Juntos. Raimon Samsó

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Juntos - Raimon Samsó

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desde China tras una sucesión encadenada de saqueos… En realidad, nadie sabía cómo ni cuando.)

      Pero ahora estaba en mis manos.

      —¿Japonés?

      —No, de China. Está muy bien conservado a pesar de contar con más de quinientos años. Las varillas son de bambú y como puede apreciar están talladas. Es obvio que en algún momento el cuerpo fue transformado –su decoración consistía en un ejercicio de caligrafía sobria y elegante–. De todos modos está en buen estado. Los abanicos más modernos se elaboraban con seda; los más antiguos, como éste, en un papel fibroso y resistente. Hay que considerar que en aquel tiempo el papel era un material escaso y precioso.

      —¿Año?

      —Lo dataría entre 1.600 y el 1.700.

      Debía costar un dineral.

      Mientras lo examinaba, una extraña sensación recorrió mi espalda de arriba abajo. Es difícil de explicar; pero tuve la impresión certera de haber visto ese objeto en otro momento. Un déjà vú.

      Fue en ese momento cuando decidí comprarlo.

      Costara lo que costase.

      Qué locura.

      —No figura el made in… –bromeé.

      En mi interior crecía la sensación de que me había pertenecido. En otro lugar, en otro momento. Hice una oferta que el anticuario recibió con una sonrisa cortés pero en ningún caso de aprobación.

      —Verá, no es un objeto viejo, sino antiguo. Viejo es aquello que proviene de la generación anterior a la de nuestros padres. Sin embargo, un objeto antiguo puede tener cientos de años. Y esa diferencia requiere una oferta, digamos… muy superior

      Antiguo siempre significa caro.

      —¿Qué clase de decoración es ésta?

      Me refería a la caligrafía en mandarín que decoraba el cuerpo del abanico. El anticuario me explicó que sus grafismos se basaban en una compleja combinación de pictogramas –representaciones de objetos– e ideogramas –abstracciones de ideas.

      —No soy un experto –añadió–; pero sí sé que los abanicos eran propios de familias acaudaladas. Su uso constituía una distinción social. Claro que, con el tiempo, se popularizaron como todo. El mérito de esta pieza es el complejo tallado de las varillas de bambú; y la decoración del cuerpo es lo que lo hace singular.

      Sabía que llegaríamos a un acuerdo; aunque me hallaba un poco tenso. Él poseía algo que yo sentía como propio y eso me incomodaba. Para mí, aquello suponía una injusticia que resolver; para él, una transacción comercial que se reducía a una cifra. Decidí ser razonable. ¡Qué remedio me quedaba! Parecía abrigar el mismo apego a sus piezas que yo sentía por mis cuadros. Sea como fuere, recuperar aquel objeto me iba a costar una buena suma de dinero.

      Entró un cliente. Le excusé para que atendiese. De nuevo me asaltó una sensación de déjà vù. Esta vez con una imagen tan nítida como fugaz: las manos de una mujer acariciando sus varillas mientras sollozaba. Sentí su tristeza y desamparo.

      Volví a la realidad y el anticuario a mi lado. Su nombre era Paul y demostraba gran conocimiento de todas las piezas puestas a la venta. Y hasta me pareció que ocultaba el secreto deseo de no deshacerse nunca de ellas.

      —La exposición de mi tienda es un auténtico museo en venta –afirmó con cierta melancolía.

      Paul relataba el lado humano de la historia que no se escribe en los libros. Cuando describía sus piezas, parecía acariciar un pasado que no conoció, pero que sin duda le habría fascinado conocer. Paul no vendía antigüedades. Primero, te ofrecía una plaza en la máquina del tiempo y te catapultaba al pasado. Y después, te vendía el souvenir de ese viaje a través de la imaginación.

      Continuó especulando:

      —Con seguridad perteneció a un hombre rico de la época. En aquel tiempo, los artesanos solían imprimir una leyenda en sus obras. Y su sello, por supuesto. Sobre todo, su sello. Cada artista –prosiguió– poseía uno con el que rubricar la autoría de sus obras.

      Me fijé; bajo el texto figuraba un sello. Algo así como una uve invertida atravesada por dos trazos desiguales y encerrada en un rectángulo.

      —Tinta roja, una disolución de cinabrio –observó Paul. Y prosiguió–: el acto de grabar el sello era equivalente a empeñar la propia palabra. Los artistas sellaban sus obras no sólo por estampar su firma, sino por el compromiso que asumían con lo creado.

      Hasta ahí nada fuera de lo corriente.

      Sin embargo, Paul me hizo reparar en la ornamentación del abanico: no se correspondía con un mito religioso como los que solían decorar las piezas en la época.

      —Parece que fue redecorado. Tal vez, y sólo tal vez, sobre el original se escribió este texto mandarín.

      Un antiguo abanico.

      Procedente de China.

      Nadie sabía cómo ni cuando

      Me costó el triple de mi oferta inicial; pero aun así me sentía satisfecho. Y puesto que no llevaba ninguna de mis tarjetas de crédito, le dejé una cantidad a cuenta. Paul retiró el abanico y acordamos que lo recogería la semana siguiente.

      Subí las solapas de mi chaqueta. No había dejado de llover

      Ya en la calle, sentí un cosquilleo en la nuca que derivó en la necesidad de volverme. Fue entonces cuando reparé en el rótulo de un comercio cercano. Se trataba de una banderola de latón grabada. El rótulo decía: «Encuentro». Una vieja taberna cuyo techo amarilleaba. Un negocio que con probabilidad no era negocio. Su nombre me llamó la atención, porque esa palabra tiene para mí un significado especial. Interpreté la coincidencia de encontrar las expresiones «Sea Palms» y «Encuentro» como una casualidad significativa. A esa casualidad se sumó el abanico que acababa de adquirir y que encerraba un secreto que de algún modo iba a desentrañar.

      Jodie me enseñó que las casualidades, aun las más improbables, ocurren por algún motivo. También solía afirmar que todas las relaciones tienen su momento de sincronicidad. Que los corazones resuenan en su afinidad antes de establecer vínculos significativos. Y que están tan conectados, a un nivel profundo, que son capaces de organizar su encuentro de un modo inconsciente. La energía latente de su amor pone en marcha un engranaje que disfraza de casualidad lo que es predestinación. Leí que «Una casualidad es un pequeño milagro en el que Dios decidió permanecer en el anonimato». Y también leí que «El azar es el camino que Dios toma cuando quiere viajar de incógnito». Es una frase de Einstein.

      En medio de la calle, bajo la lluvia, con los bajos de los pantalones empapados, de pronto sentí que algo mágico iba a ocurrir en mi vida. Y pronto.

      Capítulo 5

      La Costa Brava es lo más parecido a una construcción de Gaudí –onírica, sinuosa– en la que cada piedra encaja a la perfección como piezas de un mosaico de cerámica. Al caer

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