Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

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Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa Candaya Narrativa

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que habla de la Enfermedad, no sirve para nada.

      Y es que Salomón llegó tarde al libro:

      llegó cuando ya muchos de aquellos muchachos habían muerto, o estaban a punto de morir, o estaban queriendo olvidarlo todo, o haciendo un esfuerzo monumental por no olvidar,

      llegó cuando la ciudad de Orabá era una cosa muy distinta, aunque él había crecido ahí desde siempre,

      llegó treinta o cuarenta años después,

      llegó cuando muchos de los Enfermos ya estaban curados, o cuando muchos de ellos, al menos, ya no tenían síntomas visibles,

      llegó, pues, en el momento en que la historia se confundía con el olvido.

      ¿Qué pasaba en Orabá hace cuarenta años; qué pasaba ahora, tanto tiempo después?

      Se dio cuenta, en su empeño de escribir el libro, de que la historia de los Enfermos no podía contarla él solo, que tenían que contarla ellos mismos porque quizá nunca habían tenido la oportunidad de hacerlo con sus propias voces, y se dio cuenta de que ya no solamente estaba escribiendo la biografía del poeta Juan Pablo Orígenes, sino la biografía de los Enfermos, la vivisección de sus recuerdos, de los recuerdos de la ciudad de Orabá, que tenían que ser, quizás, sus propios recuerdos.

      El libro debe sangrar, leyó Estiarte Salomón en alguna de las entrevistas hechas a Juan Pablo Orígenes;

      Pero los que sangran, escribió él, son los que viven en el libro.

      La primera entrevista con Orígenes. Cambiando el nombre, el cuento habla de ti. «La melancolía, en este sentido, es una característica inherente al hecho de ser criaturas mortales» (Secc. I, Miembro I, Subsecc. V)

       ¿Por qué escribo tanto si cada vez recuerdo menos?

      Juan Antonio Masoliver Ródenas

      UNA MUERTE antes de todo,

      antes de cualquier cosa.

      ¿Qué importa estar lejos si ya nos han olvidado?

      El olvido es el verbo cuya materia desconocemos, escribió Orígenes.

      Entonces, el libro,

      es aquí

      donde se abre el mundo como un árbol una carnívora flor un inesperado río que se desborda el pedregal arrastrado de la llanura y el desierto aquel recuerdo de una vida lejana el vendaval con sus raíces de la ceiba aéreas como el humo del pulmón en la pupila el brillo el dolor opaco y agorero del cáncer, el cangrejo constelar, la estrella y el trópico y todas las personas del mundo que no recuerdan lo que olvidan ni tienen ningún dolor en el corazón por aquellas cosas que han olvidado y que olvidaron un día a alguna hora cuando hablaban con alguien tomándose un café o paseando al lado del Orabá como si nada sucediera en otro lugar,

      pero siempre pasa algo más allá,

      ¿más allá de qué?,

      del recursivo ir y venir del recordar que la vida no es más que la continua sucesión de interrogantes: el amor es la constante duda del amor; la vida es la constante duda de lo posible, de lo imposible, de la muerte; el ayer es la constante duda del mañana, de lo que se olvida, porque también el futuro, que vamos construyendo sin que ocurra, se nos olvida con el tiempo;

      lo que no se olvida, después de todo, es el olvido mismo;

      el cáncer, diría Orígenes, es lo que no se olvida, porque es la extensión de la carne, de la memoria, de la enfermedad: lo que se extiende por la memoria es el cáncer y no se puede pensar en nada más porque mismamente el olvido se extiende por la memoria como un cáncer, y lo diría, entonces sí, pensando en su madre, que murió de cáncer, sola y lejos; y lo diría él mismo solo y lejos, pensando también en el libro:

      el libro, sí, es metástasis.

      Y el libro, o la historia del libro, o la histología del libro, hace metástasis, se extiende, rizoma oscuro por los recodos internos del cuerpo de la memoria, y se manifiesta, sin que otros puedan saberlo, por ejemplo, sin que Estiarte Salomón pueda saberlo, en el cuerpo de Eliot Román, que después de hablar por teléfono con Salomón, después de confirmarle una y otra vez, como lo hizo Isidro Levi, que él no estaba muerto, que sí, que él había sido el encargado de la Biblioteca Ambulante de los Enfermos, que sí, que los Enfermos seguían vivos pero que no seguían Enfermos, que no, que no quería hablar más con él, Porque a usted no le importa y punto, después de todo esto, pues, Eliot Román, solo en su casa donde vivía sin nadie, se sentó en el escritorio frente a los pocos libros que se había decidido, muchos años antes, a conservar, y que habían formado parte del itinerante acervo de la Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas. Ya no leía. Y no era porque no tuviera tiempo, o porque los ojos cansados se le cerraran al mundo y las palabras: no leía porque ninguno de esos libros, y quizá ningún otro, le decía ya nada sobre lo que a él de verdad le importaba:

      A cierta edad uno ya no quiere recordar, le decía siempre a Isidro Levi. A cierta edad, también, uno ya sabe que la libertad es la libre elección de nuestra cárcel.

      Ya no quería, Eliot Román, que la cárcel fueran aquellos libros. Lo había deseado mucho tiempo antes, cuando pasó lo de Norma Carrasco, la hermana de su madre.

      Abrió entonces un libro y repasó las páginas, le olfateó la entrepierna de papel, como si entre las páginas hubiera un perfume que pudiera reconocer, que le señalara un camino, y dejó el libro en su sitio. Volvió a hacerlo varias veces con todos los volúmenes, y cuando no encontró nada, los revisó todos otra vez:

      A veces se pierden cosas y se pierden definitivamente, pensaba,

      pero luego de esculcar cada página, una a una, encontró la fotografía, en blanco y negro, que retrataba la juventud de Norma Carrasco.

      Las fotos no son retratos nuestros, son retratos de un determinado tiempo en nosotros, de una determinada falta o ausencia. Lo peor de la libertad, pensó, es que no permite rebeldía. Y volvió a tomar el teléfono y a llamar a Estiarte Salomón para decirle que hablaría con él, que le concedería otra entrevista pero que iban a hablar de lo que él quisiera, que no iban a hablar de Orígenes, que iban a hablar de los Enfermos:

      Si usted quiere lo hacemos así, si no, no me interesa,

      y colgó el teléfono,

      y se le vino encima, otra vez, la eterna idea latente del suicidio, casi en la misma forma en que se le había presentado durante aquella juventud que cada vez era más lejana y más absurda, donde todo dolía más, donde todo era inconmensurable y excesivo.

      Eliot Román siempre pensó en la posibilidad de inventar un pasado que de tanto repetir como un rezo modificara el presente: cerraba los ojos, los apretaba con fuerza como cuando saltaba, de niño, desde la orilla de una piedra hasta las aguas del Orabá, y salía lleno de agua oscura y barro, y al abrirlos podía ver en la orilla el cuerpo de Norma Carrasco que estaba acostada sobre una toalla larguísima y verde cuidándolo para que no se ahogara; luego los abría en el presente, despacio, como si la lentitud ayudara a la conformación de ese presente modificado en el que ella, Norma Carrasco, estaba igual de joven que en los otros años, vigilándolo para que no se ahogara con el humo de los cigarrillos, con el dolor de los pulmones, con el tiempo

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