Falsa proposición - Acercamiento peligroso. Heidi Rice

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Falsa proposición - Acercamiento peligroso - Heidi Rice страница 2

Falsa proposición - Acercamiento peligroso - Heidi Rice Ómnibus Deseo

Скачать книгу

con Piers –añadió, con tono reverente–. ¿No es para morirse?

      Louisa esbozó una sonrisa. Le gustaba saber que no era la única demente en la oficina.

      Detrás de las demás redactoras, todas tecleando como locas el último viernes antes de galeradas, vio a dos hombres de espaldas, frente al mostrador de recepción… y tuvo que contenerse para no lanzar un silbido.

      Tracy no solo la había sorprendido, la había dejado atónita. Ni siquiera podía ponerle una pega, al menos desde aquel ángulo. Alto, de hombros anchos, con un traje de chaqueta azul marino que parecía hecho a medida, Adonis hacía que el editor, Piers Parker, que medía al menos metro ochenta, pareciese un enano.

      –¿Qué te parece? –preguntó Tracy, impaciente.

      Louisa inclinó a un lado la cabeza. Incluso a veinte metros de distancia, el hombre merecía un suspiro de admiración.

      –Desde luego, tiene un trasero estupendo, pero debo verle la cara antes de emitir un juicio. Como sabes, nadie entra en la categoría de bombón a menos que haya pasado el test de la cara.

      Erguido, con las piernas separadas, Adonis eligió ese momento para meter las manos en los bolsillos del pantalón. Su expresión corporal denotaba enfado, pero a Louisa le daba igual porque, al hacerlo, había levantado la chaqueta, dejando claro que no estaba equivocada: tenía un trasero de escándalo. Si se diera la vuelta…

      Louisa se llevó el bolígrafo a los labios, esperando. Aquello era mucho mejor que los implantes de silicona.

      El ruido de la oficina y las conversaciones empezaron a disminuir a medida que las mujeres se fijaban en el recién llegado. Louisa casi pudo escuchar un suspiro colectivo.

      –A lo mejor es el nuevo ayudante de redacción –dijo Tracy, esperanzada.

      –Lo dudo. Lleva un traje de Armani y Piers prácticamente está haciendo genuflexiones. Y eso significa que, o Adonis es del consejo de administración, o es un jugador del Arsenal.

      Aunque con ese cuerpo tan atlético no le sorprendería que fuese deportista, Louisa estaba segura de que un futbolista no tendría ese aire tan sofisticado.

      Casi tenía que contener el aliento. Había pasado tanto tiempo desde que sintió el deseo de flirtear con un hombre que casi no reconocía la sensación. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se emocionó al ver a un hombre guapo? En su mente se formó una imagen que descartó de inmediato.

      «No vayas por ahí».

      Pero ella sabía que había sido tres meses antes. Doce semanas, cuatro días y… dieciséis horas para ser exactos.

      Luke Devereaux, el guapísimo, encantador lord Berwick, que en realidad era una cobra venenosa, ya no le afectaba en absoluto.

      Piers se volvió para señalarla a ella. Qué raro, pensó. Adonis se volvió también y cuando un par de penetrantes ojos grises se clavaron en su rostro, Louisa se quedó sin respiración.

      El corazón le latía como una apisonadora, la sangre se le subió a la cara y el vello de la nuca se le erizó. Y entonces, el recuerdo que había intentado suprimir los últimos tres meses la golpeó como una bofetada: unos dedos acariciándola, unos labios insistentes sobre el pulso que le latía en el cuello, ola tras ola de un orgasmo eterno sacudiéndola hasta lo más profundo…

      Louisa experimentó una mezcla de nervios, furia y náuseas.

      ¿Qué estaba haciendo allí?

      No era Adonis. El hombre que se acercaba a ella era el demonio reencarnado.

      –Viene hacia aquí –anunció Tracy–. Ay, Dios mío, ¿no es el aristócrata ese… como se llame? Ya sabes, el que salió en la lista de los británicos más deseados. Tal vez haya venido a darte las gracias.

      Para nada, pensó Louisa amargamente. Ya se había vengado de eso tres meses antes.

      Nerviosa, irguió los hombros y cruzó las piernas, el tacón de su bota golpeó la silla como la ráfaga de una ametralladora.

      Si había ido para volver a intentar algo con ella lo tenía claro.

      Se había aprovechado de su confiada naturaleza, de su innato deseo de flirtear y de la incendiaria atracción que había entre ellos, pero no volvería a pillarla desprevenida.

      * * *

      Luke Devereaux recorrió en un par de zancadas el espacio que lo separaba de ella. Apenas se fijó en el editor que le pisaba los talones o en el mar de ojos femeninos clavados en él. Toda su atención, toda su irritación, concentrada en una mujer en particular. Que estuviese tan guapa como la recordaba, el brillante pelo rubio enmarcando un rostro angelical, el fabuloso escote acentuado por un vestido ajustado de estampado llamativo y unas piernas interminables, lo obligó a hacer un esfuerzo para mantener la calma.

      Las apariencias podían ser engañosas.

      Aquella mujer no era ningún ángel y lo que planeaba hacerle era lo peor que una mujer podía hacerle a un hombre.

      Debía reconocer que las cosas se les habían ido de las manos tres meses antes y la culpa, en parte, había sido suya. El plan había sido darle una lección sobre la obligación de respetar la privacidad de la gente, no aprovecharse de ella como había hecho.

      Pero ella también tenía parte de culpa. Nunca había conocido a nadie tan impulsivo en toda su vida. Y él no era un santo. Cuando una mujer tenía ese aspecto, sabía como ella y olía como ella, ¿qué podía hacer un hombre?

      No podía imaginar a ninguno pensando con claridad en esas circunstancias. ¿Cómo iba a saber que no tenía tanta experiencia como había pensado?

      Una cosa era segura: estaba harto de sentirse culpable.

      Después de hablar con un amigo mutuo, Jack Devlin, el día anterior, el sentimiento de culpa y los remordimientos habían dado paso a una tremenda furia.

      Ya no se trataba solo de los dos; una vida inocente estaba involucrada y él haría lo tuviese que hacer para protegerla. Y cuanto antes se diese cuenta ella, mejor.

      Louisa di Marco estaba a punto de descubrir que nadie podía reírse de Luke Devereaux.

      ¿Qué le había dicho el difunto lord Berwick en su primer y único encuentro años antes?

      «Lo que no te mata te hace más fuerte».

      Él había aprendido esa lección cuando tenía siete años. Asustado y solo, en un mundo que no conocía ni entendía, había tenido que volverse duro. Y era hora de que la señorita Di Marco aprendiese la misma lección.

      Cuando llegó frente al escritorio de Louisa vio un brillo de furia en sus preciosos ojos castaños, las mejillas ardiendo de rabia y la elegante barbilla levantada en gesto de desafío. Y, de repente, se imaginó a sí mismo enredando los dedos en ese pelo y besándola hasta que la tuviese rendida…

      Para contener el deseo de hacerlo tuvo que meter las manos en los bolsillos del pantalón, mirándola con la expresión que solía usar para asustar a sus rivales en los negocios.

      Louisa,

Скачать книгу