Juntos. Raimon Samsó

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Juntos - Raimon Samsó

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      —¿Jodie…?

      —Cierra los ojos y piensa en mí, Víctor. Lo que imagines sucederá.

      Jodie apareció tal como la recordaba: con su sonrisa contagiosa, su pelo alborotado y su cálida mirada –Mozart no compuso nada tan hermoso como su sonrisa.

      —Pero, ¿dónde estabas? ¡Dónde, Jodie, todo este tiempo! –le pregunté.

      —A un pensamiento de distancia. Siempre estamos unidos a lo que sólo nos falta en apariencia… Que no lo veas no quiere decir que no exista.

      —¿Un pensamiento? –pregunté.

      —Nuestro amor se renueva en el recuerdo de nuestra relación de vidas anteriores. Intentaba comprender toda la magia de ese razonamiento. Jodie prosiguió:

      —La memoria de una relación antigua es como un cromosoma espiritual cuya cadena genética contiene toda la información de nuestro amor.

      Primero me adentré en el cuadro del salón…

      A través de sus pupilas accedí a una biblioteca llena de manuscritos con nuestro pasado relatado en lenguas tan antiguas como la misma humanidad. Escritos en extraños idiomas que, sin embargo, podía comprender sin dificultad. Y con ilustraciones que no asocié con ninguna época de la historia tal como la conocemos.

      Primero me adentré en el cuadro del salón, después en los ojos de Jodie…

      En uno de esos libros –caligrafiado, ilustrado, encuadernado en cuero– hojeé el futuro, me imbuí en sus páginas, asombrándome de cuántas cosas nos quedaban aún por compartir. No quise ver la última página y lo cerré.

      Primero me adentré en el cuadro del salón, después en los ojos de Jodie. Y por fin, me precipité en las páginas de un libro antiguo.

      El viento se detuvo impregnándonos del aroma de las flores más hermosas. Hay un instante al anochecer en el que todo es tibio y se inflama. La atmósfera se empapa del aroma de la nostalgia. Era ese instante. Poco después, la luz de las cinco lunas invadió el paisaje y la noche se colapsó. El universo se hizo ingrávido y se detuvo para nosotros. En ese instante tan sublime –el Nobel de los momentos–, no me atreví a cerrar los ojos.

      Sin duda, aquélla era la noche más hermosa. La noche de un billón de estrellas.

      Mi pensamiento creaba la realidad y la sostenía. Cada deseo de mi corazón se transmutaba en su equivalente material. Oí decirlo muchas veces, lo leí muchas más, pero nunca lo había comprendido hasta entonces.

      —¿Qué somos? Me refiero a ti y a mí, Jodie.

      Y entonces lo dijo:

      —Dos almas gemelas –afirmó sin pararse a pensarlo. Podíamos conversar en silencio a la velocidad de la luz. De un modo tan diáfano que cada uno de nosotros percibía instantáneamente al otro.

      «¿De cuánto tiempo disponemos?», quise saber. Y antes de cerrar el signo de interrogación oí en mi mente: «La eternidad. Lo único que separa a las almas gemelas es su creencia de que no van a encontrarse»

      Supe por qué se buscan las almas y la danza cósmica que es su relación a través del infinito. Comprendí qué significa un alma compañera y el valor de su apoyo.

      Podía ver tanto amor en su gesto que creí morir a cada minuto para resucitar en el siguiente

      «¿Volveremos a estar juntos?», pregunté.

      Abrí los ojos en el sofá. Anochecía. Las sombras proyectadas de los pinos del jardín se agitaban en el techo del salón. Sentí una soledad inminente y devastadora. Eran las ocho; tal vez más tarde.

      Las cinco lunas, la hierba azul, la tormenta de pétalos de rosa, los corazones ingrávidos, las flores incandescentes, la magia y la maravilla… Todo eso, que en la Tierra no existe, se desvaneció. Ella también.

      A pesar de todo, estoy seguro de que aquel sueño escapó para ir a un museo de paredes invisibles, en donde con certeza, Dios ordena los sueños por fechas y les pide a Dalí y a Magritte que los pinten para que no caigan en el olvido. Incluso sentí en los días siguientes el intenso vaho de pétalos de rosa presente en toda la casa.

      Capítulo 3

      Fue por lo que vine a este lugar: para pintar el mar. Y ya me quedé en la Costa Brava. En una antigua casa edificada en la ladera sobre unos peñascos. En Aiguablava, entre Tamariu y Begur. Desde entonces vivo frente al mar. Envuelto en el rumor de las olas que se precipita en el salón e invade todas las estancias de la casa como el latido de un corazón de agua. Y, al retirarse, esparce un penetrante olor a salitre que lo empapa todo. Por eso mi pintura y mis recuerdos saben y huelen como el mar, como las olas que vienen y van.

      A menudo, bajo hasta la playa para pasear, a juntar conchas. Cuento, en voz baja, olas en la rompiente. Algunas noches me siento y contemplo el brillo de la luna sobre el agua. Y me sorprendo de cómo pude sobrevivir tantos años sin pintarlo. Por todo eso, vivo en una casa frente al mar

      En ocasiones me despierto en la noche con la necesidad de asir mis pinceles. Enciendo algunas velas y, bajo su lumbre, pinto en el más completo silencio. No pienso, pinto. El mar de Tamariu invadió mi pintura. De entre todos, siempre hay un mar que es el primero y luego, tras pintarlo, sobreviene la obsesión por alcanzar la perfección. Y ya no te detienes. Por suerte, la perfección no existe. Y si existiese yo no sabría reconocerla.

      Tengo una casa a los cuatro vientos frente al mar. Gruesas paredes de piedra, tejas, techos abovedados, vigas de madera y baldosas de barro cocido. La casa, de estilo provenzal, tiene pintadas las habitaciones en diferentes colores, en tonos pastel. Cuando me instalé, trasladé el azul del horizonte a las paredes del salón –dicen que ese color espanta las moscas– y tomé prestados los ocres de esta tierra para contrastarlos en el salón

      Mandé restaurar algunos muebles de estilo rústico y época imprecisa. Camas con cabezales de hierro forjado –una de ellas baldaquinada–, viejos arcones, sillones en ratán, una lámpara art-decó… Y un icono del siglo pasado, y un reloj de péndulo, y todo lo demás. En unas ventanas lucen macetas de geranios rojos y rosa. En otras, tiestos con espliego. En invierno, su follaje es gris; en primavera, echa espigas violáceas y perfumadas. A finales de otoño, las corto y las cuelgo del techo de la cocina para que se sequen.

      Sonó el teléfono. Y volví a la realidad.

      —¡Víctor! ¿Cómo estás?

      Al otro lado del teléfono, a miles de kilómetros, la voz grave y amable de Jeff Jones –mi agente en Los Ángeles–. Charlamos a menudo. Destila una envidiable energía que me contagia y me estimula en mi trabajo.

      —Bien, estoy bien. Tengo mis altibajos, como todo el mundo.

      —¿Bien nada más?

      —Bueno, ni siquiera sé si soy feliz… Aunque la verdad es que no puedo quejarme.

      —¿Quejarte? Desde que apareciste en el artículo sobre pintores hispanos de la revista Time, tu cotización se ha cuadriplicado.

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