Ser varón en tiempos feministas. María Gabriela Córdoba
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A partir de lo antes dicho, es posible sostener que “hacerse hombre” no es una esencia, sino un proceso que acompaña a la dotación genética de un macho; ser hombre es algo que se debe lograr, conquistar y merecer. Se distingue, entonces, una masculinidad social construida, que opera, según Badinter (1993) a partir de procesos de diferenciación, exclusión y negación de lo femenino. Ante todo, ser hombre es no ser mujer, por lo que múltiples prácticas, ritos y escenarios sociales están previstos para que el varón se “descontamine” de lo femenino. La heterosexualidad, además, es la prueba definitiva de que se es un hombre de verdad, y la consigna implícita para un hombre es tener una mujer para no ser mujer. Esto, naturalizado en las representaciones sociales, invisibiliza el hecho de que los imperativos de la masculinidad son construidos cultural e históricamente.
Los preceptos viriles a cumplir por parte de un hombre suponen que no debe tener nada de mujer, debe ser importante, debe “ser un hombre duro (…) capaz de mandar a todos al demonio” (Badinter, 1993, p. 77). La hombría se asocia a la agresividad y a la audacia, y se expresa a través de la fuerza y el coraje al enfrentarse a riesgos, empleando la violencia si es necesario. Todo esto apunta a que un varón sea resistente, autosuficiente, y que no posea ninguna de las características que la cultura tradicionalmente atribuye a las mujeres, pues la frontera de la masculinidad se sitúa en la mujer y en lo femenino. Si el varón transgrede, si atraviesa esa frontera, corre el riesgo de ser considerado como “abyecto”, es decir, como no perteneciente al mundo de los varones, y sufrir un trato inferior.
Es importante destacar que, aunque existen distintas vías para llegar a ser un hombre, la que garantiza una posición viril dominante es la masculinidad hegemónica (Connell, 1995), que supone la existencia de experiencias sociales que, mediante la presión, obligan a los hombres a adoptar ciertos modos de ser y de comportarse asociados al dominio y al poder. Pero solo un número muy reducido de hombres se corresponde con las formas exaltadas culturalmente de masculinidad hegemónica, mientras que la mayoría (los llamados “cómplices” por Connell) se beneficia indirectamente del dividendo patriarcal por el sostenimiento de ese modelo. Así como privilegia a ciertos hombres, la masculinidad hegemónica desestructura y excluye a otros, dando lugar a masculinidades subordinadas, donde se ubican otras variedades de masculinidad, que por sus características, que no coinciden con las del varón considerado “ideal”, son devaluadas. Todo esto convierte a la sociedad en un espacio estratificado mediante el género.
En nuestro país, este modelo hegemónico de masculinidad presenta al varón como esencialmente dominante, con imperativos que actúan como prescripciones de desempeño de género. Conocer el esfuerzo, la frustración, el dolor, haber conquistado y penetrado mujeres, hacer uso de la fuerza cuando sea necesario, ser aceptados como “hombres” por los otros varones que “ya lo son” y ser reconocidos como “hombres” por las mujeres son dos partes del complejo proceso de “hacerse macho”. Si bien hay variantes regionales dentro del país, la socialización de los varones se apoya aún en este modelo, que sirve de referente incluso a las formas alternativas o marginales de socialización masculina, y que es utilizado para discriminar y subordinar a las mujeres y a otros hombres que no se adaptan al mismo, lo que termina produciendo desigualdades inscriptas en la estructura misma de la sociedad (Córdoba, 2011).
Lamentablemente, en la noción de masculinidad hegemónica que transmite el patriarcado, el deseo de poder y control constituye una parte fundamental del proyecto de “ser hombre”. Tradicionalmente, la capacidad de un sujeto para dominar, censurar, reprimir, controlar o subordinar los actos, deseos y espacios del otro son interpretados como poder. Ello implica que el poder demanda obediencia y presupone que el dominador puede sancionar a quienes se resisten a él o no acatan sus exigencias y mandatos. Por ello, aunque muchos hombres son poderosos o tratan de serlo, hay algunos que, en tanto se encuentran subordinados a otros hombres o a alguna mujer, se consideran como desprovistos de poder.
Según Scott (2011), todas las relaciones de poder se caracterizan por un guion (script) dual. El “guion oficial” articula y legitima, a la vez que constriñe, a la posición superior y refuerza los mecanismos de control de los subordinados. La centralidad otorgada al modelo de masculinidad de tipo patriarcal funcionaría como este guion oficial que se pone en juego en las interacciones cotidianas entre dominantes y subordinados. Sin embargo, todos los guiones oficiales tienen sus contrapartes, que Scott denomina “guiones ocultos” (hidden transcripts), que son creados “detrás de bastidores” y expresan el disentimiento con las normas dominantes. Aunque difícilmente estos guiones se vuelvan de dominio público.
El acceso diferencial de los varones al poder y al control implicaría reconocer que existe una multiplicidad de masculinidades. Sin embargo, el modelo de masculinidad hegemónica solo permite una visión de lo masculino: el estereotipo de varón que ocupa una posición hegemónica en el sistema de relaciones de género y que se incorpora a las subjetividades de hombres y mujeres, guiando las prácticas sociales que apoyan su reproducción. Esto convierte en casi imposible la posibilidad de “poder explorar la tensión entre el poder que los hombres detentan en la sociedad y las formas en que se experimentan a sí mismos como individuos sin poder” (Seidler, 1995, p. 88).
Las desigualdades sufridas por los varones, al ser sujetos de referencia del sistema patriarcal, no son nombradas ni reconocidas como tales y dan lugar a un proceso de enajenación, en el que se confunden y entremezclan privilegios y diferencias biológicas, que explicaría el ejercicio desigual de derechos y su naturalización (Figueroa Perea, 2015). Resulta necesario, entonces, un trabajo de concientización para hacer evidente que la desigualdad no es natural y que, en tanto construcción, puede ser objeto de una posible intervención social, individual o grupal.
1. El concepto de habitus hace referencia a aquellas disposiciones a actuar, percibir, valorar, sentir y pensar de una cierta manera más que de otra; formas que han sido incorporadas por el individuo desde lo social en el curso de su historia y que se han encarnado de manera particular y durable en el cuerpo (Gutiérrez, 2002). Esto permite al agente contar con un modo de interpretar la realidad según las categorías aprendidas socialmente y actuar conforme a esa interpretación, lo que posibilita vivir en sociedad, interactuar y relacionarse con otros.
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