Juntos. Raimon Samsó

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Juntos - Raimon Samsó

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cada persona ha de encontrarse a sí misma para brindarse al otro como una ofrenda. Pulir las aristas y rugosidades para que encajar sea fácil. Lavar las sombras y los temores para que no eclipsen las infinitas posibilidades del vínculo. Dejar atrás el «yo» para que brille el «nosotros». Ése es un camino solitario. Pero a menudo encontramos a nuestra alma gemela mientras nos estamos preguntando quién somos.

      Ante la lectora/el lector se abre un camino que yo tuve la suerte de vivir al lado de quien lo anduvo. Codo a codo. No como pareja ni como amante, sino como amiga del alma –otra forma de gemelaridad destinada– y como afortunada comadrona del parto de un libro que puede abrir, más que sus ojos, sus almas.

      Les recomiendo que busquen Dos Almas Gemelas para que puedan observar la evolución, la creciente entrega y la experiencia ganada que el autor ha plasmado en cada página para que ustedes dispongan de ellas como un mapa o brújula emocional. Sepan que no están leyendo un libro cualquiera. Para que puedan disfrutarlo, para que les alcance el alma en el puro centro y sientan lo mismo, su autor eligió caminos difíciles, lloró y se dejó poseer por el asombro de la soledad.

      Lean cada palabra como un regalo de amor. Es el deseo del autor, de los protagonistas y también el mío. Que tras pasar la última página reconozcan su propia historia y sepan transmitirla para poner a salvo la esperanza de quienes aún aguardan su alma gemela.

      Paz Puente Green, escritora

      Capítulo 1

      La primera vez que vi el cuadro fue en una galería de arte de Santa Mónica, California. El óleo reproducía un salto de agua sobre una laguna. La mujer que contemplaba el lienzo, con expresión ausente, llamó mi atención. Un instante después, nuestras miradas se cruzaron, una, dos veces. Quedé atrapado por una sensación de infinita nostalgia. ¿Me enamoré en aquel mismo momento? Presentí que desde mucho antes. No sé desde cuanto antes; tal vez, desde el principio del mundo. Y por el efecto dominó, cada instante desde entonces.

      Parecíamos dos extraños que albergaban el secreto deseo de dejar de serlo cuanto antes. Por fin, me atreví a abordarla y establecimos una conversación trivial. Sin mirarnos apenas, como hacen dos desconocidos. Mi corazón latía tan fuerte que creí que podía escucharse en toda la sala. Aun con su fragilidad, aquel momento me pareció perfecto.

      —La gradación del agua es acertada, pero carece de profundidad. ¿No te parece?

      —Hace mucho tiempo soñé con un paisaje parecido; pero hasta hoy, al verlo plasmado, no he comprendido la escasez de matices de mi imaginación.

      —¿Te gusta el cuadro? –le pregunté.

      —Sí. Y por una razón especial.

      —¿Y esa razón puede saberse?

      En ese momento se volvió hacia mí y el mundo se detuvo. Y entonces sentí como si una larga espera, llena de siglos, hubiese llegado a su fin.

      No me confesó cuál era esa razón especial acerca del cuadro; pero sí supe su nombre.

      —Me llamo Jodie Wright –se presentó.

      —Víctor Bruguera. Encantado.

      Treinta y pocos, esbelta, atractiva. Destacaban sus labios en forma de corazón y sus ojos de color miel. Llevaba el pelo revuelto –ni corto ni largo– y su rostro sin maquillar se iluminaba al sonreír y marcaba unos discretos hoyuelos sobre las comisuras de sus labios. Vestía unos tejanos desgastados y una camiseta blanca, ajustada.

      Nos estrechamos la mano. Cautivado por la cálida expresión de sus ojos, la retuve más de lo prudente. Quizá la incomodé; o tal vez no, pues sonrió. Al advertir mi torpeza, me ruboricé.

      Terminamos el recorrido de la exposición juntos. Yo soy pintor y me gusta hablar de pintura. Ella se mostró interesada por mis comentarios sobre cada tela. Poco después, nos despedimos en la calle. Mis ojos la siguieron unos instantes; la vi perderse entre la multitud sin saber más que su nombre.

      A partir de aquel día frecuenté la galería y algunos cafés cercanos de Promenade Avenue. Una zona muy vital de Santa Mónica: muchas galerías, mucho diseño. Me sentaba en el café, frente a la sala de arte y me leía y releía los periódicos. Volví, al día siguiente y al otro y al otro… Albergaba la esperanza de verla de nuevo. Días después, el cuadro fue retirado por un comprador anónimo.

      Poseído por la desesperanza, desistí.

      Jamás podría imaginar que el destino, trenzando casualidades, me llevaría de nuevo hasta esa pintura. Semanas más tarde descubrí el lienzo en la pared de un restaurante llamado Sea Palms. Una coincidencia que no era tal. Hoy ya no creo en las casualidades; pero entonces sí creía. Aquel cuadro ejerció como el mapa de un tesoro, la guía de un fascinante viaje interior.

      La fortuna de ese hallazgo hizo que, en medio de una ciudad de millones y millones de personas, volviéramos a encontrarnos frente a ese cuadro. Ella, Jodie, fue quien lo compró. Pronto iniciamos una relación. Si bien en ocasiones se mostró en exceso reservada, yo sé que me amó. No como yo quería; aunque eso no significa que no me amara con todo su corazón. Nunca me confesó lo que la atormentaba.

      La última vez, ella volaba a San Diego para resolver unos asuntos relacionados con su trabajo. Nos despedimos en el aeropuerto internacional de Los Ángeles. Aquella separación debía prolongarse tan sólo unos días; sin embargo, presentí que no iba a ser así.

      —Cuídate basurita. ¿Lo harás por mí? –preguntó sujetándome por las solapas de mi chaqueta mirándome a los ojos. Esa mirada sostenía un interrogante que aún hoy me persigue. Su viaje a San Diego iba a ser cuestión de unos días nada más. Asuntos de trabajo; aunque el corazón me dolía como si fuese por una eternidad.

      —¿Sabes, Víctor? –continuó–, aquella noche en Carmel, me moría de amor por ti, pero… Sé que un día tú y yo nos separaremos. Lo sé. Tú volverás a Barcelona y yo regresaré a Boston y eso tarde o temprano nos partiría el corazón como un hacha parte un tronco en dos.

      Protesté. Quise decirle que nada, nada en este mundo, nos separaría. Me hizo callar poniendo su dedo índice sobre mis labios. Fue lo último que dijo:

      —Te quiero, Víctor.

      El mundo se desmoronó cuando Jodie se desvaneció en el aire como si nunca hubiese existido. Intenté localizarla sin éxito. Después de unos meses, una mañana empaqué mis cosas y me subí a un avión: regresé a Barcelona.

      Me preguntaba si, tras la muerte de mi esposa Clara, primero, y el abandono de Jodie después, mi vida consistiría en vivir la soledad más grande del mundo. El recuerdo de Clara se había convertido en una pequeña muerte dentro de mí. Un duelo que se apreciaba en mis ojos, en todo lo que hacía o pintaba… Murió en África, inesperadamente, de unas fiebres. De un día para otro entró en coma. Cuando un adiós no se pronuncia, y se queda al borde de los labios, es como una paloma que embiste el cristal de una ventana. Los adioses que se callan aletean y golpean toda una vida, muy adentro.

      En aquellos días, ardí. Me convertí en cenizas, en el polvo gris de mis cenizas, en el humo de mis cenizas. Y no hasta mucho más tarde encontré las fuerzas para aceptarlo, y en ese acto, me liberé. La rendición no es un abandono, bien al contrario, requiere una gran fuerza interior.

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