Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

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Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa Candaya Narrativa

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al contestar el teléfono parecía que Orígenes ya estaba anunciado de aquella llamada: sí, se verían pronto, sí, en el Sin Rumbo, sí, lo que usted quiera, dijo; como un vasallo que consentía caprichos, como un animal bien amaestrado con otra cosa distinta que no era ni el Párkinson ni el cansancio de la edad ni la rodilla izquierda dolorida por algún paso en falso ni la cadera reventada y operada tres o cuatro o cinco veces ni la tos del cigarrillo que ningún médico logró quitarle hasta el último día de su vida ni el recuerdo de algún amor perdido o la sobria resignación de una muerte cercana, quizá demasiado cercana;

      Las palabras son el desgaste, escribió Orígenes;

      ¿Las palabras hacen al escritor?, le preguntó Salomón;

      No, ni siquiera las palabras hacen al libro. Las palabras son lo que deshace el mundo. Sin palabras el mundo es intocable: cuando empezamos a tocar el mundo empezamos a afectarlo, a desgastarlo en tal medida que luego nos harán falta palabras para recomponerlo y hacer otro mundo que ya no será aquél que el azar del carbono y la luz nos dio una vez;

      ¿Entonces el libro no comienza en las palabras?;

      El libro no comienza: es una continuación del mundo;

      ¿Y cómo empieza usted un libro, Juan Pablo?;

      Todos los libros ya empezaron antes. Es cierto que el libro comienza, es cierto que hay un momento en el cual el libro empieza a contarse, pero es más intenso aún cuando el libro continúa, cuando el libro sigue escribiéndose: Ése es nuestro trabajo, Salomón, nuestro destino es continuar el libro de los otros, no dejar que se borre con el viento, que nadie lo borre, Salomón, ese libro cuenta nuestra vida: si el libro desaparece, usted y yo no hemos existido, porque si renunciamos al libro renunciamos a la vida,

      tengo, dijo Orígenes, una insoportable intolerancia hacia lo perdido, hacia la lactosa, hacia los globos de colores que suben y suben porque un niño despreocupado los soltó, hacia los libros sin sangre, hacia la gente sin sangre:

      una persona sin sangre, dijo, es como un huevo muerto.

      Pero entonces Estiarte Salomón, al despedirse aquella última vez, cuando Aurora Duarte apareció entre las sombras del Sin Rumbo para llevarse a Orígenes porque Es muy tarde ya, dijo ella, la apartó, la tomó del brazo como si entre ellos hubiera una confianza dulce pero autoritaria, y le preguntó, sin miedo porque no sabía Salomón dónde empezaba el peligro:

      ¿Quién es Pablo Lezama?;

      y siempre recordará el gesto de Aurora Duarte, ese abrirse los ojos del búho, esa aceleración gravitatoria de los pómulos, la boca que de sonrisa se convierte en cuchillada entre el mentón y la nariz, el silencio de los que inventan la respuesta, el silencio de los que saben que tienen que mentir, ahora lo sabe él, era ese silencio el que respondió a la pregunta diciendo:

      Será el personaje de alguna novela, creo que ya me habló de él alguna vez;

      y echó una mirada al jalón con el que ella quería desprenderse del brazo de Salomón que todavía la sostenía esperando algo más, una revelación más intensa, un candor diferente de la ficción y el despilfarro de letras. Volvió la sonrisa al rostro de Aurora, como si antes nada hubiera, como si la tristeza fuera un recuerdo de algo leído y fugaz, y se acercó a Orígenes, que seguía sentado, que se había puesto de repente a escribir, como un niño al que se le dice:

      Nos vamos, deja de jugar ya,

      y en un descuido vuelve a tirarse al suelo arrastrando los codos en la tierra soñando acaso con un castillo y una invasión. Así estaba Orígenes escribiendo en lo más cercano que encontró, el cuaderno de notas de Salomón, porque acaso, sí, el Párkinson era ahora el temblor que traía el hormiguero de palabras que avanza sobre la mesa:

      Vamos, Juan Pablo, le dijo ella, y lo tomó del brazo, enérgica, y el poeta la miró reconociendo en ella el sopor de un analgésico, y se levantó, en silencio, y se marchó sin decirle más a Salomón, que ya se ocupaba de leer las palabras que Orígenes dejó tiradas en el cuaderno sobre la mesa:

      La muerte del otro me remite a mi propia muerte, a la posibilidad de mi propia muerte, por eso mi libro no puede partir de la nada: antes ya había otros libros en mí, otros libros antes de mí, y es desde ahí desde donde comienza mi historia;

      y había llenado la página, en apenas unos segundos, con la misma frase repetida, cambiando la palabra libro por la palabra vida, la palabra vida por la palabra muerte, la palabra muerte por la palabra memoria, la palabra memoria por el verbo decir, el verbo decir por el verbo amar, el verbo amar por la palabra desierto, el desierto por el origen, la posibilidad por la certeza, la nada por la mentira, el verbo partir por el verbo ir, la preposición desde y el verbo comienza por la preposición hacia y el verbo termina y la palabra otro por el nombre propio de Pablo Lezama.

      TE ESTÁS METIENDO EN UN JARDÍN, y vas solo, le dijo Bernardo Ritz, esto no es lo que se te pidió;

      y Salomón recordaba las palabras de Orígenes:

      Lo que se prolonga se desgasta, le dijo una vez,

      pero también:

      Hay una trama que une a todo el mundo, Salomón, y es absurda y necesaria.

      Para entonces las palabras de Juan Pablo Orígenes eran una especie de rezo, una especie de mantra que se repetía constantemente: tenía el cuaderno, varios cuadernos, llenos de frases sueltas, tratando él mismo de reconstruir el supuesto o imaginario o real o imposible ejemplar de Anatomía de la melancolía en el que Orígenes había escrito tanto.

      Usted pidió una biografía, le respondió Salomón al burócrata, y eso es lo que estoy haciendo, no es nada sencillo;

      Esto se escapa de lo pactado, no es posible que el Ministerio se permita una edición más larga, el presupuesto es limitado;

      y colgó el teléfono.

      A Salomón ya le daba lo mismo: entregaría al Ministerio las páginas pactadas y buscaría él, por su cuenta, la publicación de esa biografía extendida del poeta:

      ciertamente le parecía que aquello era un jardín:

      en las páginas hasta entonces escritas había:

      una confesión;

      un interrogatorio en una habitación donde dos o tres hombres le preguntan a Pablo Lezama qué pasó con Juan Pablo Orígenes, qué fue de los Enfermos, qué pasó el dieciséis de enero;

      hay una conversación entre Orígenes e Isidro Levi y un par de poemas sin firmar;

      hay también la historia de un Enfermo, Anistro Guzmán Zárate, que comía repollo hervido en una prisión preventiva en el tiempo de la guerra sucia;

      y había un sepelio, la duda de una traición, un libro anotado en los márgenes, la mención de un asesinato, un secuestro fallido, grafitis sueltos por todas las páginas como sueltos por toda la ciudad, la descripción detallada de un rostro sin nombre que se parecía muchísimo al rostro de Juan Pablo Orígenes, una explicación astronómica sobre la sucesión de los trópicos, un manual para conducir maquinaria pesada, el olor preciso de la bahía y el color amarillo del desierto, el peso de dos maletas llenas de libros y un montón de lugares en un mapa marcados con la señal de la cruz;

      el nombre

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