Los cuerpos partidos. Álex Chico

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Los cuerpos partidos - Álex Chico Candaya Narrativa

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variado. Igual que sus futuros oficios: coser diez mil mangas al día o reconstruir ciudades arrasadas por la guerra, como les sucedió a los que llegaron a Núremberg. En medio, un enorme abanico de trabajos: chóferes, agricultores, vendedores ambulantes, mecánicos, criados, mulos de carga.

      Los oficios que desempeñaban no solo los situaron en un plano social. También los abocaban a una nueva escala moral: la que se destina a los trabajadores culpables. Preventivamente culpables. Muchos emigrantes que se empleaban en las fábricas eran cacheados cada vez que salían del trabajo. Se los vigilaba para asegurarse de que no robaban nada. Así los convertían en seres sospechosos, en personas sobre las que caía toda la suspicacia del mundo. Las reglas se invertían: eran presuntamente culpables hasta que los cacheos demostraran lo contrario. Un racismo sutil, casi imperceptible, como el que impone la desconfianza. No un racismo violento, sino una clase de xenofobia sibilina. Algo que les recordaba continuamente lo que eran. Inmigrantes perpetuos. Perdedores radicales.

      Sus habitaciones, en general, eran minúsculas, con varias literas en un mismo espacio y un armario metálico. En ocasiones, esas barracas donde se hospedaban habían sido, en otro tiempo, caballerizas, a las que habían añadido una cocina con hornillos. Las barracas solían dividirse en dos: una para hombres y otra para mujeres. La situación se complicaba aún más en algunos casos, sobre todo en aquellos matrimonios a los que se les obligaba a estar separados en dos pabellones distintos. No podían convivir juntos. Como los turnos no coincidían, sus encuentros no iban más allá de un breve espacio de tiempo, mientras entraban o salían de la fábrica. Eran citas de refilón, furtivas, apresuradas.

      Varios testimonios nos hablan de las duchas al aire libre, soportando temperaturas extremas, especialmente los que viajaron más al norte. Tan extremas que muchos recuerdan haber visto cómo explotaban botellas de leche congeladas. La temperatura podría alcanzar los treinta y cinco grados bajo cero. Por eso volvían rápido a sus habitaciones y se resguardaban en la cama, mientras intentaban zafarse del frío y esperaban, allí estirados, un nuevo día que nunca llegaba.

      XIV

      La imposibilidad del lenguaje. La frustración que genera no poder explicarte de manera fluida. La condena de la incomunicación. El cambio de hábitos que conlleva. Asumir esa pérdida como quien abandona una parte de sí mismo e intenta moldear una versión distinta de su propia existencia. Ser un hablante escindido. Reconocer, al fin, que la carencia de un idioma común lo modifica todo. Esa es la razón por la que el escritor ruso Dovlátov no quería marcharse a Nueva York: porque en un idioma ajeno perdemos el ochenta por ciento de nuestra personalidad. Somos incapaces de bromear, de ironizar, nos dice.

      Ser otro. Aprender a serlo. Obligarte. Al comienzo, con infinitivos. Así configuraban ese nuevo mundo, a través de formas no personales. Una lejanía que poco a poco trataba de aproximarse, añadiendo gerundios y frases hechas, interjecciones, participios. Sumando palabras recién adquiridas en universidades populares, en aulas de idiomas a las que acudían después del trabajo. A pesar del cansancio acumulado y de horas interminables en las fábricas y en el campo. Al fin y al cabo, muchos habían llegado a un pueblo que ni siquiera sabían pronunciar antes de la partida.

      Aprender consistía en luchar contra la torpeza y la ingenuidad. Consistía en recomponer piezas sueltas, unificarlas para que dejaran de ser agentes dobles. Consistía en no volver al supermercado sin saber qué compraban, si champú o detergente, si comida o pienso para animales. Y consistía también en no ceder a un nuevo carácter, como le ocurrió a una hermana de mi abuela materna. Después de meses de silencio en Francia, sin poder comunicarse apenas, se fue convirtiendo en una persona adusta, cada vez más hermética y reservada.

      Adquirir un nuevo idioma significará cambiar de nombre. Al hacerlo borrarán también su pasado. Se alejarán de él para desempeñar las funciones de alguien distinto. A veces bastaba con una simple traducción, o con un leve ajuste. Un cambio minúsculo que encerraba un mundo más amplio. El nuevo nombre les enseñaba a ser otra persona. Eran los mismos, pero se esforzaban en aparentar que habían cambiado, como si una variación de rutinas o de acentos los librara de toda la sospecha que habían ido acumulando a sus espaldas.

      Un lenguaje vivo, eso es lo que provocaron. Una mezcla de idiomas que convocaba, a partes iguales, pasado y futuro. En un presente incierto, en palabras recién adquiridas, adaptadas, en una lengua híbrida que asumía lo nuevo con una fonética antigua. Una forma de ser otro con las trazas aún visibles de lo que habían sido antes. Un lenguaje hecho a retazos, con palabras de aquí y de allá, con combinaciones inconexas y ensamblajes casi imposibles, con acento del sur y gramática extranjera. Así se construyen los nuevos idiomas de quien no tiene lengua alguna.

      Migración, emigración, inmigración. Migrantes, emigrantes, inmigrantes. Un glosario de términos para definir a un ser difuso. Para muchos simplemente eran bárbaros. En algunas lenguas, esa es la raíz de la palabra: un ser balbuceante, tartamudo, entrecortado.

      ¿Qué me viene a la memoria cuando pienso en la dimensión del lenguaje? Un hecho muy concreto. Una anécdota que, en cierta forma, lo resume todo. Me la explicó un día un amigo de mi abuelo, en Cúllar Vega. Cuando los emigrantes volvían de Francia, no solo cargaban con objetos pesados. También lo hacían con un idioma nuevo que trasmitían a sus hijos. Por eso en el pueblo los niños comenzaron a decir oh là là, oh là là, una fórmula que repetían continuamente, sin importarles demasiado que esas tres palabras no vinieran a cuento. Solo por el placer de decirlas, aunque no supieran exactamente qué significaban. Una expresión recién adquirida que les proporcionaba un cierto aire de elegancia y que, al pronunciarla, les permitía estar en otra parte.

      XV

      La imposibilidad del lenguaje tiene otro significado. Adopta una dimensión distinta. Sé quién es el interlocutor, el que profiere frases al aire, el que trata de dialogar con alguien que no existe.

      ¿Cómo sucede entonces la comunicación? ¿Con qué propósito, si al final te das cuenta de que lo único que haces es hablar para nadie? ¿Esperas que después de articular varias frases te responda, como una aparición momentánea que logres ver detrás de ti? ¿Por qué continúas con una labor abocada al fracaso? ¿Por qué no aceptas que es imposible entablar unas palabras con alguien que no está, que nunca estuvo? Lo mismo que te sucede con tu abuela en el salón de la residencia, cuando finges entender un idioma que no es el tuyo.

      Y sin embargo continúas con esa charla unidireccional. Con ese diálogo que solo a ti te concierne. Es una única voz que modula su tono según quien hable. Quien imaginas que hable. Porque eres solamente tú el que selecciona las palabras. El que completa las frases que has comenzado. Tú eres el que elige los temas. El que polemiza. El que interroga. Así piensas que detrás hay alguien, porque te has concentrado tanto en esa voz familiar que confías en que te escuche desde alguna parte. Confías en que te responda tarde o temprano.

      Cuando te enfrentas a ese diálogo con un ser ausente, descubres que el silencio es un discurso, la narración de un olvido. Quedarse callado impone sus propias normas y no hace falta decir nada más, porque todo se condensa en lo que ya no podrá ser dicho. Ahí estaba el verdadero lenguaje, en la imposibilidad de articularlo. En el espacio en blanco entre frase y frase. Y si decides mantener una conversación inútil, es porque piensas que los otros pueden hablar a través de ti, como si al imaginar lo que dirían lograras hacer que sus vidas no se borraran para siempre.

      XVI

      La interacción entre autóctonos y forasteros resulta muy compleja, escribió Magnus Enzensberger. En ella intervienen tanto la curiosidad como el servilismo, el rechazo y la humillación,

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