Coma: El resurgir de los ángeles. Frank Christman

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Coma: El resurgir de los ángeles - Frank Christman

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el orden; de nuevo, la última no prendía.

      —Ahora sí que me estoy acojonando —dijo Mario volviendo a colocar dos cerillas más.

      Una vez más, la última punta no prendió.

      Mario se levantó tirando la silla. Cogió el vaso y salió a la calle. Lo lanzó con fuerza contra la pared que había enfrente, era una casa abandonada, pendiente de derribo; el vaso rebotó varias veces y no se rompió. Se quedó mirando el vaso sin poder creerlo. Volvió la vista mirando a sus amigos. Estaban todos paralizados. Avanzó hacia el vaso, lo cogió y lo lanzó a la pared desde donde estaba, a unos metros. El vaso golpeó contra la pared y rebotó en ella sin romperse. Era imposible. Fuera de sí, lo cogió de nuevo y levantando la mano lo estrelló contra el suelo con todas sus fuerzas mientras gritaba:

      —¡Vuelve al infierno!

      Esta vez, el vaso se hizo añicos. Los otros chicos se acercaron lentamente y miraron al suelo.

      —¡Dios mío! —Diego se santiguó—. No ha quedado ni rastro.

      Efectivamente, no se podía ver ni un solo trozo de vidrio.

      —Tenemos que ir a hablar con don Pedro —propuso Ángela. Don Pedro era el cura.

      Se dirigieron a la Iglesia. De camino, salió de una casa una señora que los llamó. Era una curandera de esas que quitaban el Sol o el dolor de tripa, y también el mal de ojo. Cuando llegaron a su altura, se quedó mirando a Mario y le dijo:

      —Veo que caminan contigo un cordero negro y un cordero blanco. Ten cuidado, hijo.

      —¿Eso qué significa? —peguntó Mario desconcertado.

      —Eso no lo sé. Te puedo decir lo que veo, pero no sé interpretarlo… Tendrás que averiguarlo por ti mismo.

      Los chicos continuaron su camino y llegaron a la Iglesia. El cura estaba oficiando misa, no había mucha gente. Todos caminaron por el pasillo central hasta llegar delante del altar. Don Pedro interrumpió el ofició.

      —¿Qué significa esto? —espetó ofendido.

      Ángela dio un paso adelante.

      —Tenemos que hablar con usted. Es muy importante.

      —¿Tan importante como para interrumpir una misa? —objetó don Pedro.

      Todos asintieron. Don Pedro bajo los tres escalones que le separaban de los chicos. Los sobrepasó mientras hacía un ademán para que le siguieran. Llegaron a la entrada de la iglesia y se detuvieron.

      —Explicaos —conminó muy enfado—. ¿Qué ocurre?

      Ángela se lo contó todo. Don Pedro la escuchaba con atención sin interrumpirla. Cuando acabó se santiguó.

      —¡Virgen María! ¿Qué habéis hecho? Tenéis que confesaros. Después os daré la comunión.

      Los feligreses que habían asistido a toda la escena se preguntaban entre ellos con curiosidad. Cuando confesó a todos, salió del confesionario y rogó que le acompañaran.

      —Vamos a retomar el oficio —anunció—. Esperad a la eucaristía y os daré la comunión.

      Don Pedro volvió a retomar el oficio y cuando llegó el momento de tomar la comunión, todos se pusieron en fila esperando que, con aquel gesto, se pudiera reparar el conflicto espiritual que se había generado; al menos, todos lo creían.

      El tiempo, ese gran aliado del olvido, fue el elemento necesario para que aquel episodio formara parte del pasado. El paso de los meses fue decisivo para que ninguno hablara de lo que ocurrió. Las chicas estaban dedicadas a los estudios. Las tres habían entrado a la Universidad de Valencia; al igual que Alfonso. Diego, estaba desarrollando estudios de Formación Profesional y Mario, había sacado una beca en la Universidad de Barcelona.

      Sus vidas discurrieron por caminos distintos y solo se encontraban en verano. Pero, cada vez con mayor frecuencia, sus vidas coincidían menos. Diferentes amistades, distintas metas; todo se había roto entre ellos, a pesar de que, cuando coincidían, pudieran tomar unas cervezas.

      El infortunio

      Cinco años más tarde

      Mario acabó la carrera de Ingeniero Industrial Superior en la Universidad de Barcelona. Durante cinco años había estado trabajando casi de todo para poder pagarse los estudios. Barcelona era una ciudad cara y tuvo que compartir piso con otros cuatro estudiantes. La muerte de su abuela, el único familiar que le quedaba —sus padres murieron en un accidente cuando tenía tres años—, a la que adoraba, le permitió acabar sus estudios con comodidad, ya que le había dejado la mitad de la herencia. La otra mitad se la había dejado a su hermana Sara, que había estudiado Física Cuántica y se había especializado en aplicaciones informáticas. Había sido reclutada por una multinacional de San Francisco, California, en Estados Unidos. Gracias a la generosidad de su abuela, Mario pudo comprarse una moto de gran cilindrada, una Honda GL 1800. Las motos eran su pasión.

      Estaba en el piso que compartía con otros estudiantes, dándose una ducha. Cuando acabó, se preparó el poco equipaje que tenía y lo metió en dos bolsas. Sus compañeros de piso ya lo habían dejado volviendo a sus casas, así que, solo quedaba él; Cogió las bolsas y bajó las escaleras. Al llegar a la portería saludó al portero.

      —Buenos días, Miguel —saludó.

      El portero que estaba ojeando un periódico, levantó la vista al reconocer la voz del chico.

      —¡Ah! Hola, Mario. ¿Qué te cuentas?

      —Pues nada, que ya he terminado y vuelvo a casa, a Valencia —introdujo una mano en un bolsillo y sacó un llavero. Extrajo una llave y se la entregó—. Tenga; entréguesela a doña Mercedes.

      Se agachó a recoger las bolsas y con ellas en la mano se despidió.

      —Adiós, Miguel. Despídame de doña Mercedes.

      —Lo haré. Buen viaje y cuidado con la carretera.

      —Tendré cuidado. Gracias por todo lo que ha hecho durante estos cinco años.

      —Hago mi trabajo.

      —Buena suerte —dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Al salir caminó hacia donde tenía la moto; abrió los compartimentos que tenía a ambos lados e introdujo las bolsas, después de sacar una chaqueta de motorista y el casco, cerró los compartimentos, se puso la chaqueta y se sentó en la moto. Arrancó y, mientras dejaba que el motor cogiera ritmo, se colocó el casco, lo abrochó bien y arrancó. Mientras circulaba por Barcelona para coger la salida a Valencia miró a su alrededor. Habían sido cinco intensos años. Atrás dejaba amigos, chicas y muchos recuerdos agradables. No le gustaba correr demasiado, menos aún mientras tuviera que pasar los controles de pago de la autopista. Cuando pasó el último paró en un lado, se abrochó bien la cazadora, comprobó que todo estaba correcto y arrancó. Por delante tenía tres horas y media de camino.

      Tres

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