E-Pack Bianca agosto 2020. Varias Autoras
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–Por supuesto que no, Alteza. Y, por la misma razón, tampoco le recordaré yo que es usted quien me ha llamado y quien está perdiendo el tiempo hablando por teléfono, lo cual impide que me vista.
–Oh, vaya. Suponía que era capaz de hacer varias cosas a la vez –ironizó el príncipe–. Pero, teniendo en cuenta que esa habilidad no aparece en su currículum, tendré que comprobarlo en la práctica. Le quedan quince minutos, lady Barringhall.
Zak cortó la comunicación, y Violet dejó escapar una palabrota. Esa pequeña catarsis la relajó un poco y la propulsó hacia el dormitorio, donde empezó a revolver su exiguo vestuario en busca de un vestido que no se había puesto desde el día que cumplió veintiún años.
Cuando lo encontró, frunció el ceño. La sencilla y elegante prenda de raso le recordó lo mucho que cambió su vida por entonces. Los trescientos invitados de la fiesta de su decimoctavo cumpleaños pasaron a ser veinticinco en la del vigésimo primero. Sus supuestos amigos la abandonaron como ratas saltando de un barco que se hundía, y algunos fueron tan crueles que no lo había podido olvidar.
Sin embargo, el origen del vestido no restaba un ápice a su belleza. De corpiño plisado y escote en forma de uve, dejaba al desnudo los hombros y la parte inferior de la espalda, cayendo después hasta los tobillos. Era una pequeña maravilla que, por lo demás, enfatizaba suavemente sus caderas.
Como se había duchado antes de que Zak llamara por teléfono, solo tuvo que vestirse, cepillarse el cabello y recogérselo en un moño antes de maquillarse, ponerse su perfume preferido y completar el conjunto con el collar de perlas que había heredado de su abuela.
El timbre sonó por segunda vez en media hora cuando se disponía a meter las llaves en el bolso. Violet se sobresaltó, pensando que sería él; pero se dijo que el príncipe no era de los que se rebajaban a subir cuatro tramos de húmedas y oscuras escaleras para llamar a la puerta de un edificio de protección oficial. Y, cuando la abrió, se llevó una sorpresa.
–¿Siempre abre sin preguntar antes? ¿Es que no le preocupa su seguridad? –dijo Zakary Montegova.
Violet se quedó boquiabierta, contemplando sus intensos ojos grises y su alto e impresionante cuerpo.
–¿Qué está haciendo aquí? No era necesario que subiera. Podría haber llamado al portero automático. O haber enviado a uno de sus guardaespaldas –dijo ella, girándose brevemente hacia los hombres que lo acompañaban.
Él arqueó una ceja.
–¿Y perder la oportunidad de ver el sitio donde vive? –replicó–. Por cierto, ¿para qué quiere una mirilla y una cadena si no las usa?
Zak la miró de arriba abajo, haciéndola súbitamente consciente de todas las partes que acababa de escudriñar, incluidas las que no podía ver. Y esa sensación la irritó un poco más, porque también la volvió más consciente de lo bien que le quedaba el esmoquin a medida y de la potente e innata sensualidad que lo había convertido en uno de los hombres más deseados del mundo.
–Me dijo que estaría aquí en quince minutos y, aunque solo hayan pasado catorce, no necesitaba ser muy lista para saber que era usted quien había llamado –se defendió Violet–. Pero, ¿vamos a perder más tiempo con una discusión sobre protocolos de seguridad? Porque le aseguro que se me ocurren cosas mejores que hacer.
–¿Cosas mejores? Le recuerdo que firmó un contrato donde se dice que todo su tiempo es mío cuando está en comisión de servicio –declaró, mirando los muebles baratos del piso y el montón de libros que descansaban en la mesita del salón–. ¿O es que he interrumpido algo? ¿Se estaba divirtiendo, quizá?
Violet cerró la puerta un poco más, para que no pudiera ver su santuario. Estaba ordenado y limpio, pero era muy pequeño y, como no tenía dinero suficiente, no lo podía decorar como le habría gustado.
Además, Violet tampoco quería que el príncipe sacara conclusiones equivocadas de su precaria existencia. Conociéndolo, podía pensar que no había ido a Nueva York para ampliar su experiencia profesional, sino para casarse con algún hombre con dinero, como pretendía su madre.
–Creo que ha malinterpretado los términos de nuestro acuerdo, Alteza. Efectivamente, estoy a su disposición en el trabajo, pero eso no significa que todo mi tiempo le pertenezca. Lo que haga en mi tiempo libre es asunto mío.
–¿Está segura?
Ella sintió un escalofrío.
–¿Cómo que si estoy segura? ¿Qué significa eso?
Zak entrecerró los ojos, la miró en silencio durante unos segundos y, a continuación, se apartó de la entrada para que Violet pudiera salir y cerrar.
–Bueno, ya hablaremos de su seguridad y su tiempo más adelante. El ministro me está esperando.
Violet se quedó sin saber qué había querido decir, pero optó por quitárselo de la cabeza y empezó a bajar, con el príncipe a su lado. Cualquiera se habría dado cuenta de que Zak no era un hombre corriente. Hasta su forma de bajar las escaleras, insufriblemente arrogante, era un testimonio de su origen aristocrático.
Al llegar al portal, él admiró un momento la parte descubierta de su espalda, y sus ojos brillaron con deseo. Pero fue un momento tan breve que Violet se preguntó si se lo habría imaginado. A fin de cuentas, Zak Montegova no mostraba nunca lo que sentía. Su control emocional era absoluto, como si nunca hubiera dejado de ser el oficial de las Fuerzas Aéreas que había sido de joven.
Pero había excepciones.
Por ejemplo, la noche en el jardín de su madre, cuando su cuerpo se inflamó con una pasión tan desbordante que lo consumía todo. Y, aunque la hubiera rechazado después, Zak había bajado la guardia y le había enseñado un atisbo de lo que escondía tras su fachada de dureza.
Violet no había sido capaz de expulsar ese instante de sus pensamientos. O, por lo menos, de reprimirlo con tanta facilidad como él, porque a veces asomaba en su expresión, por mucho que intentara controlarse.
¿O también eran imaginaciones suyas?
En cualquier caso, sabía que no podría seguir con su vida si no lo superaba y, cuando llegó a Nueva York, se intentó convencer de que Zak no sentía nada por ella.
Y casi lo consiguió.
Casi, porque siempre se quedaba a las puertas de su objetivo.
El recuerdo de sus cálidas y habilidosas manos pesaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. Por eso rechazaba a todos los hombres que se le acercaban. No era porque quisiera concentrarse en su carrera, sino porque Zakary Montegova estaba siempre allí, como un formidable fantasma con el que no podían competir, como una vulgar imitación del exitoso príncipe.
El aclamado príncipe era un genio. Mientras su hermano se encargaba de los asuntos internos de Montegova, él se encargaba de los intereses internacionales de su país. Y, en el transcurso de unos pocos años, había logrado que muchos presidentes comieran de su mano y se había vuelto increíblemente poderoso.
–Adelante –dijo Zak, abriéndole la puerta.
Violet