Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

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Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa Candaya Narrativa

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llevaran las primeras tres vocales y redujo su vocabulario a las palabras que llevan las últimas dos: hay un retrato suyo en la casa, lejos de la puerta del patio interior para evitar una neumonía: aparece tosiendo una larga O con los ojos cerrados y la lengua a medio salir pegada al labio inferior y cubriendo los dientes como si ofreciera en una almohadilla carnosa la posibilidad de una joya; había perdido, me explicó Amalia Pastor, la costumbre que tenemos de colocar sobre la boca el puño cerrado o la mano abierta porque quizá se habituó a la velocidad de los espasmos,

      y luego estoy yo, le dijo, yo también he estado enfermo, y tuve una suerte absurda, o una voluntad absurda, de meterme en trabajos donde se me hacía más evidente la enfermedad,

      pero Amalia Pastor ya falleció, y ahora la botica es de Lida, y cuando volví, hace unos años, me dejó a mí de encargado porque ella tiene mucho trabajo con sus enfermos, a veces le ayudo porque trabajé en un hospital, pero ella los conoce, usted debería hablar con ella, aunque es verdad que a ella no le gusta hablar con nadie, a veces tampoco habla conmigo, pero aquella vez, cuando hacía semanas ya que nos conocíamos, cuando éramos jóvenes, me dijo un día:

      A mi madre la perdí hace años,

      pero luego un día fuimos a conocer a su madre,

      y yo pensé que no hay hija que no pierda a su madre constantemente;

      ¿Eso le dijo Lida Pastor?, le preguntó Salomón;

      Eso me dijo, y entonces vinimos aquí: yo ya había estado en la botica: siempre que estuve con ella era aquí, detrás de este mismo mostrador, y me había contado que aquí entraba mucha gente, que por las noches dejaban que se escondieran los estudiantes, pero esa vez entramos por la puerta de la casa:

      al principio me pareció que entrar ahí era como echarse un rato a dormir en mediodía, ¿verdad?, después del pasillo de la entrada hay una sala enorme: de un lado los muebles son rojos, los sillones de terciopelo rojo, o de algo que se parece al terciopelo o al color rojo, y del otro lado los muebles son muy altos y cuando uno se sienta los pies le cuelgan sin tocar el suelo, y todo tiene un tacto pegajoso de algo que estuvo ahí antes y ya no, como si a todo se le hubiera pegado una sombra húmeda y plastificada,

      ahí es donde empiezan las pinturas,

      o empiezan ya desde la pura entrada, pero está tan oscuro que no se les presta atención. La casa es impresionante, pero las pinturas son lo que más lo atrapa a uno. Y los andamios: hay una especie de pasillo elevado por toda la casa, una especie de segunda planta al pie de las pinturas, como si alguien estuviera reparando las paredes o los techos, pero luego uno descubre que lo que reparan son las pinturas. Luego hay dos pasillos: uno atraviesa un patio interior lleno de matas verdes, y el otro atraviesa dos habitaciones. También ahí hay pinturas en los muros. Pero en los muros, no colgadas de clavos ni apoyadas en las paredes: pintadas sobre los muros: el marco pintado también, y todo el contenido. Luego los dos pasillos se unen y hay más espacio y más luz. Un salón con algunos libros, el comedor, la cocina. Y al fondo la puerta del patio. Todo está lleno de pinturas. El patio es un parque enorme, lleno de árboles y de frutas tiradas en el suelo. Aquello no se acaba. No llegamos al final no sé si porque tuve miedo o porque ella tuvo miedo o porque la madre apareció detrás de nosotros cuando ya estábamos a medio camino por las baldosas azules y blancas que atraviesan el patio, ¿verdad?,

      así fue, en aquel tiempo las cosas eran de ese modo.

      Cuando Estiarte Salomón volvió a su casa después de pasar un par de horas con el boticario, encendió la grabadora y volvió a escuchar aquellas palabras arrastradas como culebras en un lodazal, recordó el olor a alcohol del trapo con el que Macedonio repasaba una y otra vez el cristal del mostrador con la mano zurda y la sensación que tuvo cuando por fin le vio la derecha que había tenido dentro del bolsillo de la bata blanca durante casi todo el rato de la entrevista:

      una mano incompleta:

      el índice y el corazón casi del todo amputados, y el pulgar, como si fuera una aleta, o el extremo inferior de una pinza de cangrejo, se cerraba con el anular y el meñique en un puño puntiagudo y aquello parecía, de alguna manera, la cabeza de un conejo;

      recordó Salomón la facilidad con la que Macedonio le fue contando todo como si le tuviera una confianza de años, y que insistía una y otra vez en que debería hablar con Lida Pastor, pero que sería imposible.

      Entonces el biógrafo empezó a transcribir las palabras del boticario conforme iban saliendo de la grabación:

      Macedonio le dijo que Amalia Pastor había mandado que todas las pinturas o fotografías que había en la casa, las que colgaban de algún clavo, las que reposaban sobre algún mueble, se pintaran en la pared. Alguien lo hizo, seguramente, y al parecer con una pericia impresionante:

      Ahí está la historia de mi familia, le dijo Amalia Pastor a Macedonio;

      Y empezó a contarme la historia de cada uno de ellos, de los antepasados y los cuadros. No me dijo, en cambio, por qué había hecho pintar las imágenes sobre la pared. Creo que había una razón poderosa, ¿verdad?, no un simple capricho, pero no me atreví a preguntarle, decía el boticario,

      Aquél de allá, me dijo, es mi bisabuelo,

      y Macedonio señalaba con la zurda alguna pared de la botica,

      Era un cuadro con un hombre sentado en un sofá de terciopelo verde, ahí casi todo tenía algo que ver con el terciopelo, como si una especie de grandeza hubiera en ello, o de una memoria de cierta grandeza o de tiempos mejores, ¿verdad? El viejo estaba sentado, reclinado en el respaldo, y tenía un parche en el ojo derecho. Casi no le quedaba pelo y se le veían unas escamas descarapeladas en la cabeza llana, las arrugas de la cara parecían superpuestas, como si no hubieran estado ahí antes, y en la boca, con los labios muy pequeños, parecía que no había ni un solo diente, aunque la tenía cerrada. Al lado del sillón, como si hubiera un perchero donde quizás alguna vez colgaba un sombrero o un abrigo, había una bolsa de la que se extendía una pequeña vía tubular que llegaba hasta esa mano izquierda que tenía el gesto de un saludo o un cigarrillo, pero que en lugar de eso tenía una aguja clavada por donde entraba el suero, supuestamente porque, dijo la mujer, hacía tanto calor últimamente que el bisabuelo estaba deshidratado,

      Quizá se recupere en un par de semanas, dijo ella,

      o algo parecido dijo,

      uno piensa que esos retratos antiguos se hacen en un momento de bonanza, de bienestar, ¿verdad?, una especie de recuerdo lindo o poderoso en el que la vida está dibujada como voluntad de una herencia, de un decir la vida de antes, pero aquellos cuadros eran distintos: todos estaban enfermos, todos afectados por algo: antes de que Lida volviera de su excursión al patio pude ver a una mujer que, evidentemente, llevaba una peluca; un hombre con una pierna de madera; un niño al que se le podía ver contagiado de polio; otro hombre que tenía un ojo de vidrio; una niña, guapísima, con estrabismo y hepatitis, y otros tantos evidentemente enfermos pero en un constante proceso de curación o convalecencia:

      Son mi familia, dijo Amalia, sufren tanto,

      y empezó a darme miedo, muchacho, entendí entonces por qué Lida Pastor me dijo que a su madre la había perdido muchos años antes. Entendí que los andamios que recorrían toda la casa como un balcón mal hecho eran para hacer esas curaciones a los cuadros. Entendí que había una intensa fijación por la enfermedad. No entendí nada más porque Lida volvió y nos fuimos y no volvimos a hablar de ello nunca. Quizás quiero recordar que aquella vez la madre me habló de sus enfermedades, aunque no sé si eran suyas o si eran las enfermedades de sus antepasados. Creo que hizo una lista

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