Ser varón en tiempos feministas. María Gabriela Córdoba

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Ser varón en tiempos feministas - María Gabriela Córdoba Conjunciones

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diferencias: en trabajos similares, las mujeres reciben una paga menor.

      Para Castells (1996) existe una crisis actual del patriarcado, inducida por la interacción entre el capitalismo y los movimientos sociales feministas y de identidad sexual, que se manifiesta en el decaimiento de la familia patriarcal y en la diversidad creciente de formas de asociación de la gente para compartir la vida y criar a sus hijos. Y considera que, sin la familia tradicional, este quedaría desenmascarado como una dominación arbitraria y acabaría siendo derrocado.

      Si bien la familia nuclear que ha dado andamiaje al androcentrismo se encuentra en crisis, ello no es motivo suficiente para sostener la desaparición del patriarcado. En realidad, las profundas transformaciones sociales que menciona Castells han dado lugar a que este deba tomar formas más sutiles para mantener el ejercicio de su poder. Por ello, lo que se ha producido es una recomposición del sistema patriarcal, de la mano del capitalismo neoliberal, por lo que ha adquirido nuevas formas y se afianzó en su estructura social, política y económica mediante el dominio masculino.

      La ideología patriarcal invisibiliza sus condiciones de producción y eso hace que no sea tan evidente su modus operandi. Puleo (2003) identifica dos formas de manifestación del patriarcado: de consenso y de coerción. Las mismas han existido a lo largo de la historia y coexisten en la actualidad de manera más o menos velada.

      El patriarcado de coerción se hace visible por su recurso frecuente a la fuerza y a sus formas más o menos explícitas de imposición y subordinación. Mantiene unas normas muy rígidas en cuanto a los papeles de mujeres y hombres, y desobedecerlas puede acarrear incluso la muerte. El patriarcado de consenso, en cambio, se sostiene en el entramado sutil e invisible de los procesos de socialización diferencial por género, es decir, en los mecanismos cosustanciales a la producción misma de subjetividad. Aquí la coerción dejó su lugar central a la incitación, debido al dispositivo de la sexualidad y del poder moderno que aún persiste. Así, será el propio sujeto el que buscará cumplir el mandato, en este caso, a través de su adecuación a las imágenes de la feminidad o de la masculinidad normativa contemporánea. Incluso, desde la tríada del mundo de la creación, los medios de comunicación y el consumo de masas, la reproducción de los valores patriarcales continúa. La industria de la publicidad y la del fútbol, por citar solo un par de ejemplos, son espacios donde se visibiliza con mayor claridad la ideología patriarcal, en ocasiones de modo burdo y, en otras, de manera más “reciclada”, para disimular así su condición de representaciones hegemónicas patriarcales.

      El patriarcado, entonces, no es una esencia, sino un sistema metaestable de dominación ejercido por individuos que, al mismo tiempo, son moldeados por este sistema. Su forma se adapta a los distintos tiempos históricos de organización económica y social, y preserva, en mayor o menor medida, su carácter de sistema de ejercicio del poder y de distribución del reconocimiento entre los pares varones (Amorós, 2005). Esto ha sido posible gracias a la justificación que la dominación masculina recibió desde los inicios de nuestra cultura, legitimados mediante una estructuración dual del pensamiento, de modo que cada componente de ese sistema bivalente tiene su opuesto, estableciéndose una jerarquización entre las partes.

      La cultura patriarcal tiende a equiparar lo diferente (ya sea la diferencia de género, etnia, clase, ilustración, religión, opción sexual) con lo particular, lo periférico, lo deficiente, lo desviado (frente a la norma, lo universal y central), originando relaciones de poder. La lógica binaria y patriarcal aplicada al par hombre/mujer justifica una concepción asimétrica, donde los varones son considerados como jerárquicamente superiores, mientras que las mujeres son conceptualizadas como inferiores, como identidades subalternas. Ello da lugar a que el patriarcado sea identificado como una realidad donde los varones han usurpado lo universal sistemáticamente y de modo fraudulento, detentando de ese modo el poder. Si el patriarcado se erige en el campo simbólico como una estructura que fija los símbolos que subyacen a las múltiples organizaciones familiares y uniones conyugales, entonces resulta necesario investigar las representaciones, las ideologías, los discursos y las prácticas elaboradas social y culturalmente.

      La dominación como soporte de la masculinidad hegemónica

      El dominio masculino supone un poder patriarcal y jerárquico que todos los miembros de la sociedad aceptan por consenso, donde un grupo de personas (los varones) toma el control sobre otro (las mujeres). Kate Millett (1975) mostró cómo las relaciones entre los géneros tienen una dimensión política, estructurada de acuerdo con el poder androcéntrico, encubierto tras la mistificación de la sexualidad y el amor, que condiciona los roles y sus estatus bajo el consenso de la dominación masculina. Ahora bien, si este consenso no es aceptado, el apoyo de la fuerza viene en auxilio del poder patriarcal y, mediante la intimidación constante, se logra el control y la dominación. El poder masculino está institucionalizado y apela a la violencia cuando es necesario.

      Lo masculino emerge, así, como la instancia dominante que condensaría las cualidades asociadas a lo universal, al saber y al poder, mientras que lo femenino se convierte en ausente, oposición binaria donde descansan las identidades de género, profundamente entretejidas con los significados culturales y las exigencias contextuales.

      En este sentido, Bonino Méndez considera que existe un conjunto de prácticas normativas en relación con lo que define como hombre a un sujeto. Se trataría de un “corpus construido socio-históricamente, de producción ideológica, resultante de los procesos de organización social de las relaciones mujer/hombre a partir de la cultura de la dominación y la jerarquización masculina” (Bonino Méndez, 2002, p. 9). El patriarcado constituyó una imagen masculina caracterizada por una virilidad fuerte, inflexiblemente segura, exclusivamente racional, con la que la debilidad, el miedo, la sensibilidad emocional y la empatía no son compatibles pues, en la masculinidad que este modelo fomenta, todos estos últimos rasgos se consideran implícitamente femeninos y, por lo tanto, degradantes. Para un varón, transgredir cualquiera de sus preceptos sociales puede suponer poner en duda su masculinidad y dar lugar a que sea tratado como afeminado, con la inferioridad que ello conlleva.

      Esto implica la existencia de un modelo normativo y hegemónico de la masculinidad, con un enorme poder configurador, caracterizado por el dominio y el control (de sí y de lo otro) y la lógica dicotómica del todo/nada (Bonino Méndez, 1998). Este modelo se fundamenta en la provisión, la protección y la potencia sexual y reproductiva, e implica un conjunto de representaciones sociales preexistentes que exigen e imponen a los hombres ser personas importantes, activas, autónomas, fuertes, potentes, racionales, proveedoras, emocionalmente controladas y heterosexuales, que se constituyen como una especie de molde para la identificación genérica masculina, en tanto organizadores privilegiados de una subjetividad diferenciada.

      La cultura androcéntrica y patriarcal construyó normativas que regulan y reglamentan rígidamente las manifestaciones genéricas del varón en todas las áreas de la vida, a la vez que reprimen y sancionan cualquier expresión que se aparte de ellas.

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