Los cuerpos partidos. Álex Chico

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Los cuerpos partidos - Álex Chico Candaya Narrativa

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encima de todo eso, lo que me pregunto con frecuencia es si esas cartas ajenas, que escuchaba de primera mano, permearon en él, si le afectaron de algún modo. Si esas emociones que le iban trasmitiendo consiguieron herir su propia sensibilidad. Porque imagino que cada palabra, cada frase, añadía más tristeza a la tristeza, como si no tuviera la oportunidad de olvidarse en ningún instante de dónde estaba. El relato de otra persona era su propio relato y a él quedaba sujeto para siempre.

      Quizás la redacción de esas cartas ayudara a mi abuelo. Tal vez trasformar en escritura esas emociones ajenas le beneficiara y le hiciera comprender un poco más lo que estaba sucediendo en su propia vida. Una narración de palabras prestadas que le sirviera como un bálsamo. En eso consiste la literatura: en un mecanismo que permite explicarnos lo que no entendemos del todo. Aunque en esta historia solo hablemos de cartas anónimas firmadas por otra persona.

      XIX

      En el relato de las cartas que escribió mi abuelo hay una historia paralela, un epílogo que tenía lugar a mucha distancia, en el pueblo natal de aquellos emigrantes de Granada. Una historia que sucedía en las casas que abandonaron tiempo atrás, en los salones y en las chimeneas donde colgaban las cartas, como una exposición privada que se abría al público algunas tardes.

      Esa historia paralela vuelve a tener a un mismo personaje: mi padre. Aún recuerda cómo entraba en algunas casas y veía colgadas las cartas. Todas ellas estaban escritas en hojas con líneas. Así evitaban que las frases se torcieran, lo que sucedía a menudo. Las confidencias desplegadas en la hoja formaban parte de un hombre al que no conocía. Era la voz de otra persona, la noticia de un familiar ausente, el eco de alguien que volvía de tarde en tarde en un papel. Sin embargo, mi padre siempre supo algo que no llegó a confiar a nadie. Una especie de secreto que no desveló hasta hace pocos años: la letra de aquellas cartas no era la de un desconocido, porque identificaba en ella la caligrafía de su propio padre.

      Él no era el destinatario de esas páginas y sin embargo le servían para acercarse a mi abuelo. Le ayudaban a saber algo más sobre él. Probablemente se tratara de una lectura doble, o de una lectura indirecta, como si en lugar de palabras ahí se inscribiera algún tipo de jeroglífico que solamente él podía descifrar mientras las observaba sobre la chimenea de un hogar que no era el suyo.

      Esas cartas le pertenecían de alguna manera. Solo así, creyendo que también le eran propias, he logrado entender un verso de José Emilio Pacheco: «No leemos a otros: nos leemos en ellos».

      XX

      No conservo ninguna carta de mi abuelo. He buscado entre los papeles y no he dado con ningún documento que esté firmado con su puño y letra. Podría dedicarme a encontrar las cartas que escribió para otros, pero eso significaría abrir un baúl que no es el mío.

      Reconstruyo a mi abuelo gracias a mi padre y a las fotografías que permanecen en una de las maletas que empleó durante sus viajes a Bousbecque. Esas fotos y esa maleta forman parte de las pocas cosas que pude salvar de mi abuelo. El resto se encuentra dentro de un armario cerrado, en una habitación a la que ya no puedo acceder. No consigo entrar en ella porque el piso de la avenida de Madrid en el que vivieron mis abuelos está completamente cerrado, con doble o triple llave. Ese mínimo espacio es uno de los territorios prohibidos de la ciudad. Podría rebuscar en habitaciones ajenas, en memorias que no me pertenecen, y sin embargo sé que jamás abriré el armario en donde se guardan viejos recuerdos de mi familia.

      A veces pienso que debería forzar esa cerradura y entrar sin que nadie me viera. Los vecinos ya no son los mismos. Casi todos han muerto. Puede que aún sigan los hijos de los antiguos inquilinos, pero nunca llegué a conocerlos. Ninguno sabe que yo también viví en aquella casa hasta que cumplí tres años. Fue mi primer hogar, y sin embargo carezco de nombre allí. Si alguien me viera, pensaría que estoy de visita. No entenderá que si he vuelto, si me he decidido a subir hasta la segunda planta, es porque vengo a recuperar algo que también es mío.

      Sé que nunca tendré el valor para entrar en ese piso. Me imagino frente él, observando la rutina de los vecinos, anotando horas y fechas. Me imagino forzando la cerradura y quitándome los zapatos a la entrada para no hacer ruido. Me imagino caminando descalzo en el pasillo, haciendo equilibrio por un alambre. Me imagino quitando el candado del armario. Sin embargo, no logro imaginarme cómo reaccionaría si el armario se abriera, si tuviera frente a mí ese montón de papeles, fotografías acartonadas y documentos. No sabría qué hacer. Es justo eso lo que me da miedo. Podría entrar en una propiedad privada sin medir las consecuencias que conlleva un allanamiento. Acepto la culpa, pero no asumiría el riesgo de encontrarme con un armario abierto que guardara una parte de mi pasado.

      Por eso prefiero no hacer nada. Opto por reconstruir, desde otro cuarto, un espacio vedado, un lugar en el que lentamente se desvanecen los recuerdos. Trato de acceder a ellos de otra manera, a través de conjeturas, probabilidades, hipótesis, añadiendo oraciones condicionales que se extienden sin fin en la larga marcha de la desmemoria.

      Cuando me detengo y me dejo llevar por la imaginación, me doy cuenta de que la escritura no es más que una resistencia estática. Uno de esos actos que nos retienen antes de cometer un delito. Una opción que nos salva y a la vez nos condena.

      XXI

      Más que una biografía o un perfil, lo que puedo trazar es una suma de anécdotas cazadas al vuelo, unidas unas a otras por posibilidades y suposiciones, como si me tocara completar una historia fragmentada. Son datos que se despliegan, que se proyectan en múltiples direcciones. Una realidad que se dispara hacia muchos lados y no se detiene en ningún momento.

      Sé que, mientras estaba en Bousbecque, mi abuelo visitó varias veces Holanda. Sé también que se hospedó ocasionalmente en París y que allí se reunía con otros familiares y amigos. Lo veo ahora mismo en una de las fotos que conservo: a la derecha de un grupo de ocho personas, abrazando a un compañero, sonríe a la cámara con un gesto cansado. Como en otras imágenes, también viste traje y corbata. Al fondo, unos cuantos edificios del distrito XIV, donde se alojaban.

      Compartía su piso con más gente y trató de abrir sus puertas a todos los que necesitaran emigrar por la zona. Las habitaciones tenían, al menos, cuatro inquilinos. Las camas estaban dispuestas en cada una de las esquinas. En medio, una mesa compartida. Uno de sus compañeros era árabe. Le encontraba por la noche rezando, sobre una alfombra que extendía a los pies de su cama. Entre el silencio y la oscuridad, debió tropezarse con él varias veces.

      A pocos pasos de su casa de la rue Papeterie, se encontraba su trabajo. Era empleado en una fábrica, no sé si dedicada a la producción de papel o a la reparación de maquinaria pesada. Ignoro qué hacía exactamente, cuál era su función. Una vez me hablaron de una máquina de rodillos, la número 1. Allí debió de pasar todo su tiempo en Bousbecque, aunque nunca he podido confirmarlo.

      Sé que se movía en bicicleta por el pueblo y que esa misma bicicleta fue pasando de mano en mano, entre la gente que se iba y la gente que llegaba. Así paseaba por los márgenes del río y hacía todas sus compras. Sobre todo en Bélgica, que por aquel entonces tenía mejor cambio de moneda que Francia.

      Cruzaba la frontera a menudo, especialmente los sábados y domingos, mientras acudía a los pocos bares de algún pueblo limítrofe. Siempre iba en grupo y siempre bien vestido, elegante. Por eso en casi todas las fotos que conservo aparece con traje y corbata, como una vieja fotografía de August Sander.

      Al comienzo, en la aduana le solicitaban sus documentos. No dejaba de ser una zona fronteriza, con sus propias reglas de juego

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