforma en un mini infierno, es porque en Santiago las áreas verdes se concentran en el sector oriente. Si ella debe compartir un cuarto con su papá porque no les alcanza para arrendar una casa, es porque en los últimos diez años, según el Instituto de Estudios Urbanos de la UC, el valor de las viviendas en la Región Metropolitana ha aumentado entre el 95 % y el 150 %. Si su sueño de estudiar medicina forense se vio siempre tan lejano, es porque entre la educación pública y la privada más que una brecha hay un abismo.
—Cuando me conversaba eso, yo me iba para abajo. Yo nunca iba a poder darle una educación de la manera que ella lo anhela. Igual lo tomaba como una cosa que ella podía cambiar porque estaba más chiquitita cuando me decía eso. Y ahora en el colegio que está estudiando iba a comenzar con gastronomía en tercero medio, pero se metía también en la parte metalúrgica. Yo le traía guantes, antiparras de mi pega. Ella cuestionaba que faltaran cosas, instrumentos para trabajar. Era como una líder, andaban todos en la misma onda de ella, sobre todo un grupo. De eso fui dándome cuenta yo: ella quería ser alguien en la vida —dice Héctor.
La niña tuvo una infancia dura. Sus papás se separaron cuando era pequeña y ella quedó bajo la custodia de su mamá que la maltrataba. En 2018, hubo un episodio de violencia que terminó en tribunales con una orden de alejamiento para la mujer. Geral pasó a vivir con una hermana materna mayor, Evelyn, unos meses. Luego, cuenta Héctor, fue él el responsable. Vivía de allegado en la casa de un familiar.
—Un día tomé la decisión. Fui donde la Evelyn y dije: “Ya, se acabó todo esto, hasta aquí nomás llegó. Geraldine, nos vamos. ¿Dónde? No sé. Nos vamos”. En ese momento tenía algo de platita que me habían pagado y me costó, me costó. Yo tengo un cacharrito chico, ahora lo tengo en panne. Hubo una noche que tuve que dormir con la Geraldine en el auto y después caminamos todo el día buscando arriendo hasta que encontramos una pieza. En una pieza vivo con ella. Yo deseo que tenga su privacidad, sus cosas, porque es una lola y no puedo estar al lado de ella. Me ha costado bastante encontrar un lugar porque está caro todo. Yo no gano un dineral, mi trabajo es de obrero nomás. Es fregado.
Geraldine y su papá llevaban más de un año viviendo juntos cuando el espanto los golpeó. Las últimas semanas habían sido agitadas para los dos: él había comenzado un nuevo trabajo y ella había aumentado su participación en las manifestaciones masivas que se iniciaron el 18 de octubre cuando estudiantes secundarios saltaron el torniquete del Metro en protesta por el alza en las tarifas.
“Evadir, no pagar, otra forma de luchar” fue el grito que inició una crisis que escaló hasta dejar en jaque al gobierno de centro derecha de Sebastián Piñera. Por vez primera desde el retorno a la democracia, se decretó estado de emergencia y toque de queda por las protestas sociales.
Hubo saqueo de supermercados y quema de estaciones de Metro. Los militares intentaron controlar el orden público en casi todo Chile entre la madrugada del 19 de octubre y las 00:00 horas del 28 de ese mes. En ese periodo, hubo cuatro muertos a manos de agentes del Estado; otros, como José Miguel Uribe Antipani (25) en Curicó, cayeron por la acción de civiles; y hubo más de 20 calcinados en incendios de comercios asaltados por turbas.
El movimiento social no se detuvo y entonces los ojos de cientos de personas fueron alcanzados por balines de Carabineros. En noviembre, el horror subió de escala: al estudiante de sicología Gustavo Gatica (22) y a la trabajadora Fabiola Campillai (36) los dejaron ciegos.
Gustavo tuvo un doble estallido ocular provocado por perdigones. A Fabiola, una lacrimógena le fracturó la mirada.
Héctor sintió miedo; Geraldine, no. Quizás esa diferencia hizo que para él prohibirle acudir a Santiago centro, a la Plaza Dignidad, se convirtiera en una batalla perdida:
—Era un problema porque me hablaba con muchos fundamentos de por qué ella salía.
También del patriarcado. Yo me tenía que quedar callado porque no sabía qué responderle, porque son cosas que uno a veces las deja pasar y ella tenía esa capacidad