Ser varón en tiempos feministas. María Gabriela Córdoba
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Las preguntas que trata de responder este libro se ubican en la interdependencia generada entre los procesos macrosociales y culturales, las relaciones interpersonales, las subjetividades, la intimidad y los cuerpos de las personas. Se analizará la masculinidad desde un marco conceptual interdisciplinario –que incluye a los estudios de género, la sociología y el psicoanálisis intersubjetivo-, destacando que, aunque existe un estereotipo masculino social y hegemónico, cada varón presentará inevitables divergencias, por las resignificaciones y articulaciones producidas entre los distintos estratos del psiquismo y la cultura, junto con la incidencia de la ideología.
El libro está organizado en dos partes. La primera da cuenta del bagaje teórico necesario que permitirá luego el análisis de varones de entre 25-45 años de San Miguel de Tucumán. Así, hace un recorrido por los estudios de la mujer, los estudios de género, los queer y los estudios de varones y masculinidades para dar cuenta de la subjetividad, la sexualidad, las relaciones de pareja y la paternidad de los varones, sin dejar de pesquisar las prácticas que instituyen la masculinidad. Este primer apartado desemboca en el Capítulo 7, donde se presentan algunos aportes a los estudios de varones y masculinidades.
Finalmente, el segundo apartado del libro muestra los resultados de “Investigar las prácticas en masculinidades”, donde los conceptos previamente desarrollados se constituyen como una caja de herramientas que permiten analizar la realidad tucumana. Y finaliza con propuestas de algunas líneas posibles de trabajo con varones, bajo la firme convicción de que es necesario desarrollar estrategias grupales, sociales y políticas que contribuyan a la creación de nuevos modelos viriles, favorezcan nuevas prácticas de los varones y apoyen la promoción del cambio masculino.
1. El espacio macroestructural posee un carácter multidimensional que involucra lo político, social, económico, cultural, financiero y organizativo, y que se vuelve global gracias al desanclaje espacio-temporal, la celeridad excepcional de los cambios y las nuevas formas de estratificación social.
2. Las siglas LGTTBIQ+ hacen referencia al movimiento lésbico, gay, transexual, transgénero, bisexual, intersexual y queer. El signo de la suma, el +, simboliza a cualquier otra minoría que no se sienta suficientemente representada con lo expresado en la sigla.
Primera parte
Apartado conceptual
Capítulo 1
El enfoque de género
Para ordenar el análisis en torno al enfoque de género, me voy a referir a los estudios de mujeres, a los queer y a los estudios sobre varones y masculinidades, tres corrientes presentes al interior del campo de los estudios de género, que presentan una gran porosidad que, en ocasiones, permite el diálogo, mientras que en otras da lugar a asperezas y debates. Este será el contexto marco para el análisis de los aspectos sociales y subjetivos de la masculinidad.
De los estudios de la mujer a los estudios de género
Los estudios de género se encuentran íntimamente ligados en sus orígenes con el movimiento feminista de los años 60 y 70 del siglo XX (fundamentalmente, en Estados Unidos e Inglaterra) que objetó la apropiación masculina de la humanidad y la pretensión de los varones de trascender sus experiencias inmediatas a través de la razón, tratando a las mujeres como la encarnación de una alteridad misteriosa y complementaria. Así, este movimiento cuestionó asuntos que, hasta el momento, se mantenían velados (los roles, la organización familiar, el cuerpo, la sexualidad y las tareas domésticas) centrándolos en las experiencias de las mujeres. A partir de ello, los estudios de la mujer generaron materiales teóricos que explicitaron las desigualdades entre los sexos y develaron el androcentrismo científico. Esto dio lugar, a su vez, a una matriz consolidada de conocimientos críticos que disputaban el saber establecido y buscaban reivindicar y conquistar espacios en cuanto a la igualdad de derechos.
Ello significó una revalorización de los aportes de Simone de Beauvoir, quien sostenía que ser mujer es un proceso que se desarrolla en el ámbito de la cultura, en contraste con la idea de que la biología determina el devenir genérico de los cuerpos. Escribía así “No se nace mujer, se llega a serlo” (De Beauvoir, 1989/1949, p. 240), haciendo referencia a que era la civilización patriarcal la que definía a las mujeres en su posición de objeto.
Este saber se vinculó con una politización e historización del espacio privado, mostrando cómo la división sexual del trabajo, la socialización de los cuerpos y la interiorización de las jerarquías de género se valían de la diferencia sexual anatómica para naturalizar las prerrogativas sociales y culturales que se desprendían de ella. En todo este proceso, jugó un papel básico la distinción de los conceptos de sexo y género (1). Las feministas se encargaron de separarlos para dejar en claro que las características y los roles definidos como femeninos no eran fruto de la naturaleza, sino que se trataba de un proceso de construcción sociocultural aprendido, que se valía de la diferencia biológica para explicar tanto los papeles sociales distintos para hombres y mujeres, como la subordinación femenina bajo el dominio masculino. Sin embargo, el concepto de género no se originó en esta teoría: se tomó desde las ciencias de la salud, específicamente desde los desarrollos de Money y Stoller.
En el año 1952, el psicólogo y sexólogo John Money utilizó por primera vez el término género en sus estudios sobre hermafroditismo. En el hospital de la Universidad John Hopkins, de Estados Unidos, atendía a niños que tenían una “ambigüedad sexual” de nacimiento, es decir, en quienes no había una identidad sexual claramente identificable como “macho” o “hembra”, casos que hoy se denominan intersexuales. Money hablaba del poder modelador que la experiencia humana postnatal tiene sobre los montantes biológicos, y en sus investigaciones denominó “asignación de género” al factor que determina de forma prioritaria el sentido de masculinidad o de feminidad de cada sujeto, a partir de la creencia que los padres tenían acerca del sexo que correspondía a ese cuerpo que criaban. Ahora bien, más allá de todo lo cuestionable que tienen las intervenciones de Money (pues el tratamiento por él propuesto era la reasignación de género), lo que llamó la atención de algunas académicas fue el hecho de que los factores adquiridos socialmente predominaban por sobre las determinaciones innatas.
A ello se suman los aportes del psicoanalista norteamericano Robert Stoller, quien contrastó explícitamente sexo y género. Su tesis fundamental es que no existe dependencia biunívoca e inevitable entre géneros y sexos, y que, por el contrario, su desarrollo puede tomar vías independientes. Junto con Ralph Greenson creó el concepto de core gender identity (traducido al castellano como “núcleo de identidad de género”) para dar cuenta del sentimiento íntimo de saberse varón o mujer, que no es determinado por el sexo biológico sino por el hecho de haber vivido desde el nacimiento las experiencias, ritos y costumbres atribuidos a los hombres o a las mujeres, lo que resulta más importante que la carga genética, hormonal y biológica.
A partir de esta elaboración desde las ciencias de la salud, el uso de la categoría “gender” fue impulsado por el feminismo académico para mostrar que las características humanas consideradas como “femeninas” eran adquiridas por las mujeres mediante un complejo proceso individual y social, en lugar de derivarse “naturalmente” de su sexo. Esto rompía la supuesta relación de causalidad