Juntos. Raimon Samsó

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Juntos - Raimon Samsó

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en la que plantar mi caballete… Necesitaba todo eso.

      La soledad es como una habitación vacía de una casa vacía. Con las paredes afeadas por el cerco donde antes, mucho antes, lució la belleza de un cuadro. Con borras de hebras y polvo arremolinándose en el suelo detrás de las puertas. Sin recuerdos, sin el murmullo de los recuerdos, sin el eco de los murmullos de los recuerdos… Y así detrás de una puerta y de otra, igual en toda la casa. Tras cada puerta, la misma habitación, las mismas paredes desconchadas, la misma soledad arrasadora, los mismos ojos tristes que quisieran no ver, no darse cuenta.

      Sin embargo, decidí vivir mi soledad más como un nutriente que como un veneno. La convertí en medicina. Hay cosas que sólo te las da la soledad. Y puesto que no se puede conocer la luz sin antes haber conocido la oscuridad, estuve preparado para la compañía cuando supe estar a solas sin que ello se convirtiera en algo insoportable. Creo en una soledad fresca y en la oportunidad de trabajar para cuando la situación se revierta. Crecer por amor es el mejor regalo para la persona que uno aguarda. De modo que conseguí sustituir esa sensación de ausencia de ella por otra de presencia de mí. Para que el corazón se abra debe romperse antes. Y así ocurrió; realicé una enorme cantidad de trabajo interior y se removieron muchas energías. Por suerte, en el plano espiritual, siempre que hay un mal aprendes a encontrar un remedio apropiado.

      Aprendí a reconocer las enseñanzas que cada relación lleva aparejadas. Todas las personas que se acercaron a mí tocaron mi vida; y desde luego, estuvo bien tal cual fue en su momento. Ninguna relación fue inapropiada, sino un auténtico regalo. Un logro. De no serlo, no habría sucedido.

      Desde que me instalé en Tamariu, tuve la certeza de estar acompañado por una presencia que bauticé como ángel de la soledad. Un ángel protector apartaba de mi lado a cuantas mujeres llegaban a mi vida. Siempre, por diferentes e inexplicables motivos, no prosperaba ninguna relación.

      No renuncié al amor pero sí a la agobiante necesidad de ser amado. Eso eliminó gran cantidad de presión. Simplemente me planteé ser feliz sin supeditarlo a un vínculo afectivo. Al cabo, tal vez continuara solo, pero ni por un momento me sentí un hombre solitario. Son cosas muy distintas. Un corazón necesitado atrae a otro corazón asimismo necesitado. Y cuando dos náufragos en su desesperación se agarran el uno al otro, ambos se hunden.

      Dejé de centrarme en mis problemas. De este modo no los alimenté con la energía del pensamiento. Cambié, elevé la energía de mis pensamientos y entonces todo a mi alrededor se adaptó a ese nuevo patrón. La transmutación de la energía de «lo que es» a la de «lo que deseaba» modificó poco a poco mis experiencias.

      Aprendí a encontrar la sorpresa –un pequeño regalo– que cada día se tiene reservada; porque sólo esperándola, es posible reconocerla. Dejé de revivir el pasado y proyectar el futuro. Me limité a vivir el momento presente. El tiempo posee diferentes velocidades. En la infancia, se eterniza; en la madurez, se acelera; en la dicha, se hace efímero; en la espera, parece detenerse…

      Tras unos meses, percibí el estado del caos no como un desorden, sino como un proceso en el que la vida me llevaba de la mano. En realidad, las cosas se reordenaban. Lo que yo buscaba estaba, a la vez, buscando el modo para llegar a mí. Aprendí a manejar las circunstancias difíciles para descubrir dónde quedaba atascado. A relajarme en la confusión. Y a considerarlo como el principio de una gran aventura interior. Empecé a utilizar la intuición como guía y el corazón como brújula, al igual que hace un marino con su sextante y su Estrella Polar.

      Fui capaz de sentarme a cenar solo, frente a una rosa, y apreciar el valor del momento presente. Rebañé cada segundo de mi tiempo. Realicé una ardua labor espiritual para convertirme en una persona menos egoísta, menos necesitada, más centrada, más sólida…

      Descubrí que el rechazo a un nuevo compromiso no era más que un nuevo disfraz de mis viejos miedos. Miedo a quedar atrapado en una relación que pudiese lamentar en el futuro. Miedo a ser abandonado. Miedo al compromiso. Miedo en lo que había convertido mis anteriores relaciones. Ahora sé que estaba equivocado en todas mis opiniones sobre las relaciones de pareja. Y también sé que no hemos nacido para sobrevivir; y vivir sin amor es sobrevivir.

      Dejé de lado mis dudas sobre cómo iban a resolverse las cosas. Dejé de ansiar la seguridad; y en su lugar, me adentré en el campo de potencialidad donde el alma crece. A fin de cuentas, el mayor riesgo que podía correr consistía en quedarme en donde estaba, en ser el mismo de siempre y en que nada cambiase. Y eso no me parecía una gran pérdida…

      Me rendí a sabiendas de que persiste aquello a lo que uno se resiste. Nada desaparece por completo hasta que se acepta, se ama o se aprende todo lo que puede enseñar.

      Podía percibir que algo nuevo iba a llegar: la pieza del puzzle que me faltaba para completarlo. Por las mañanas, sentía de nuevo la ilusión por un nuevo día: una pequeña existencia de veinticuatro horas. La vida me hacía una llamada al escenario.

      Decidí subirme a él.

      Y vivir.

      Estos pensamientos y otros más livianos quedaron atrás barridos por la brisa que entraba por la ventana del automóvil. Los faros del coche rastreaban las curvas de la sinuosa carretera de Begur a Tamariu abriendo camino en la oscuridad. Regresaba de dar mi clase de expresión plástica en Figueres. Como todos los lunes. Empujé el compacto y el jazz invadió el habitáculo. El be-bop de Charlie Parker hizo que mi corazón bailara con el jazz.

      Al llegar a casa, descubrí un automóvil obstaculizando la entrada de mi garaje. Me detuve, me apeé y al acercarme distinguí, bajo la luz tenue del farolillo de la entrada, una mujer sentada en la escalera del porche. Recogida sobre sus rodillas, cubierta por la humedad, tirándose de las mangas del jersey. Tal vez destemplada, tal vez somnolienta. Avancé en la oscuridad hasta que pude identificarla. Se incorporó y me recibió con una sonrisa. Mi corazón dio un brinco. Me quedé sin respiración.

      ¿Soñaba?

      Esta vez creo que no.

      Allí estaba, salida de la nada, como un espejismo llegado del otro lado del Atlántico.

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