Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

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Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa Candaya Narrativa

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entre ellas no hubo ni una sola palabra,

      entonces yo ya había dejado la escuela de medicina, por el accidente y eso, ¿verdad?, y por todo lo que se prolongó la operación y la convalecencia, esas cosas, usted sabe, son largas y se estiran, una cuaresma entera o dos o algo así, y con el calor era todo más incómodo, pero yo seguí pensando en la casa y en las pinturas y en esa gente enferma y en Amalia Pastor, y como también pensaba en Lida, que dejó de aparecer en los sitios habituales, me fui acercando a la casa de la calle Colón,

      no sé muy bien por qué lo hice,

      entonces fui, pero no me atreví a tocar el timbre la primera vez. Ni la segunda. Pero la tercera vez, cuando iba llegando, me di cuenta de que la madre venía por el otro extremo de la calle y no pude hacer nada para no cruzarme con ella:

      me hice el tonto y pasé de largo frente a su puerta, ella caminaba despacio y aún tenía un trecho para llegar. Me contuve porque quería girar la cabeza, pero apenas eché los ojos a un lado como si tuviera que ser discreto, como si así la engañara y ella se fuera a creer que yo pasaba de casualidad, pero siempre he pensado que ella me vio, que de lejos me vio los ojos porque cuando nos topamos y yo fingí naturaleza ella me dijo que la siguiera, que me iba a hacer un té,

      pero yo no me tomé el té,

      Está usted pálido, me dijo, tómese un té,

      nomás me trajo una taza de agua caliente con azúcar y empezó a hablarme de las pinturas. Ahora que lo pienso, es posible que me confundiera con alguien más y que no supo, al menos en esa visita, que unos días antes estuve ahí con su hija. Quizá ni siquiera recordaba a su propia hija, o no me recordaba a mí con ella,

      entonces me dijo:

      Éste es mi tío Segundo,

      Segundo así, con mayúscula, porque así se llamaba, pero también era su tío segundo, primo de su madre. Había enfermado en la infancia, me dijo, de una fiebre reumática de la que no se recuperó nunca, por eso estaba retratado en una silla de ruedas,

      me contó la historia de la silla de ruedas. Del tío Segundo habló después:

      la silla la habían traído desde el hospital. En aquel tiempo, me dijo, después de la Revolución, la familia estaba pasando por ciertos apuros económicos porque el abuelo había comprado un barco,

      un barco, sí. El abuelo creía en el fin del mundo y se compró un barco porque, dijo:

      El fin del mundo va a ser una lluvia torrencial;

      el barco lo habían metido al patio desde la parte trasera de la casa. Ya no existía porque con el tiempo usaron la madera para reparar algunas puertas que la polilla se fue comiendo, para componer algunas sillas, la mesa del comedor, y algunos restos naufragaban por los rincones del patio,

      sería un barco pequeño, ¿verdad?, pero dijo que ella no lo recordaba, que hacía mucho tiempo de aquello, y que ésa era la razón por la cual el abuelo Maximiliano estaba retratado, en el centro de una de las paredes de la sala, sujetando un timón de barco. Aunque decía Amalia Pastor que luego le dijeron que el barco no tenía timón, pero así lo retrataron,

      el caso es que el barco ya no existía y la familia, en aquel tiempo, tenía poco dinero. El tío Segundo enfermó cuando tenía unos doce años y necesitaba, o decían que necesitaba, una silla de ruedas. Pero no había dinero. Entonces, el abuelo Max, que así le decían, sintiéndose quizás un poco culpable por el asunto del barco y por no poder comprar la silla de ruedas, se fue un día al hospital y regresó con el aparato:

      El aparato, le decía él,

      era una silla de ruedas

      nuevecita,

      flamante

      y robada,

      Amalia Pastor decía que el abuelo Max se robó la silla del Hospital Civil de la Cruz Santa, que luego de hospital fue hospicio, luego manicomio, luego biblioteca, luego otra vez manicomio, después pasó a ser la Oficina General del Archivo Histórico, después otra vez biblioteca, y ahora, vacío por dentro pero con los mismos muros originales, es un estacionamiento público. En medio de todo aquello, usted lo sabrá, el edificio se inundó, se cerró en cuarentena durante dos años por un brote de meningitis, se incendió y se vino abajo el techo, restauraron el techo y se infestó de ratas, creció un árbol en el salón central y hubo que arrancarlo de la raíz, dice Amalia Pastor que ella vio, desde el sótano, cómo las raíces bajaban y quedaban en el aire porque el árbol, que era una ceiba, empezó a crecer en la tierra que había entre la planta baja y el sótano y luego lo rompió todo; más tarde el edificio volvió a inundarse y al final, un poco por el descuido y otro poco por la intención de los dueños, todos los pisos se vinieron abajo para dejar lugar al estacionamiento público. Entonces ahí, cuando era el hospital, el abuelo Max se robó la silla:

      me acuerdo muy bien de que Amalia Pastor me dijo que el hombre entró por la sala de urgencias ayudando a unos camilleros que llevaban a un muchacho al que habían atropellado:

      no, el abuelo Max no había ayudado al muchacho luego del accidente, nada más se les acercó para poder entrar,

      no, tampoco lo atropelló él,

      ya adentro, cuando nadie le prestaba atención, yo sé muy bien lo que pasa en los hospitales, muchacho, que cuando ya uno está dentro nadie se fija, uno a nadie le importa; ya adentro, pues, se puso a buscar por los pasillos una silla de ruedas:

      la encontró en una habitación, al lado de la cama de una mujer mayor:

      la mujer estaba despierta, y el abuelo Max se acercó a ella y comenzaron a hablar:

      Seguramente hablaron de Dios, me dijo Amalia. Cuando el abuelo Max quería embaucar a alguien siempre se ponía a hablar de Dios y del diluvio y decía que Noé era un visionario que soñaba con yates y prefiguró los zoológicos. Decía cosas como:

      Dios se aburre porque está solo y se convierte él mismo en su propio enemigo y a la vez en su medio de salvación, en su asesino y su víctima: salva a los otros de su propia furia y les pide que piensen en él para no castigarlos;

      seguramente le habló de eso a la mujer, y ella, que estaba sola, lo invitó a sentarse,

      quizá creyó que era un cura o un misionero o algo,

      es cierto que el hombre que sostenía el timón en el retrato tenía barba de misionero: una espesa barba donde tranquilamente anidaría un ratón,

      y como no había otro sitio donde sentarse que en la silla de ruedas, el abuelo Max se sentó ahí, y se quedó hablando con la mujer hasta que ella se aburrió y se fue quedando dormida. Entonces, el abuelo Max se acomodó bien en la silla, puso los pies en los estribos y, preocupándose por la peligrosa comodidad que se sentía en aquel aparato, se echó a rodar:

      justo en el momento en que apenas se alejaba de la cama, entró una enfermera a la habitación. El abuelo Max se detuvo y se le quedó mirando a los ojos,

      quién sabe cómo es que Amalia Pastor sabía todas esas cosas, o si se las habría inventado,

      el caso es que la cara le cambió como si lo abrazara una sombra y de pronto era un hombre enfermo, casi moribundo, al lado de su esposa o su madre o su hermana que se moría sin

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