Los cuerpos partidos. Álex Chico

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Los cuerpos partidos - Álex Chico Candaya Narrativa

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impresión de que ya nada volvería a ser como antes.

      VII

      Puedo imaginar la necesidad de la partida, pero no los motivos que nos conducen a abandonarlo todo. Sé que existen, que hay razones de peso lo suficientemente grandes como para tomar una decisión de esa importancia. Las guerras, la pobreza, la falta de trabajo, el hambre… Pienso en Extremadura, en los pueblos que vivían del campo y a los que les era imposible aguantar más de un año de sequía. Lugares sin luz ni agua, paseando candiles como exploradores que no esperan encontrar nada.

      Eso sucedió poco antes de que yo naciera, no muy lejos de Plasencia. Sin embargo, a pesar de la cercanía, me resulta muy complicado pensar en ello, como si se tratara de un mundo en el que creo solo a medias, con un aire de sospecha.

      En realidad, lo que no sé es qué significa perderlo todo. Y quizás por no saberlo, o por no saberlo todavía, nunca podré entender completamente qué implicaron aquellos viajes. O qué implican hoy. Cada tránsito es una reproducción de un tránsito anterior, aunque los separe el tiempo y la distancia. Al fin y al cabo, todo desplazamiento carga con una experiencia antigua, una experiencia de siglos, remota.

      Cuando escuchas sus relatos, mientras tratan de ordenar en alto sus propios recuerdos, algunos te explican cómo el año de su partida quedó marcado para siempre en su memoria. Un año que coincide con otros muchos años. Sin embargo, ese tiempo se convierte en algo que los hace excepcionales, porque allí se encuentra la clausura de una vida o el inicio de una nueva historia.

      Yo también puedo identificar fechas cruciales en mi propio calendario, pero nunca alcanzarán ese grado de importancia. No sé hasta qué punto la llegada a una estación significa adentrarte en un espacio irreal, fantasmagórico, con gente tumbada cerca de los andenes o sorteando perchas humanas. Hablamos de personas que jamás habían salido de su pueblo y que, de repente, se encontraban emigrando a ciudades enormes de Alemania o de Francia. Con reconocimientos médicos en Hendaya, en busca de otitis o de tuberculosis hasta en los dientes. Con la vergüenza que suponía desnudarse frente a un encargado de aduanas. O la incertidumbre al llegar a un destino extranjero que, de pronto, te recibe en tu propio idioma, amenazándote en tu propio idioma. Desde los altavoces de la estación, se informaba de que si arrojaban vasos o comida, se les descontaría del sueldo de su próximo trabajo. Más que una multa, era una advertencia, o una constatación. Igual que los carteles que les colocaban al llegar a Alemania, en la espalda y en el pecho, o las indicaciones en español que les obligaba a lavarse las manos. Todo eso los convertía en personas distintas al resto, en seres aún por urbanizar. En bárbaros recién llegados al paraíso.

      Cuando pienso en los trenes, en los viajes interminables, en la llegada a estaciones remotas, en las amenazas que provenían de los altavoces, me viene a la mente algo terriblemente complejo. En el fondo sé en qué consiste la tristeza, pero me resulta muy difícil concebir toda una vida luchando contra ella.

      VIII

      Eran viajes tan humillantes que algunos negaban haber subido a esos trenes. No hablo solo de los trayectos desde España. Pienso también en todos esos barcos, pateras, coches, furgonetas o camiones que guardan el germen de algo inconfesable. El origen de una ofensa. Como los trenes a Estados Unidos que llegaban desde la frontera. Aunque me esfuerce, nunca llegaré a comprender del todo por qué se les llamaba La bestia o El tren de las moscas.

      En ocasiones, para combatir o contrarrestar esa ofensa, recuerdo una película de Charles Chaplin, un cortometraje de 1917 titulado Charlot emigrante. Narra en pocos minutos el trayecto de un barco que llega a América. Desde el comienzo, vemos a un grupo de emigrantes hacinados en cubierta. La imagen es desgarradora. Sin embargo, unas secuencias más adelante nos encontramos con una escena bastante cómica. Varios pasajeros, entre ellos el propio Chaplin, se reúnen alrededor de una mesa. Intentan comer, pero es casi imposible, porque el vaivén del barco hace que el plato se mueva de un extremo a otro. Nadie consigue hundir la cuchara.

      Cuando pienso en esa película, recupero una anécdota que llevo escuchando desde hace tiempo. Es la experiencia que más me han explicado a propósito de los viajes de mi abuelo. Ocurre en uno de los trayectos por Francia. Para evitar las aglomeraciones del tren, dos pasajeros, uno de ellos mi abuelo, deciden colarse en los vagones de primera clase. Cuando viene el revisor y le enseñan el billete, les dice en francés que su pasaje es de segunda, no de primera. Disimulan y fingen no entender nada. El revisor les señala el billete y alza dos dedos. Ellos asienten y dicen que sí, que efectivamente son dos los que viajan. Lo intenta de nuevo y los viajeros vuelven a decir «Sí, somos dos, él y yo. Uno no, dos». Cuanto más insiste el revisor, más insisten ellos, como si les estuviera ofendiendo. Al final, desiste y les deja hacer el resto del camino en el vagón de primera clase.

      Así lograron continuar donde quisieron, con su aparente ignorancia. Y así te gustaría imaginarte todos esos viajes. Como los de Chaplin, porque a pesar de las infinitas trabas que iba encontrando a su paso, siempre logra seguir adelante.

      Sin embargo, la realidad se impone y es imposible frenar su empuje. Cuando los pasajeros de Charlot emigrante divisan América, con la Estatua de la Libertad a lo lejos, sus caras recobran una felicidad perdida. Pero en seguida viene el funcionario de aduanas para cortarles el paso, mientras los desplaza bruscamente detrás de una cuerda a la espera de comprobar sus papeles. Como si les dijera que, por mucho que lo intenten, nunca podrán llegar a su destino.

      IX

      Toda clase de desplazamiento pone en marcha algún tipo de leyenda. Es difícil separar la memoria inventada, la fantasía que implica cada viaje, con lo que realmente sucedió. En ocasiones, precisamos de historias ampliadas para entender mejor algo que no comprendemos. Si no para entender, sí al menos para afrontarlo sin pudor, exentos de toda la vergüenza que arrastran ciertas experiencias que, de otra forma, resultarían inconfesables.

      Nadie emigra sin que medie el reclamo de una promesa, escribió Magnus Enzensberger. Por eso, los nuevos lugares de destino trasforman su nombre y se convierten en espacios míticos. Forman parte de algo real e irreal al mismo tiempo. Algo que existe y no existe y que actúa como un fuerte reclamo que tira de nosotros. La Arcadia Feliz, el Paraíso, La Atlántida, El Dorado, la Tierra Prometida, el Nuevo Mundo. Apelativos que funcionan como imanes y nos invitan a la partida. Son espejismos en los que necesitamos reflejarnos. Tenía razón Elias Canetti: el miedo inventa nombres para distraerse.

      Durante mucho tiempo, una palabra configuró parte de mi vida: Bousbecque. Apenas sabía nada de ese lugar y, sin embargo, escucharlo en boca de otras personas o pronunciarlo yo mismo provocaba una especie de augurio, de leyenda. Como si allí se encontrara algo que tenía que ver conmigo y aún no pudiera averiguar de qué modo me afectaba. Aunque no supiera situarlo en el mapa y no pudiera constatar que existía realmente, ese territorio indefinido formaba parte de la memoria de mi familia. Hablaban de él, incluso de emplazamientos concretos: rue Papeterie, fábrica, casa, iglesia, frontera. Esas eran las palabras que siempre acompañaban al discurso de Bousbecque. Cuando las mencionaban, también esos lugares aparejados a un nombre se integraban en un espacio borroso, desdibujado.

      Ahora me doy cuenta de cómo ciertos términos configuran nuestra manera de percibir el mundo. Nuestra forma de abarcarlo. Palabras que en su simplicidad penetran en nosotros y nos proporcionan una composición de lugar. Una idea del universo, reducido a unas cuantas líneas para entender todo aquello a lo que nos es imposible dar alcance.

      Eso es lo que significaba Bousbecque para mí. Una puerta de entrada a una realidad distante, y a la vez íntima y personal, porque tenía que ver con mi familia y, por esa razón, también tenía

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