Los cuerpos partidos. Álex Chico

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Los cuerpos partidos - Álex Chico Candaya Narrativa

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de productos de toda clase. Eso es lo que generan ciertos lugares. Acarrean una sospecha detrás de ellos. Nos empujan a la desconfianza, como si todo lo que sucediera en sus calles llevara algún trazo enigmático. No he conocido ninguna frontera que no guarde un pasado turbio, un recuerdo inconfesable.

      Más tarde, como ya le conocían, cruzaba la aduana sin problema alguno. Hasta que llegaron las huelgas de Mayo del 68. La vigilancia se hizo más exhaustiva y Bélgica no se fiaba de la moneda francesa. Desde entonces, fue imposible transitar con facilidad de un pueblo a otro. Tampoco hacer trasferencias. Durante los primeros años ingresaba el dinero en una cartilla. Luego, con las restricciones, se vio obligado a buscar otros mecanismos para guardarlo. Lo más frecuente era un bolsillo que añadía al pantalón. Cuando depositaba todo el dinero en efectivo, volvía a coserlo. Hasta que llegaba a España y podía cambiarlo en el Banco Popular.

      XXII

      Fotografías, anécdotas, charlas con familiares o amigos, testimonios de primera y segunda mano… Así delimito una figura desdibujada. En otras ocasiones esa imagen adquiere una nitidez asombrosa y me da por pensar que ya conozco todo, que apenas hay flecos que se me hayan escapado. Pero entonces esa claridad se ensombrece y vuelve a sumirme en innumerables círculos de intriga. Son cuestiones que se van agolpando una tras otra. ¿Cuántas veces fue a París? ¿A quién conoció? ¿Qué espacios hemos compartido, en épocas distintas? ¿De quién heredó la bicicleta y a quién se la dejó cuando estaba de regreso en España? ¿Qué hizo durante los fines de semana, mientras cruzaba la frontera con el resto del grupo? ¿Cómo vivió las revueltas que originaron el Mayo del 68? ¿Qué queda de todo lo que habitó? ¿Es el mismo paisaje que me encontré tiempo después, cuando fui a visitarlo?

      Lo único que conservo son datos dispersos que provocan aún más cuestiones. Cuando pienso en esta historia y cuando admito por fin que se trata de una narración inconclusa, recuerdo un fragmento de Ryszard Kapuściński: «Hoy en día, ningún libro que gire en torno a la contemporaneidad puede ser otra cosa que un texto abierto. Tenemos que acostumbrarnos a la idea de que escribimos libros inacabados».

      Eso es lo que debo asumir ahora. Hacerme a la idea de que hay historias que jamás tendrán un final cerrado, porque nacen sin darnos cuenta y desaparecen sin que lo advirtamos. Son narraciones que nunca podrán completarse del todo. Están ahí, han sucedido y, sin percatarnos apenas, se van de nuestro lado. Por ese motivo no escribimos más que libros incompletos, segundas partes, epílogos que vamos añadiendo justo antes de dar por concluido algo que no tendrá ninguna conclusión. Porque cuanto más analizamos un suceso más nos queda por descubrir, como si entráramos en una ciudad sin nombre en la que siempre estuviéramos de paso.

      En eso consiste vivir: en dar inicio a historias y en recomenzar luego otras distintas. Consiste en atesorar experiencias con el riesgo de que se crucen entre ellas. Aunque las creamos olvidadas, pueden volverse y reclamar un protagonismo momentáneo. Al fin y al cabo, vivir no es más que acumular memoria. No es más que ir sumando recuerdos, aunque esos mismos recuerdos aún nos duelan.

      Tenía razón William Faulkner: el pasado no pasa nunca. Por eso es imposible detenerlo y por eso también no termina de cerrarse. Intentamos abarcarlo mientras lo narramos, pero siempre habrá algo que se nos escapa. Por muy cerca que estemos, logrará desviarse por algún lado.

      XXIII

      Esas historias abiertas dieron paso a todo tipo de lecturas. Dependiendo de quien fuera el interlocutor que lo explicara, la historia adquiría un matiz u otro. Al final un mismo suceso, narrado por dos voces distintas, solo compartía el punto de partida. A veces, ni eso siquiera. Todo lo que venía después no era más que un cúmulo de explicaciones dispares, tan lejos de la realidad que incluso hoy nos causan cierta vergüenza.

      Reviso el fondo de Radio Televisión Española y voy a uno de sus archivos, el que guarda todas las entregas del NO-DO, el aparato propagandístico del régimen de Franco. Veo algunos: el primero, emitido cuatro años después de que la guerra terminara; unos pocos más de la década del cuarenta, con especiales sobre Semana Santa, triunfantes inauguraciones de viviendas y desfiles de moda; y otros de décadas posteriores, con cacerías de patos en Alcudia, costureras de Madrid optando a premios del Teatro Real y cabras salvajes en los acantilados de Palma de Mallorca. Entre todos ellos, busco los noticiarios y documentales que se ocuparon de los emigrantes. Desde el inicio, el sesgo político es evidente: bajo una cortina de aceptación y festejos, la propaganda franquista escondió una realidad completamente opuesta a la que mostraban. Los emigrantes españoles dejaron de ser mulos de carga y se convirtieron en productores, o en operarios que gozaban «de justa fama por la eficacia y el pundonor que ponen siempre a sus empresas», según la voz en off que oímos mientras se suceden las imágenes. Los barracones donde se alojaban eran presentados como lugares de refugio, situados muy cerca de la fábrica para facilitarles el tránsito desde su casa hasta el trabajo. Sus residencias estaban perfectamente aclimatadas. La interacción entre los trabajadores españoles y los habitantes del pueblo que los acogía no generaba problema alguno. Todo lo contrario. Las palmadas y el cante andaluz eran muy bien recibidos entre alemanes, suizos y franceses. En las imágenes que podemos encontrar en los archivos del NO-DO, los autóctonos cantan al ritmo de las guitarras. Unos y otros se muestran alegres, inmersos en una especie de celebración perpetua.

      Daria Esteve resume perfectamente la intención que motivaba esas imágenes: intentaban reemplazar la miseria por la estética de la miseria. La prensa franquista realizó una operación cosmética y así es como quería presentársela a quienes no emigraron, con escenas de euforia en los bares alemanes o franceses, con fiestas en alguna Casa de España. También con el éxito de lo que el régimen llamó «Operación Patria», unos espectáculos folklóricos que la dictadura exportaba a los países del norte para amenizar de tarde en tarde a sus trabajadores en el extranjero. Vistos con el tiempo, esa operación patriótica de bailes regionales conserva un cierto punto patético, denigrante. Como si la miseria se pudieran borrar de un plumazo gracias a un paso de jota o de muñeira.

      Esa visión dulcificada perseguía otro fin más concreto: evitar que los emigrantes volvieran a España. En el fondo, que siguieran allí les suponía un magnífico negocio. Significaba un desempleado menos en su propio territorio, que además enviaba puntualmente divisas a su país desde el extranjero. Por eso no interesaba que regresaran. Por eso la propaganda y la felicidad aparente. Por eso el clima festivo y la euforia.

      Los emigrantes dejaban de ser peones y se convertían, por un momento, en alfiles del tablero.

      XXIV

      Una lectura similar, aunque con propósitos completamente distintos, se encuentra en una película francesa rodada muchos años después: Las chicas de la sexta planta.

      Llegué a ella por azar, en Granada. Pensaba estar un rato caminando y volver luego a casa, con las ideas algo más claras. Por entonces, trabajaba en una tesis doctoral sobre la relación entre el cine y la literatura en la primera mitad del siglo XX. Un trabajo que se quedó en nada, pero que me sirvió al menos para acercarme a un buen puñado de directores a los que aún vuelvo de tarde en tarde. Sobre todo a José Val del Omar y a unas pocas películas expresionistas alemanas.

      Sabemos cómo comienza todo paseo, pero no cómo acaba. Un tránsito breve siempre impone sus propios ritmos. En algunas ciudades ese azar se convierte en una norma, porque son lugares que ejercen sobre nosotros una fuerza casi magnética, con calles que nos desplazan a una nueva calle, o espacios interiores que nos llaman desde un punto y nos proponen que avancemos un poco a ciegas, dejándonos llevar de uno a otro lado.

      Granada es una de esas ciudades. Por eso aquella

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