Ser varón en tiempos feministas. María Gabriela Córdoba

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Ser varón en tiempos feministas - María Gabriela Córdoba Conjunciones

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operaciones de diferenciación en los infantes que tienden a acentuar en cada uno de ellxs los signos sexuales exteriores –en conformidad con la definición social que se hace de ellos–, así como también a estimular prácticas adecuadas para su género, a la vez que se impiden o dificultan los comportamientos considerados inadecuados para el desempeño del rol genérico. Desde edades muy tempranas, la persona va aprendiendo cuál es la conducta apropiada asociada a su sexo, según las prescripciones culturales diferenciales de socialización. Así, su trayectoria social estará determinada por representaciones, normas y expectativas de género socialmente legitimadas y naturalizadas, que aportan un conjunto de elementos, tendencias y estilos conductuales asociados a la feminidad o a la masculinidad, de los que los sujetos se valen para expresar su género.

      El self –el sí mismo– desarrolla así una identidad vinculada de manera permanente al modelo de tipificación –masculino o femenino– organizado desde lo social, pero con una singular forma de estar en su propio cuerpo. Esto significa que, aunque el sistema de representaciones sociales otorga o impone una serie de determinaciones de género, a posteriori estas deberán ser ratificadas o reformuladas singularmente por el sujeto, como efecto contingente de la conjunción de las representaciones sociales de la diferencia sexual y de la particular manera en que este las vuelve propias, en la interacción con los otros significativos de su historia. Se trata de un proceso que no será lineal ni único, que implica un modo de subjetivación, es decir, una relación entre las representaciones sociales que la sociedad instituye para la conformación de sujetos, y las maneras en las que cada sujeto constituirá su singularidad, lo que determinará luego en él la organización de su identidad, el tipo de elección de objeto y de sexualidad y deseo erótico.

      Dio Bleichmar (2005) entiende al género como una categoría compleja y con múltiples articulaciones, que supone tres instancias básicas: la asignación de género, el rol de género y la identidad de género.

      – La asignación de género se refiere a la atribución genérica que los adultos realizan ante el cuerpo del recién nacido. Se trataría de un proceso intersubjetivo complejo y multifocal de modelado parental, donde los adultos codifican ese cuerpo mediante la transmisión de representaciones conscientes e inconscientes dimórficas –es decir, masculinas y femeninas–, en las que se pondrán en juego significados ya existentes en la cultura, que se constituirán como materia prima para esa subjetividad incipiente: los colores celeste y rosa de la cuna y la ropa del bebé, el uso de pronombres y el universo de conductas diferentes que le serán transmitidas.

      – El rol de género se forma con el conjunto de normas y prescripciones que la sociedad y la cultura dictan sobre el comportamiento en clave de género. Aunque hay variantes de acuerdo con la cultura, la clase social y el grupo étnico de las personas, se puede sostener una segmentación básica que corresponde a la división sexual del trabajo. La dicotomía masculino-femenino establece estereotipos que condicionan y limitan las potencialidades humanas, al estimular o reprimir los comportamientos en función de su adecuación al género. La socialización diferencial por género considera que niños y niñas son, por “naturaleza”, distintos, y están llamados a desempeñar papeles también diferentes en su vida adulta. Así, los agentes socializadores (el sistema educativo, la familia, los medios de comunicación, la religión, etc.) tienden a fomentar aprendizajes y habilidades diferenciados a partir de asociaciones tradicionales que vinculan la masculinidad con el poder, la racionalidad y la producción de la vida social pública, mientras que la feminidad es vinculada con la pasividad, la dependencia, la obediencia, el cuidado y la afectividad.

      – La identidad de género supone un sentimiento íntimo que se instituye en el psiquismo, sentimiento “estructurado por identificación al igual y complementación con el diferente, proceso a su vez circular, del niño con sus padres y familiares, y de estos hacia el niño” (Dio Bleichmar, 2005, p. 286). Este se establece alrededor de los dos o tres primeros años de vida y es anterior al conocimiento infantil de la diferencia anatómica entre los sexos. Por ende, es previo al conflicto edípico, por lo que la identidad de género antecede a la sexualidad y se encuentra atravesada por lo social. Sin embargo, resulta importante aclarar que la identificación con el género asignado no es homogénea, debido tanto a los factores inconscientes transmitidos a través de los mensajes enigmáticos de padres o cuidadores, como a otros factores, propios de cada subjetividad. Sobre este proceso se ahondará en los próximos capítulos.

      Ahora bien, si la subjetividad humana se construye en un proceso estrechamente ligado al sistema sexo-género, ¿qué resultado se obtendrá en relación con un sistema simbólico que no es neutro, ya que significantes, instituciones y representaciones perpetúan jerarquías androcéntricas y patriarcales? El sistema sexo-género continúa ofreciendo hoy categorías enraizadas en la tradición patriarcal, aunque aparecen como supuestamente objetivas. La visión androcéntrica se impone como neutra, y al hacerse carne en el cuerpo, logra que las jerarquías sociales se naturalicen y se perciban como inamovibles, organizando a la sociedad en su conjunto, la división de tareas y los papeles sociales, resignificando la diferencia sexual anatómica mediante una trama de interpretación cultural, histórica, política, económica y simbólica de esas diferencias en clave patriarcal.

      1. Años más tarde, Rubin (1989), en su ensayo Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad, corrigió su supuesto inicial acerca de que existiría una sexualidad “cruda”, adhiriendo así a las posturas que consideran que existe una construcción cultural del sexo.

      2. En el proceso de objetivación, los significados se condensan y permiten que el sujeto pueda acceder a los conocimientos de su entorno para su práctica cotidiana, fundamentalmente a través del lenguaje.

      La masculinidad hegemónica en el sistema social patriarcal

      Orígenes de la estructura patriarcal

      Según Gerda Lerner (1990), en tanto sistema histórico, el patriarcado se inicia en la Antigua Mesopotamia, donde los hombres se apropiaron de la capacidad sexual y reproductiva de las mujeres de la población, lo que se constituyó como modelo para instaurar la dominación y la jerarquía sobre otros pueblos. Asimismo, la cooperación de las mujeres con el sistema se aseguraba mediante la fuerza, a través de su dependencia económica del varón y de la división artificial entre mujeres respetables (bajo la tutela de un varón padre o marido) y no respetables, a disposición de toda la fratría.

      Pero lo que finalmente consolida al patriarcado se relaciona con dos construcciones metafóricas que naturalizan la subordinación femenina. La primera de ellas tiene que ver con la devaluación simbólica de las mujeres en relación con lo divino, a partir del contrato entre Dios y Moisés, que las excluye de la alianza celestial y de la comunidad terrenal y establece que el único modo de acceder a Dios y a la comunidad santa es a través del rol materno. La filosofía aristotélica, a su vez, dará por sentado que las mujeres son seres humanos incompletos y defectuosos, de un orden totalmente distinto al de los hombres. Estas dos construcciones metafóricas se arraigan en los sistemas simbólicos de la sociedad con un peso tal, que institucionalizan el dominio masculino sobre las mujeres y niños/as, tornando invisible a lo femenino.

      De este modo, el patriarcado se instituye como un sistema de organización social en el que los puestos clave de poder político, económico, religioso y militar se encuentran de modo exclusivo o mayoritariamente en manos de varones. Levi-Strauss (1949) sostiene que los hombres, a través de intercambios matrimoniales, utilizan a las mujeres como mediadoras simbólicas y objetos transaccionales de sus pactos. Meillassoux (1975) y Aaby (1977) agregan que la “confiscación” o apropiación del trabajo reproductor de las mujeres sería la primera propiedad privada, lo que marcaría el inicio de la subordinación de ellas y del dominio masculino como fenómeno histórico. Más allá de si la propiedad

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