Los cuerpos partidos. Álex Chico

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Los cuerpos partidos - Álex Chico Candaya Narrativa

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de resolver, porque siempre es complicado nivelar los dos extremos de una balanza.

      El emigrante, también el exiliado, se mueve entre el ethos y el nomos, entre un conjunto de rasgos y modos de comportamiento que configuran su propia identidad y los códigos provisionales que adopta a través de nuevos hábitos y costumbres. Debían trasladarse entre uno y otro, desde un esquema fijo a un estado transitorio. Sus puntos de referencia quedaban cada vez más en el aire.

      En este sentido se produce un hecho paradójico: el que está condenado a la movilidad se ve abocado finalmente al encierro. Se le invita a replegarse sobre sí mismo, como una defensa ante las adversidades que va encontrando en el exterior. Así se construyen los guetos, las comunidades que, en un exceso de celo, resultan impenetrables. Recuerdo un fragmento de Richard Sennet que podría aplicarse a los emigrantes del siglo XX, aunque sus palabras vayan dirigidas a una época distinta, a la Venecia del Renacimiento: «Únicamente quienes eran oficialmente marginados estaban obligados a ocupar un lugar fijo».

      En el origen de ese aislamiento está el éxodo, la fuga. Sorprende esa antítesis: el destino de quien se abre al mundo se va trasformando en un progresivo aislamiento, como si, de repente, se encontrara sitiado por una frontera invisible. Al final, todo el universo recién conquistado le empuja al ensimismamiento, a la soledad compartida, al abandono entre iguales. Ahí se encuentra el verdadero tránsito, en el camino que busca abrir una nueva vida y se acaba convirtiendo en una simple actitud de resistencia.

      A veces los nuevos hábitos se nutren de reacciones. La identidad se va configurando a partir de respuestas, de modos de afrontar lo que nos rodea con tal de que nos duela un poco menos. En el caso de muchos emigrantes, el punto de partida fue la réplica a una injuria, a una ofensa. Fue el resultado de diversas humillaciones difíciles de combatir. No hablo solo de las palizas que sufrieron algunos de ellos o de la violencia que ocasionalmente encontraron entre los habitantes del país que los acogía. Me refiero a un tipo de maltrato más sutil, como una herida que costara cerrar completamente, aunque se apliquen en ella todos los apósitos del mundo.

      De eso me hablaba una emigrante extremeña hace un tiempo. Entre las experiencias que me explicó de su paso por Alemania, recuerda una especialmente: mientras paseaba por una ciudad, vio cómo varias mujeres se tapaban la nariz cuando se cruzaron con ella. A partir de ahí iniciaba su aislamiento, porque ese gesto era la constatación de que alguien la señalaba. Una advertencia concreta, casi insignificante, y sin embargo cargada de una potencia inmensa. Una agresión que la convertía en una persona distinta, relegada del centro hacia los márgenes. Como le sucedió a mi abuelo una tarde, después de un paseo en moto por París. En la calle Rivoli, se detuvieron para hacer alguna compra. Cuando volvieron, un policía se les acercó inmediatamente. Les pidió los papeles, su permiso de circulación y de residencia. Los ojeó sin demasiado interés y comenzó a redactar una multa. Preguntaron cuál era el motivo, pero apenas obtuvieron respuesta. Les señaló la moto, con la rueda delantera subida a un bordillo de la acera. No era el único vehículo mal estacionado. Había otras motos que ocupaban también un espacio peatonal, y sin embargo la suya era la única que iba a ser multada. El resto podía aparcar como les viniera en gana. Ellos no.

      Quisieron ocupar un espacio central, pero las circunstancias los desplazaron. Intentaron asimilarse, porque no se puede permanecer siempre en un lugar sin saberse de ese lugar, como escribió en una ocasión Francisco Candel. Aunque el precio que pagaran fuera una lenta despersonalización. Un no saber en qué territorio vivían realmente. Pere Calders estaba en lo cierto: o aceptas el lugar donde vas a parar con todas las consecuencias que el hecho entraña, o serás devorado inexorablemente por él.

      Vuelvo a unas palabras de Sennet: «Ser extranjero es vivir a disgusto fuera del país; nos referimos al inmigrante que siente el impacto de una cultura y se aferra a sí mismo, al exiliado que hiberna con indiferencia en una ciudad que apenas lo roza, al expatriado que pronto sueña con el retorno».

      XVII

      Un lugar en las afueras. Ese era el espacio que debían ocupar. Aunque estuvieran en el interior de un territorio, su sitio permanecía a mucha distancia. Construyeron un país nuevo a partir de quien no tenía nación alguna. Con habitantes doblemente golpeados, porque eran percibidos como una amenaza y, precisamente por eso, estaban siendo amenazados. Desde fuera, no eran simples trabajadores, sino seres de otro mundo que practicaban una lenta e imparable invasión, como si su verdadero cometido fuera borrar del mapa las costumbres del país al que habían emigrado y no como reconstructores de un lugar que no era el suyo. O no era suyo todavía, porque tendrían que pasar muchos años para que alguien acabara reconociendo sus nombres en las capas subterráneas de una ciudad, en el alzado de sus ruinas.

      Ese es el material del que se nutren los lugares. Ya deberíamos saber que una ciudad no es única, sino múltiple, y que está compuesta por tantos sedimentos que la sola idea de descifrarlos nos llevaría toda una vida. No hay una sola forma de narrar la ciudad, sino infinitas maneras de abordarla. La tierra que pisamos es un palimpsesto. Si escarbamos un poco, lograremos descifrar las huellas de los que pasaron por allí mucho antes que nosotros.

      Por eso a menudo suelo preguntarme qué queda de mi abuelo en Bousbecque o qué queda de él en Barcelona. Qué señales perduran de todos los que fueron hasta allí y, pasado el tiempo, regresaron al lugar desde el que partieron. Si serán recordados al cabo de los años o se convertirán en una evocación imprecisa, cada vez más difuminada a medida que nos vayamos alejando.

      Hago mía la sospecha que formulaba Luis Landero en El balcón de invierno: «los que nazcan dentro de veinte o treinta años no llegarán tampoco a saber nada de nosotros. No seremos ni siquiera fantasmas. Quizás ni siquiera un hombre flotando a la deriva de los tiempos».

      Apariciones que lentamente se evaporan. Tal vez eso. Solo eso.

      XVIII

      Reagruparse para sobrevivir: en los bares, en las barracas con otros españoles, en habitaciones minúsculas mientras pasaban la noche con algo de baile, bebida y guitarras. Así combatían el desarraigo, la soledad o la indefensión, y así nacía también una alegría distinta, la felicidad pesarosa de quien apenas tiene nada. Surgía la necesidad de compartir y de ayudarse, como si el frío y el hambre nos obligaran a recuperar una cierta solidaridad entre iguales.

      Las ciudades y los pueblos quedaban lejos. Aunque se encontraran a solo dos pasos, el centro permanecía a mucha distancia. Casi no había tiempo para disfrutar de esos nuevos emplazamientos, ni dinero que gastar mientras paseaban. Aún recuerdo una frase que me dijo una emigrante leonesa, mientras hablaba de sus años en Francia. París me vio a mí, dijo, pero yo no vi París en ningún momento. Algo muy similar a lo que escribió Aleksandr Solzhenitsin: «Moscú era una ciudad enorme, pero no había adónde ir».

      Entre tanto, la espera de las cartas, leídas en alto en los cafés. Muchos eran analfabetos y necesitaban ayuda de sus compañeros. En este punto, me viene a la memoria algo que escuché sobre mi abuelo. Era el único que sabía escribir entre el grupo de españoles de Bousbecque, por eso se encargaba de redactar algunas cartas. A menudo he pensado en esa escena, en las confidencias que fue trascribiendo, en el tono con el que fueron expresadas. Todo un universo al que él entraba casi por obligación, como un mensajero o un invitado de piedra. Solo escribir lo que otros decían.

      Ese hecho suele generarme varias dudas. ¿Escuchaba lo que le decían o simplemente se limitaba a seguir al pie de la letra lo que iba oyendo? ¿Intervino en esas cartas? ¿Ayudó a escribirlas? No me refiero a cumplir únicamente con su papel de emisario, sino a otra cosa distinta. Me pregunto si añadió frases o palabras, si terminó de dar forma a los mensajes que le dictaban, si su cooperación no se reducía a las

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