Los cuerpos partidos. Álex Chico

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Los cuerpos partidos - Álex Chico страница 6

Los cuerpos partidos - Álex Chico Candaya Narrativa

Скачать книгу

punto clave en mi geografía emocional. Pero esto lo he sabido con el tiempo, cuando uno se decide a hacer un recuento de lugares que le sirven como fe de vida.

      X

      Se me acumulan las preguntas cuando imagino la llegada de mi abuelo a Bousbecque. Por dónde viajó, qué pueblos fue dejando a un lado, quién lo recibió en la estación o en la parada del autobús, cuándo se dio cuenta de que su vida había cambiado para siempre.

      Una de las cuestiones que suelo hacerme con más frecuencia es si se arrepintió de haber iniciado ese viaje. Si la promesa de prosperidad era real o se trataba de un simple espejismo. Me pregunto si mereció la pena, aunque el precio que tuviera que pagar fuera demasiado alto.

      Ese precio se reduce, para mí, en un hecho muy concreto. Mientras trabajaba en Bousbecque, mi abuelo se perdió buena parte de la infancia de su hijo. O dicho de otra forma: mi padre vivió sin padre durante cuatro años.

      No creo que haya algo que compense esa carencia. Sin embargo, puedo imaginar distintas razones que hagan más llevaderos ciertos traumas, como si la consecución de un objetivo fuera suficiente para justificar cualquier cosa.

      Pienso en lo que sucedió y pudo suceder, en el precio que debemos pagar para conseguir algo. Pienso en la renuncia y en la obligación. Pienso en la soledad. Y me viene a la mente una imagen de Rocco y sus hermanos, la escena en la que Ciro le dice a Rocco que no pensara en la vida que hubiese llevado quedándose en el lugar de origen. Rocco le responde de una forma tan simple que resulta apabullante: «Pero hubiéramos estado todos juntos».

      En el fondo, todo consiste en si somos capaces de renunciar a algo por un bien de mayor alcance. Si estamos dispuestos a declinar un poco de alegría por una felicidad más duradera. Si un breve seísmo puede dar paso a una estabilidad mucho más sólida.

      Sin embargo, sé que esas son hipótesis vagas, difusas. El tipo de conjeturas que se plantea alguien que aún no se ha visto forzado a renunciar a nada. Vuelvo a las historias ajenas y me pregunto qué han dicho otros. Recupero por inercia una nueva escena, un momento cualquiera de otra película, porque sin esa ayuda no soy capaz de comprender lo que sucedió. Dudo que en algún momento logre entenderlo completamente, pero sigo esforzándome en ir construyendo un edificio inestable, como esos castillos de naipes que se desploman con una simple ráfaga de viento. Una carta que añado justo en la cima y me lleva a otra historia, a una escena de Y yo entonces me llevé un tapón, el documental que filmaron Alicia Alted, María Luisa Capella y Dolores Fernández. Cuando la madre y las hijas deben salir precipitadamente de su pueblo, les advierten de que apenas pueden llevarse nada, solo lo justo. Algo que quepa en una mano.

      Con eso afrontarán una parte de su vida, sin saber exactamente por cuánto tiempo. Construirán un nuevo hogar con unas pocas pertenencias. Lo minúsculo se convierte, entonces, en algo único, porque supondrá un vestigio, una traza de lo que fueron en otro tiempo. Supondrá un mecanismo de supervivencia. Por eso había que saber elegir lo que uno deseaba cargar a su lado. Esa elección resulta la más compleja y triste, como nos explica una de las voces que interviene en Aguaviva, el documental de Ariadna Pujol: «Lo más duro es dejar tu casa para meter tu vida en tres maletas».

      Echo mano de otra carta y la sitúo en un extremo de ese edificio efímero que voy construyendo. Tiene un nombre concreto y un consejo: Blaise Pascal dijo que solo debemos creer a aquellos testigos que se dejen matar. Repito la frase y me digo que no debemos confiar solo en ellos, sino también en otros testigos que sean capaces de dejarlo todo, absolutamente todo.

      XI

      La renuncia activó la imaginación no solo de quien partía, también de quien se quedaba.

      Me lo ha contado mi padre varias veces. Salía con mi abuela de Cúllar Vega. En Granada se dirigían a la oficina de correos, en la calle Ángel Ganivet. Allí depositaban la carta que le habían escrito a mi abuelo. Entre las hojas que le enviaban había textos con caligrafía defectuosa y palabras de recuerdo. Añadían también una página con un dibujo de la mano de mi padre, siguiendo el perfil de sus dedos. El contorno de una mano que, carta a carta, iba aumentando. Esa era la forma de demostrarle que su hijo crecía. Así podía ser testigo ausente de su infancia.

      Cuando regresaban nuevamente al pueblo, mi padre se preguntaba qué hacía mi abuelo dentro de una oficina de correos. Por qué no podía comunicarse con él y salía a saludarle. Para qué necesitaba una carta si estaban tan cerca el uno del otro. Cuál era el perverso motivo por el que estaba encerrado en los almacenes de un edificio de Granada. Qué le había llevado hasta allí, entre paquetes ocultos, entre otros padres que también observaban a través de una minúscula rendija cómo sus hijos volvían a remontar la calle sin decir nada.

      Mi padre tenía cuatro años por aquel entonces. La misma edad en la que yo comenzaba a ser consciente de que nunca llegaría a conocer a mi abuelo.

      XII

      La cineasta chilena Cecilia Barriga comentó en una ocasión que, cuando se emigra, aparece la posibilidad de empezar a ser otra persona, como una oportunidad que te da la vida. A la tristeza del desarraigo se suman otros factores positivos. La expectación de lo nuevo o la alegría de comenzar una historia distinta. Algo que tiene que ver con la esperanza, con la ilusión que lleva aparejado todo cambio de rumbo.

      Sin embargo, si me detengo en mi abuelo o en los miles de emigrantes forzados a trabajar en otro lugar, no sé hasta qué punto vieron en todo aquello una oportunidad para emprender una vida distinta. La posibilidad de ser una nueva persona. Seguramente iniciaron un camino diferente y el hecho de comenzar en otra parte también pudo generarles algún tipo de optimismo. No obstante, es muy difícil tratar de ser otro sabiendo que no dejarás a la persona que siempre fuiste. En ocasiones, resulta imposible liberarse del pasado. Por eso, cuando pienso en ellos los veo como seres dobles, como sujetos partidos. Una mitad está en el lugar donde se encuentran, la otra aún permanece en el territorio del que han salido. Vuelvo a unas palabras de Sergio del Molino: «Estaban en una ciudad, pero paseaban por un pueblo».

      ¿Qué significó Bousbecque para mi abuelo? ¿Un pueblo en un país libre? ¿Un espacio fronterizo en el que podía transitar fácilmente? ¿Un punto de fuga? Quizás fue todo eso a la vez, o quizás significó otra cosa distinta. Tengo la sensación de que el desplazamiento, por pequeño que sea, implica un exilio. Aunque no haya razones estrictamente políticas en esa huida. Y, si bien se movían por motivos económicos, es inevitable pensar que disfrutaban de una libertad que no tenían en su país de origen, sumido en una dictadura inacabable.

      Esos cuerpos partidos se movían en dos extremos. Puedo imaginar lo que había a uno y otro lado, pero me es muy difícil adivinar lo que quedaba en medio.

      XIII

      ¿Encontraron lo que buscaban? Esa es la pregunta que suelo hacerme. No hablo únicamente de beneficios económicos, que en muchos casos sí se lograron. Estoy pensando en otra cosa.

      Lo que sí sé es que descubrieron algo que no pensaban encontrar. Una feliz o desafortunada serendipia. A veces ese azar jugó a su favor y en otras ocasiones actuó en su contra. Con el tiempo, trasformaron esas experiencias, las reinventaron. Cada uno explicaría a su manera lo que sucedió y, al hacerlo, pondría en marcha todos los mecanismos de la memoria.

      Después de un viaje interminable, en trenes de madera, hacinados o escondidos en furgonetas, mientras cruzaban los Pirineos

Скачать книгу