Juntos. Raimon Samsó
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—No todo es trabajar; si estuviese ahí contigo nos iríamos a tomar unas cervezas como solíamos hacer en los buenos tiempos.
—Eso estaría bien… Y a ti Jeff, ¿cómo te va?
—Fenómeno. Después de la boda, vendí la casa de Anaheim y nos mudamos a Santa Bárbara. En lo referente a los negocios, he ampliado mi radio de acción hasta la Costa Este. El mundo se hace pequeño, ¿verdad?
—Cierto. Más y más pequeño; sin embargo, la sensación de soledad no deja de crecer. Alguien afirmó que resulta más sencillo llegar a otros planetas que al corazón de las personas. Y, sabes, tenía razón.
Yo nunca alcancé el corazón de Jodie. Ella no me lo permitió.
—¿La has… olvidado? –preguntó, desviando la conversación al terreno personal.
Hay cosas que pueden olvidarse y otras no.
Siempre que hablábamos, su recuerdo se colaba en la conversación. Presentía su nombre aguardando el momento para ser mencionado.
—… ¿Víctor?
—¡Claro! La olvido a cada minuto, a cada hora… Para recordarla a la siguiente. Al anochecer ocurre otro tanto. Y al amanecer, vuelta a empezar. Y así cada día. Por no mencionar las fechas de las fiestas que se repiten cada año en las que parece que, en años anteriores, tuve la vida entera y ahora nada en absoluto
—Víctor, esto no es lo acordado.
—Ya ves, soy un tramposo.
—¡Un maldito tramposo!
—Pude olvidarla y no he querido. Dejar de evocar lo que en ella tanto amé… Y, sin embargo, rechazo el derecho al olvido.
—Lo que pasó ya pasó, pero lo que vivas desde este momento hasta el anochecer depende de ti.
—He estado pintando –cambié de tema a propósito. Sé que contar tu historia una y otra vez no la cambia. Sólo te mantiene atrapado en el dolor de las viejas heridas.
—¿… Un desnudo?
—No Jeff, nada de eso; he pintado el mar.
—Víctor, ya que lo mencionas, no sé si podré colocar entre mis clientes más marinas. Dame un respiro o naufragaremos los dos. Un desnudo es otro tipo de paisaje, ya sabes a qué me refiero… –comentó con intención.
—No, ¿qué clase de paisaje? –bromeé.
—Femenino, Víctor. Femenino. Alguien especial a quien hacer la última llamada del día…
—No hay ninguna mujer en mi vida, si es eso lo que quieres saber.
Me salió un «no» rotundo. Ene, o: no.
—¿Sabes lo que creo? Que vives como un ermitaño. Eso creo. ¡Múdate! ¡Cámbiate de casa!
—No, no es la casa, Jeff. Ya pensé en eso, en volver a Barcelona, pero sé que me consumiría como la mecha de una vela ahogándose en su propia cera. La ciudad ofrece una compañía engañosa. Aquí, por lo menos, un minuto de mi tiempo es más valioso. No sé si entiendes a qué me refiero.
Jeff se quedó sin argumentos para replicar.
—Se trata de Jodie –proseguí–. Lo creas o no, aún ocupa un espacio en mi corazón. Creí que al marcharme de Santa Mónica dejaría atrás su recuerdo y la olvidaría para siempre, pero no ha sido así. Supuse que una vez aquí, al cambiar la hora del reloj, todo volvería a estar en orden. Y no. No importa adónde vaya, porque allí está ella. No es la casa, Jeff, soy yo.
—Reflexiona y hazme caso. Cuando estés receptivo, aparecerá alguien. Créeme. Y me llamarás para decirme que hay una mujer que te quiere más que a nadie. Mi esposa y yo os invitaremos a pasar unos días a nuestra casa de Santa Bárbara y así podremos conocerla. Ella me dirá cuánto ha oído hablar de mí. Y tú me recordarás que estoy un poco más viejo y todas esas cosas que se dicen los amigos cuando se encuentran después de mucho tiempo. Cenaremos uno de esos chuletones que prepara mi mujer; tú traerás un par de botellas de vino español y yo te diré que no debiste molestarte mientras nos sirvo una copa tras otra. Y a los postres, nos sorprenderéis con la noticia de que esperáis vuestro primer hijo. Y nos abrazaremos y hasta se nos derramará alguna lágrima…
—…Y especularemos con si será niño o niña.
—…Y propondremos nombres.
—…Y parecidos.
—Todo eso sucederá Víctor, lo que me pregunto es cuándo. Por enésima vez: ¿vas a ponerte en marcha? Dime, por curiosidad, ¿cuándo fue la última vez que saliste a pasarlo bien?, ¿eh?
¿Salir a pasarlo bien? No, no lo recordaba. Lo cierto es que ni siquiera me hago esa clase de preguntas.
Mala señal.
—Bueno, no hace mucho fui al cine.
—¿Al cine? ¿Nada más que eso? Vamos, Víctor… Ya hemos hablado de tu vida social mil veces. No me obligues a tomar un avión para venir a abrirte las ventanas de tu casa, y que así, por fin, circule un poco de aire fresco en tu vida.
—Está bien. Desempolvaré mi agenda.
Ni siquiera yo me lo creía. ¿Una nueva relación? Para ser honesto, no estaba abierto a esa posibilidad. No al menos por el momento. En esa fase de mi vida, me sentía como si ya hubiese cumplido con el amor; y mi interés por él estaba bajo mínimos.
—Jeff, me resulta difícil pensar que puedas despegarte de tu automóvil para volar hasta aquí. Aunque nada me gustaría más. Ya sabes que estáis invitados a venir cuando gustéis. La Costa Brava os encantará; este lugar es un milagro.
—¿Sabes a qué me gustaría que nos invitaras?
—Dime a qué, Jeff.
Pasó un momento y contestó:
—A tu boda, Víctor.
Se hizo un silencio profundo que se apoderó de la estancia.
—Te llamaré –dije.
Colgamos.
Guardé la carta y las fotos en el cajón del viejo escritorio. Y yo regresé a mi infinita soledad.
Todo en su lugar.
No recuerdo el día en el que inicié un idilio con las palabras. Tal vez, porque fue poco a poco como empecé a llevar un diario. O porque se me amontonaban las palabras en el corazón.
En uno de los cajones de mi escritorio, guardo doblada hasta la exageración una carta para Jodie que cada tanto releo a pesar de sabérmela de punta a cabo. Es una carta que después no se ensobra ni se envía nunca.
«Ni siquiera en nuestro primer día fuimos dos extraños. Extraños son los que no se reconocen.