Charada. Julianna Morris

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Charada - Julianna Morris Bianca

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y formal, Kincaid conducía un pequeño Mercedes descapotable.

      La gente de su ambiente, es decir los profesores y los vaqueros, no solían tener coches caros… Poseían automóviles económicos y prácticos, cuando no llevaban viejas camionetas destartaladas.

      Lianne había querido convencerla de que se comprara un coche más elegante, pero ella no le daba valor a esas cosas.

      –Merrie, ¿qué te ocurre? ¿Estás bien?

      «No, acabo de tener un ataque de furor uterino», pensó la joven, disgustada consigo misma. «Esto es vergonzosamente ridículo».

      Logan podía tener un aspecto en cierto modo neutro, pero, para una persona como ella, era puro veneno. Sin embargo, a Merrie le gustaría tener a su lado, en un futuro, a un marido que disfrutara de la vida en el campo, con los animales y con los niños. Y no le interesaba tener como pareja a un hombre, cuya única aspiración en la vida fuese ganar mucho dinero, para retirarse a los cuarenta años, habiendo amasado una gran fortuna. Además, su hombre ideal no sería tan guapo. Sin duda, estaba siendo víctima de un espejismo.

      –Ya bajo –dijo la joven–. Ten cuidado, Logan… Allá voy.

      Del árbol se desprendieron trozos de corteza. Segundos después, Kincaid subió a la vieja casa instalada en el árbol, con una agilidad inesperada. Como Merrie no se movía, él le preguntó:

      –¿Qué pasa?

      «¿Que qué me pasa? Pues de todo», respondió pensando la joven pelirroja.

      La respiración de Merrie se alteró al notar la presencia del hombre, cara a cara. No sólo era más guapo de cerca, sino mucho más simpático… Tenía cierto aire de cansancio y aburrimiento por la vida que llevaba, pero también grandes dosis de encanto, que le proporcionaban su sonrisa y su mirada.

      Su hermana tenía razón, tenía que preocuparse por mejorar un poco su propio status…

      –Eh… , estoy bien, gracias –farfulló Merrie.

      –Súbete un poco más, para que te pueda sujetar mejor.

      Obedeciendo abstraídamente, la joven giró para que Logan la tomara por la espalda con sus fuertes y cálidas manos. El contacto con el cuerpo masculino, le produjo un gran impacto. Tuvo que cerrar los ojos, pero aun así, no pudo evitar notar su agradable aroma varonil.

      Merrie agitó la cabeza, pensando que sin duda debía de estar loca. Lianne había conocido a dos de sus antiguas novias: las dos eran sofisticadas, elegantes y con tanta personalidad como las mariposas evanescentes. Además, tenía una lista con las cualidades que tenían que reunir las mujeres de su gusto. La tenía pegada en el espejo del cuarto de baño.

      Merrie Foster… Profesora de instituto en un pueblo grande… Estaba claro que no correspondía a su tipo ideal.

      –Sí que estás atrapada… , –comentó Logan, sujetándola por la camiseta rota, para tirar más fácilmente de su cuerpo hacia abajo.

      Merrie trató de hacer como si no hubiese notado nada especial.

      Sus pechos estaban rozando la ropa de algodón. Estaban relativamente cubiertos, excepto por los hemisferios inferiores. Los pequeños pezones estaban tan juntos que apenas podían separarse convenientemente. Además, Kincaid parecía no ser consciente de lo próxima que estaba su desnudez. Eso le molestó tremendamente a la profesora. Puede ser que no fuera su tipo, pero tampoco estaba nada mal…

      –Esta rama parece que no va a soportar más peso –murmuró Logan–. Y si tiro de ti, acabaremos los dos en el suelo.

      Merrie miró disimuladamente la expresión tan concentrada de Kincaid, que sin darse cuenta le dio un pequeño golpe en una de sus caderas. Merrie tuvo que morderse el labio inferior para acallar sus sensaciones.

      –¿Tienes una navaja? –preguntó la joven, sintiéndose un poco agobiada.

      Era la primera vez en su vida que sentía una atracción tan clara y tan cálida por un hombre. Merrie se encontraba desorientada y torpe. ¡Por el amor de Dios, si era una mujer adulta que cumpliría pronto treinta años, aunque no le gustase recordarlo!

      –No, no tengo ninguna navaja –contestó Logan, frunciendo el ceño de pura concentración–. Quizá sería mejor que subieras un poco más, antes de que tire de ti. A continuación, Kincaid le dio otro golpe y Merrie estuvo a punto de gritar.

      Tenía que haber dejado que los niños llamaran a los bomberos. Habría sido mucho más práctico.

      No entendía como su hermana se había pasado cuatro años de su vida limpiando la casa y cocinando para semejante pardillo.

      –Así no puedo bajar… –dijo Merrie.

      –Ya lo veo. Voy a darte un buen tirón, pero quiero que te agarres a esa rama fuertemente, por si te caes.

      Merrie se sujetó bien, intentando no pensar demasiado en la situación y, una vez más, Logan le ayudó a conservar lo que le quedaba de camiseta.

      El joven estaba preocupado por su póliza de seguro: no quería tener que dar parte a la compañía, en el caso de que hubiese un accidente grave. Eso encarecería mucho más las cuotas de pago…

      Kincaid dio un tirón y, de pronto, se oyó un estruendo: la casa colgada del árbol se estaba desplomando. Logan logró caer lejos de Merrie, pero ella no pudo evitar aterrizar sobre su cuerpo, en ignominiosa postura.

      –¡Aaah! –exclamó la chica, tratando de que penetrara de nuevo el aire en sus pulmones.

      No estaba segura de que el suelo fuese más duro que el cuerpo de Kincaid. El joven estaba realmente en forma y no tenía ni un átomo de grasa.

      –¿Estás bien? –le preguntó el joven a Merrie, mientras ella tomaba con las manos los hombros masculinos.

      –Más o menos…

      –¿Te duele algo? –la interrogó Logan.

      –Mmh… Mi orgullo –dijo ella, intentando seguir respirando con regularidad.

      –Me refiero a algún hueso roto o a alguna herida importante.

      –¡Oh! No. Nada grave. En verano cuando voy al rancho de mi abuelo, trabajo de vaquera y las caídas son frecuentes. Hasta el jinete más experto suele caerse de vez en cuando.

      –¿En esta misma posición? –preguntó Logan, irónicamente.

      Merrie no sólo estaba herida en su amor propio… Lo peor de todo era que su camiseta había desaparecido por completo. Tuvo la tentación de aprovechar la ocasión y acercarse para averiguar qué tal besaba. Probablemente no le importaría demasiado hacerlo, aun no siendo su tipo de mujer. ¡Los hombres tenían comportamientos tan predecibles!

      Merrie se golpeó suavemente la cabeza: el percance le había afectado seriamente al sentido común.

      –¿Dónde está? –gritó Merrie, por encima de uno de los hombros musculosos.

      –La camiseta se ha quedado enganchada arriba, en lo que quedaba de tejado.

      –¡Maldita

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