Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence

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Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence Ómnibus Deseo

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solo podías permitirte comprar medio vestido –repuso él–. Te habría comprado uno entero.

      Annie suspiró y arrugó la nariz.

      –¿No te gusta?

      –Claro que me gusta –afirmó él, riendo–. El problema es que también les gusta a todos los demás hombres de la fiesta.

      –Ahh –dijo ella con una sonrisa–. Estás celoso.

      Nate tenía todo el derecho a estarlo. Todo el mundo sabía que Annie usaba su belleza para distraer a sus oponentes. Como resultado, tenía una larga lista de admiradores. Y, solo de pensar en que otro hombre la mirara, se sentía furioso.

      –No estoy celoso. Es solo mi instinto territorial –reconoció él y le dio un trago a su copa.

      –¿Vas a orinarme encima como los perros?

      Nate estuvo a punto de atragantarse con su bebida. Annie era impredecible.

      –No creo que sea necesario.

      –Bien. Este vestido no se puede meter en la lavadora –dijo ella, sonriendo.

      Era una experta en ocultar lo que le preocupaba hacía unos minutos, pensó él.

      –¿Lo estás pasando bien?

      –Es una fiesta muy agradable –contestó.

      –Sí. Pero no me has respondido.

      –Sí, lo estoy pasando bien –afirmó ella despacio, mirándolo a los ojos.

      Nate le dio otro trago a su copa.

      –Para ser jugadora de póquer, no mientes muy bien. ¿Qué te acaba de pasar con Tessa?

      –Nada –respondió ella, demasiado deprisa, rompiendo el contacto ocular.

      Nate miró hacia donde había visto a Tessa hacía unos momentos. Estaba sentada con un hombre despreciable. Si Tessa fuera su hermana, él también estaría disgustado, admitió.

      –Está con Eddie Walker –observó él–. ¿Es por eso?

      –Me acaba de decir que llevan varios meses saliendo –confesó ella, levantando la vista–. No sabía nada.

      –Por la forma en que la toca, se ve que están muy unidos –comentó él.

      Tessa y Eddie estaban hablando en una mesa en una esquina. Su lenguaje corporal irradiaba sexo. Tenían las piernas entrelazadas y se miraban a los ojos con intensidad. Eddie tenía una mano en la rodilla de Tessa y, con la otra, le estaba acariciando el pelo.

      Cuando se giró hacia Annie, Nate la sorprendió otra vez frunciendo el ceño. Por muy acaramelados que parecieran los tortolitos, era obvio que ella no aprobaba su relación. Eddie tenía muy mala reputación y no era la clase de hombre que alguien querría para su hermana.

      Por otra parte, Eddie era el sospechoso número uno en su caza de tramposos. Todo el mundo sabía que hacía trampas, lo que todavía no estaba claro era si formaba parte de una operación a gran escala.

      Él sabía que ella haría lo que fuera para capturar a Eddie. Y, después de haber descubierto que salía con su hermana, ¿qué mejor forma de separarlos que enviar al criminal a la cárcel?

      Hablaría de ello con Annie, se dijo Nate. Pero esa noche, no. Esa noche, tenía cosas mejores en las que pensar. Como llevar a su esposa a la cama.

      Había intentado luchar contra sus instintos desde que la había visto. Sin embargo, los tres años que habían pasado separados no habían servido más que para aumentar la excitación que le bullía en las venas. No se enamoraría de nuevo. Pero podía saciarse de ella antes de que cada uno siguiera su camino.

      Cuando Nate era niño, su abuelo le había dado en una ocasión una enorme bolsa de caramelos de cereza. Como sus padres no estaban en casa, se había sentado delante de la televisión una tarde y se había comido toda la bolsa. Nunca en su vida se había puesto tan enfermo. Y, hasta la fecha, no había podido volver a probar un caramelo ni nada que supiera a cereza.

      Quizá le sucedería lo mismo con Annie. Necesitaba devorar su suave y sedoso cuerpo hasta hartarse. Así, cuando terminara la semana y el divorcio estuviera preparado, ya no tendría más interés en ella del que tenía en los caramelos.

      –¿Tienes hambre? –preguntó él cuando se acercó un camarero con aperitivos.

      Annie meneó al cabeza.

      –No, ver a esos dos me ha quitado el apetito.

      La música cesó un momento y la gente que había en la pista de baile regresó a sus mesas. La siguiente canción era lenta y romántica. Algunas parejas se acercaron a la pista.

      –¿Quieres bailar? –ofreció él–. Sería una buena oportunidad para que todos nos vean juntos.

      –De acuerdo. Pero bailo muy mal –repuso ella con ansiedad.

      –Me cuesta creer que hagas algo mal, Annie –dijo él, riendo.

      Ella le dio la mano, que estaba helada. Nate se la apretó para calentársela y la llevó al centro de la pista. A continuación, la rodeó por la cintura y le apoyó la palma de la otra mano en los lumbares.

      –Se acabó –le susurró él con una sonrisa–. Voy a comprarte un vestido nuevo. Tienes las manos heladas.

      –No es por el vestido –replicó ella–. Es por el baile. Me quedo fría cuando estoy nerviosa.

      Nate arqueó las cejas, sorprendido.

      –¿Tú, nerviosa?

      Annie era una mujer dura. Podía jugar contra todos los hombres que había en la fiesta y vencerlos. Sin duda, lo haría con esos tacones altos y ese vestido corto. ¿Y la idea de bailar la hacía quedarse helada de miedo?

      –No lo digas muy alto –pidió ella, arrugando la nariz–. Es uno de mis secretos. No me conviene que lo sepan los demás jugadores.

      Nate rio, apretándola contra su cuerpo.

      Poco a poco, Annie fue rindiéndose a la música. Tras unos momentos, apoyó la cabeza en el hombro de él. Nate cerró los ojos, apretándose más contra ella.

      Era tan agradable abrazarla así…

      Entonces, él posó un beso en su pelo e inhaló su familiar y seductor aroma. Era como un recuerdo lejano que no había conseguido olvidar.

      Tenerla entre sus brazos era la sensación más cálida del mundo, como meterse en un baño caliente, se dijo él, sumergiéndose en aquella deliciosa experiencia.

      Pronto, el resto de la gente desapareció a su alrededor. Era como si solo estuvieran los dos. ¿Por qué se sentía como si fuera la primera vez que estaba así con ella?, se preguntó Nate.

      Quizá, porque nunca lo había hecho. Sí, se habían acostado juntos. Él había explorado cada centímetro de su cuerpo. Pero nunca la

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