Juntos. Raimon Samsó

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Juntos - Raimon Samsó

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Volví a los felices días en los que, al no presentir la amenaza del desamor, el amor era para mí inacabable.

       Nuestras vidas son dos trazos que confluyen y se alejan. Pinté y enmarqué ese momento; porque yo no sé expresarme más que a través de mis pinceles. Y al pintarlo fui Van Gogh y fui Picasso.

      Voy a guardar esta carta –que nunca he de enviarte– envuelta por un sueño que se ha repetido algunas noches. En mi sueño, tenemos cinco o seis años. Yo te enseño un álbum de viejos cromos pasados de moda: niños y niñas con sus rizos dorados, enormes ojos y caritas sonrosadas. Encontré para ti una de esas niñas. Y escogí un niño de entre todos los cromos para que fuese su pareja y que, por supuesto, soy yo. Nos imagino compartiendo conversaciones secretas. Nuestros ojos de papel se miran, nuestros labios de papel se sonríen. Con una expresión de felicidad que amarillea pero no se extingue. Y todos los demás cromos saben que nos queremos… Puede parecer pueril, pero quien no tiene esta clase de sueños no tiene nada en realidad.» Victor.

      La releía por enésima vez y por enésima vez conseguía emocionarme.

      Por si no lo he dicho antes, vivo en un velero de piedra y cal, embarrancado en una colina frente al mar. La casa es como una nave varada en tierra firme. Con su velamen de visillos blancos agitándose bajo una brisa que circula por las estancias y las impregna del aroma del tomillo y el romero.

      Capítulo 4

      Una mañana lluviosa y desapacible llevé tres de mis cuadros a una galería de arte de Barcelona para reponer otras tantas ventas. Con ellos bajo el brazo, mezclado entre la multitud, enfilé la calle Montcada. Dejé atrás los antiguos palacios góticos y residencias de honor, convertidos en museos y galerías. Hice la entrega, firmé unos papeles y salí de nuevo a la calle. Cada vez que he de separarme de alguno de mis cuadros, me siento como si me deshiciese de una parte de mí mismo. Con cada uno de ellos un pedazo de mí se va para siempre.

      Lluvia chorreando en los cristales de las ventanas. Gente apresurada en las aceras empapadas. Cubriéndose bajo los paraguas que chocan entre sí. Los automovilistas haciendo sonar su claxon en medio de un monumental atasco. Comercios, librerías de viejo, granjas donde saborear chocolate y tabernas donde tomar un vino. Una cerería antiquísima. Y al lado un chirriante fast-food desentonando… Lluvia, gente, comercios.

      Tomé la calle Princesa, subí por Layetana, y no lejos del bullicio de la avenida, en una callejuela adyacente, me llamó la atención el escaparate de una agencia de viajes. Me acerqué a su cristalera. Un reclamo, consistente en la foto de una hermosa antillana, ofrecía una estancia en una playa del Caribe llamada: Sea Palms –en castellano, Mar de Palmeras–. Sonreí por la casualidad. Sea Palms era el nombre del restaurante que dirigía Jodie en Santa Mónica.

      La memoria me devolvió su recuerdo:

      Mientras tomaba un martini en la barra del Sea Palms, Jodie apareció sonriente. Avanzó hacia mí entre las mesas del restaurante.

      —¡Víctor! ¡Qué sorpresa! Me alegro de verte de nuevo –me saludó con un beso en la mejilla. Un beso que nos unió durante un segundo y nos separó al siguiente.

      Se sentó conmigo, tomamos zumo y casi no me dejó hablar.

      —Dirijo este restaurante desde hace dos meses. Me ocupa todos los mediodías y las noches también, hasta bien tarde; pero no me quejo. Me encanta el trato con las personas. Y tú, ¿qué haces?

      —Ya sabes, pinto cuadros para la gente que quiere tapar sus paredes –contesté–. Por suerte para mí, quedan en el mundo más paredes vacías que cuadros –reí.

      Del otro lado del cristal, una playa de cartón. De este lado, lluvia de verdad. Me estaba empapando. «Sea Palms, Sea Palms …», me repetí mientras apoyaba las manos sobre la cristalera del escaparate. Trataba de atrapar esas dos palabras que me pertenecían. Aquel restaurante de Santa Mónica fue real. Existía un lugar llamado así; pero yo seguía sin saber si Jodie fue real o no

      Una empleada de la agencia de viajes se fijó en mí y sonrió. Di unos pasos atrás y, al otro lado de la calle, a través del reflejo en la cristalera, descubrí una tienda de antigüedades. Sentí el impulso de entrar. Y entré. Al abrir la puerta sonó una campanilla.

      —Un tiempo de perros, ¿verdad? Pase, no se quede ahí –afirmó el anticuario.

      Era un hombre de mediana edad, pelo canoso y gesto amable. Su mirada poseía el extraño reflejo del desencanto. Su aspecto era el de un profesor de los de bata. Cultivado, quizá; afable, seguro.

      —Lo siento, estoy empapado –me disculpé mientras frotaba mis zapatos en el felpudo de la entrada y mi chaqueta goteaba sobre el piso.

      —Adelante. No se apure –al cerrarse la puerta, volvió a sonar la campanilla.

      Eché un vistazo a mi alrededor. Me hallaba en un orfanato de objetos que habían sobrevivido al paso de los años. A todos ellos el anticuario les había dado asilo. Lo expuesto parecía poseer un gran valor y con aspecto de auténtico. Nada de quincalla. En el ambiente flotaba un penetrante olor a viejo de un almacén del pasado. Paredes abarrotadas de cuadros. Lámparas de lágrimas de vidrio colgando del techo. Sobre una mesa, hojas sueltas de un antiquísimo cantoral de gregorianos. Me fijé en una colección de cromos de antes de la guerra. Muñecas de cartón asomando de un baúl. Y más allá, una montaña de libros con precios sorprendentes: cinco pesetas en rústica, ocho en tela…

      Me mostró algunas piezas que calificó como novedades.

      —¿Cómo puede ser novedad algo antiguo? –pregunté. Sonreímos.

      —Acaban de entrar –aclaró.

      Según mi gesto, pasaba a comentar una pieza u otra, intentando descubrir cuál llamaba mi atención. Cuando hacía comentarios sobre algún artículo, lo tocaba con la mano como si deseara acariciar la época a la que perteneció; pero en las yemas de sus dedos sólo quedaba un leve rastro de polvo.

      Más allá, una cajonera de estilo impreciso me pareció ideal para guardar mis tubos de pintura.

      —¿Le gusta? Es una auténtica maravilla –argumentó mientras me miraba por el rabillo del ojo tratando de calibrar mi interés.

      —Me gusta. Aunque no creo que en mi casa pueda meter nada más sin que antes tenga que salir yo de ella

      Me fijé en un objeto expuesto sobre aquel mueble.

      —Permítame examinar este abanico.

      Lo desplegó con suma delicadeza como si se tratase de una frágil pieza de cristal. Su modo de manejar las antigüedades era reverencial. Una forma como otra de aumentar su valor, pensé.

      Me lo ofreció. Me fijé en sus manos; suelo fijarme en ellas. Hablan en el leguaje de la discreción. Las suyas estaban cuidadas y trataban con delicadeza las cosas.

      —Aquí lo tiene

      Quién sabía cómo llegó hasta allí…

      (Unos meses antes, el anticuario lo adquirió a un colega, quien saldó una colección de arte de un rico anciano. El rico anciano lo compró en una subasta poco antes de la Gran

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