Ser varón en tiempos feministas. María Gabriela Córdoba

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Ser varón en tiempos feministas - María Gabriela Córdoba Conjunciones

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por la biología) se haya convertido, con el paso del tiempo, en una estructura impuesta por la cultura.

      El patriarcado como dispositivo de regulación social

      El patriarcado es redefinido en la Modernidad por la necesidad de sostener la subordinación femenina, imposibilitada de seguir siendo legitimada mediante argumentos teológicos frente a los derechos de libertad, igualdad y fraternidad defendidos por la Revolución Francesa. Para impedir que las mujeres alcanzasen los mismos derechos que los varones, sin dejar de defender las ideas de la Ilustración, Rousseau desarrolló la teoría de la polaridad o la complementariedad sexual, que enfatizaba la creencia en una naturaleza o un “carácter sexual” masculino o femenino construido a partir de una combinación de características biológicas y psicológicas, y conformaba la esencia común de todos los varones por un lado y de todas las mujeres, por otro, mientras que anteriormente dichas definiciones habían estado asociadas al estamento social correspondiente, y no al género.

      En una reconstrucción hipotética del origen de la especie, Rousseau (1762) presenta la división sexual del trabajo como un hecho espontáneo, naturalizándola y separándola del territorio de lo culturalmente construido. Y en tanto el contrato social exige una dedicación completa por parte de los ciudadanos varones al ámbito público, todas las demás funciones necesarias para la subsistencia deberán ser desempeñadas por las mujeres. Los derechos serán restringidos para ellas, a veces en nombre de la tradición o de la oportunidad política y otras veces valiéndose de lo ontológico: será “la naturaleza femenina” lo que colocará a las mujeres en una posición de subordinación en todas las relaciones sociales y en una esfera separada de la sociedad civil y el estado (Cobo, 1995). Esto saca a la luz el sesgo androcéntrico de la teoría de Rousseau.

      Asimismo, de la mano de la Modernidad, la sexualidad se convierte en un dispositivo de regulación social. Y aunque anteriormente la sociedad mantenía una tolerante familiaridad con lo ilícito, con códigos muy laxos que daban lugar a gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, la revolución burguesa de fines del siglo XVIII confisca y encierra a la sexualidad, absorbiéndola “en la seriedad de la función reproductora, dentro de las noches monótonas de la burguesía victoriana” (Foucault, 2003, p. 36).

      Con la división sexual del trabajo, el sistema victoriano de normas morales instituye elementos diferenciales para hombres y mujeres: las reglas morales se caracterizan por ser extremadamente rígidas y coercitivas para las mujeres, sometiéndolas por entero al hombre, privándolas de toda libertad sexual y social, del disfrute del placer –en tanto son consideradas objetos de deseo, no sujetos– y restringiendo sus funciones al hogar. Por su parte, las pautas morales establecidas para el hombre son muy flexibles, permisivas, consecuentes con su nueva condición de rey del espacio público, vedado a partir de entonces al sexo femenino. El amor romántico y la fidelidad solo son esperables de las mujeres, mientras que los varones gozan de la posibilidad de tener dobles vínculos.

      La pareja legítima y procreadora se impone como modelo para constituir una familia nuclear, formada por una pareja conyugal monogámica y heterosexual unida legalmente y sus hijos. Y en el corazón de cada hogar existirá un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y fecunda: la alcoba de los padres. El resto no tiene más que esfumarse, pues si insiste y se muestra demasiado, vira a lo anormal: recibirá la condición de tal y deberá padecer las correspondientes sanciones.

      Ahora bien, el sexo se reprime porque es incompatible con la nueva moral social: la ética del trabajo. Asimismo, el surgimiento de la propiedad privada moderna trae aparejados el control y la limitación de la sexualidad femenina fuera del matrimonio por parte del varón, con el fin de asegurarse la legitimidad de su progenie y legar así la herencia de sus bienes a sus descendientes por vía directa. Esta situación, desde el punto de vista de Engels (1884), condiciona el predominio masculino universal y la trasformación de la sociedad en una organización patriarcal. La propiedad privada operó como una especie de grieta por la que se filtró el dominio masculino, dando lugar a la patrilinealidad y aboliendo el derecho materno, cambio aceptado por las mujeres para beneficiar a sus hijos con la herencia.

      La división sexual del trabajo y la existencia de una esfera productiva y masculina y otra reproductiva y femenina –que deriva en una disímil valoración cultural y simbólica– facilita la reproducción del sistema patriarcal, a la vez que dificulta aún su desactivación, al erigir un poder androcéntrico de largo alcance en la constitución de la subjetividad, tanto de varones como de mujeres.

      Contribuciones de la teoría feminista y de los estudios de varones y masculinidades

      El concepto de patriarcado es retomado en la década del 70 para desnaturalizar y deslegitimar la dominación masculina y mostrar el carácter jerárquico de los vínculos. En un principio, los análisis apuntaron a entender la opresión de las mujeres como efecto de la explotación económica y del déficit de derechos fundamentales, para luego dar paso a la sexualidad como otro de los núcleos de dominación patriarcal, en tanto existe un pacto entre varones para disponer del cuerpo de las mujeres (Millet, 1975; Pateman, 1988). La familia fue entendida como una de las instituciones cruciales en las que se desarrolla la dominación masculina (Firestone, 1976), ya que se inscriben allí todas las poderosas instancias de hegemonía de los varones sobre las mujeres.

      Jónasdóttir (1993) afirma que, al apropiarse los varones de los poderes de cuidado y amor de las mujeres sin devolver equitativamente aquello que han recibido, están reproduciendo el patriarcado, ya que esa plusvalía extraída de las mujeres es utilizada por ellos para ejercer un control genérico: el poder masculino colectivo y estructurado como autoridad. Así, enfatiza el carácter asimétrico de las jerarquías sociales basadas en el sexo. Para ello, los varones se agrupan, constituyendo una fratría masculina, un grupo juramentado que se percibe a sí mismo como condición necesaria para ejercer el control y mantener la identidad, los intereses y los objetivos de sus miembros en tanto dominadores (Amorós, 1991). Es importante destacar que el dominio masculino no es ejercido por todos los varones con similar intensidad. Sin embargo, existe un rédito obtenido por el solo hecho de pertenecer a ese género, aunque el varón no logre desempeñarse al modo hegemónico dominante.

      A partir de los años 80, algunos varones realizan ciertos aportes críticos acerca del sistema patriarcal. Marqués (1997) destaca que, a pesar de que el patriarcado es también dañino para los varones, estos no contribuyen a su erradicación por miedo a la disidencia, lo que llevaría a los hombres a aparentar que cumplen con el conjunto de atributos de la masculinidad tradicional, a pesar de no estar de acuerdo con ellos. Paradójicamente, esto contribuye al sostenimiento y a la validación del patriarcado.

      Connell (2005) concibe a la masculinidad como un factor constitutivo de la inequidad social contemporánea, y considera que el colectivo masculino disfruta de un dividendo patriarcal que surge a partir de las remuneraciones más elevadas, la mayor participación en la fuerza de trabajo, la desigual tenencia de propiedades y el mayor acceso al poder institucional por parte de los varones, a lo que se agregan sus privilegios culturales y sexuales. Estas son condiciones que producen una masculinidad hegemónica en gran escala, es decir, una forma dominante de masculinidad que encarna, legitima y organiza la dominación masculina en el orden genérico global, con la contracara de la subordinación femenina.

      Formatos posmodernos del patriarcado

      La noción de patriarcado suscita aún profusos debates. Una parte del feminismo de la diferencia sostiene que el patriarcado murió porque las mujeres se desvincularon simbólicamente de él. Incluso considera que la estructura patriarcal ha cambiado tan profundamente que “hoy en día, los papeles tradicionales vinculados con la casa y sus habitantes ya no tienen el antiguo poder constrictivo sobre las vidas de las mujeres y ya no constituyen barreras frente al trabajo remunerado” (Sottosopra/Librería de Mujeres de Milán, 1996, p. 12). El problema de este planteo es la negación de un contexto

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