Tigresa Acuña. Alma de Amazona. Gustavo Nigrelli

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Tigresa Acuña. Alma de Amazona - Gustavo Nigrelli

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maestra de 1° era la señorita Alicia. Es a la que más recuerdo por su bondad. A ella siempre le llamaba la atención que yo fuera tan callada, más aún cuando se enteró de que practicaba artes marciales. No podía entender cómo yo siendo tan buenita, tan tímida, que no mataba una mosca, hiciera full contact, o algún deporte de contacto, de pelea, de violencia.

      Es que yo jamás me peleaba ni discutía con nadie. Bueno, no tan con nadie, porque en el secundario pasó algo que ya contaré más abajo, cuando tuve que darle un “estate quieto” a un compañero, ja. Fue la única vez, y yo ya era conocida como “La Tigresa”, al menos en el barrio.

      Siempre fui responsable y estudiosa, por eso jamás me llevé materias. En el secundario llegué a ser 1° escolta de la bandera, nunca abanderada, porque siempre mi amiga Silvia, con quien estábamos juntas, me ganaba con las centésimas.

      Competíamos sanamente en notas, pero me terminaba ganando. Yo me destacaba más en lenguas y ciencias naturales, pero también andaba bien en matemática, historia, geografía y estudios sociales, que era una especie de temas políticos.

      Pero tanto mi madre, como los familiares o conocidos, jamás sospecharon hasta ese momento cuáles eran mis verdaderas potencialidades, aunque en casa yo siempre fui muy inquieta e hiperactiva. Entonces mi madre me mandó a hacer danzas españolas, a ver si gastando un poco de energía se me pasaba.

      ARTES, PERO MARCIALES

      Tenía 6 años e iba a hacer eso, porque era de las pocas opciones para mujeres, y mi madre además siempre fue partidaria de que hiciéramos algún deporte.

      Me aburría como la mejor, pero yo obedecía. Hasta que ocurrió algo que cambió el destino de todo, y fue cuando nos mudamos a La Paz, al poco tiempo.

      Es que en el afán de encontrarle a mi hermano algo para que él desarrollara, mi viejo vio camino a casa, en la esquina, que habían abierto un lugar donde se practicaban artes marciales, y de inmediato pensó en llevarlo allí.

      El gimnasio daba a la calle, y era vidriado, por lo que desde afuera se veía todo. Era el Club Polideportivo La Paz.

      Hacía muy poco nos habíamos mudado, cambiado de escuela, de casa, de todo. Pero como con mi hermano estábamos siempre juntos, fue él y atrás suyo fui yo a acompañarlo.

      Estaban los chicos practicando, unos 30 pibes de entre 17 y 18 años, y también unos chiquitos entre los cuales estaba mi hermanito, cuando Ramón –que era el profe- se me acercó y me dijo: “¿querés probar?”. Yo pensé: “¿por qué no?”. También había niñas, ¿cómo no iba a poder practicar yo también?

      - “Sí”, le respondí.

      Ni bien puse un pie en el gimnasio, y Ramón me hizo tirar la primera patada, me dije: esto es lo mío.

      Pateé, pegué, hice ese día los primeros movimientos del full contact, y volví enloquecida a casa. Miré a mi vieja en la cena y le comenté: yo voy a seguir haciendo esto. Y a danzas no voy más.

      Vi que se miraron un poco, pero nadie dijo nada. Y en ese silencio sentí una especie de aprobación. Mi viejo, porque de por sí él siempre me apoyó y porque le gustaban esos deportes, y mi madre por naturaleza, porque nunca se oponía a los gustos nuestros, mientras no se tratara de algo malo, le gustara o no.

      A partir de allí, cuando me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, mientras todos decían médico, abogado, o arquitecto, yo decía: campeona de full contact.

      Por supuesto, todos se reían y me volvían a preguntar, esperando la respuesta “seria”, “convencional”, pero yo volvía a repetir la misma. Y bueno, en el fondo me tomarían por loca, pero me lo aceptaban.

      Tal como decía mi maestra, la señorita Alicia, yo no sólo jamás me había agarrado a piñas, ni era de pelearme, al contrario, era calladita y respetuosa. Tampoco sabía si era fuerte o no, pero no era algo que me importara. Creo que ni siquiera pensaba en eso.

      Lo único que sé es que, a los 8 meses de haber empezado, ya cagaba a palos a todas las chicas de mi edad, por lo que Ramón empezaba a ponerme con los varones o con gente más grande primero para no lastimar a nadie, y luego para que pudiera entrenar tranquila sin limitarme.

      Yo tenía 7 años, y Ramón 30. Siempre lo vi como el profe, como mi maestro, respetuosa y obediente de todo lo que me decía. No me daba tampoco tanta bola, porque tenía a los chicos más avanzados, a los más grandes, y él se tenía que dedicar un poco más a los que de repente competían, o tenían alguna pelea o exhibición cercana.

      Pero al año de haber entrado, recuerdo que hice mi primera exhibición. Fue en agosto, para el Día del Niño, en el playón del barrio Guadalupe, a unas 10 cuadras del La Paz. La hice con César, el segundo hijo del primer matrimonio de Ramón, que también practicaba y en ese entonces tenía 7 años, uno menos que yo, que ya tenía 8.

      Fue pareja. Con César, al ser casi de la misma edad, pero él varón, nos dábamos con un caño. Siempre hacíamos exhibiciones y entrenábamos juntos, pero nuestras peleas eran palo y palo, yo más con las manos, porque siempre tenía la tendencia de pegar piñas, y él con las piernas, porque tenía buena patada.

      Pero Ramón también sabía que siendo su hijo tenía más confianza y no nos íbamos a lastimar, aunque de alguna manera lo sorprendía que siendo mujer estuviera a su altura.

      Creo que allí recién descubrí yo que era fuerte, que me la bancaba, al tener que pelear contra varones porque con mujeres de mi edad no podía, ya que las superaba. Y al poder soportar golpes de alguien que además de su género masculino era más grandote que yo, pese a tener un año menos.

      Fue entonces a los 9 años, cuando ya comencé a hacer exhibiciones siempre contra varones que Ramón me bautizó con el apodo de Tigresa. Y así me quedó. “La Tigresa”, me decía. Por lo agresiva, por lo indómita, por lo salvaje.

      Tanto pegó mi apodo que al poco tiempo mi viejo me hizo hacer una remera estampada con la imagen de un tigre, que yo usaba generalmente para hacer las exhibiciones, como a modo de bata con la que suben los boxeadores. Era para remarcar mi apodo, y dejar bien en claro que ahí venía La Tigresa, con remera y todo. Fue mi primer merchandising.

      Y así siguió mi historia, cada vez más abocada en el deporte del full contact, que era hasta ese momento lo único que podía hacer de contacto y con el cual competía, no solamente practicaba y hacía exhibiciones.

      También eso incrementó en algo mi pequeña fama casera, porque de alguna manera comenzaron a identificarme con el nombre de Tigresa más que de Marcela, lo cual me otorgó cierto respeto y consideración, además del aprecio de los cercanos.

      Pero a la vez algún que otro contratiempo, como el que prometí contar más adelante hace unos párrafos arriba.

      Siempre fui tranquila fuera del gimnasio, como lo soy ahora abajo del ring, y no tuve que aplicar nada de lo que sé sobre peleas en la calle, porque además no me gusta, no es mi personalidad, no soy de discutir mucho.

      Sin embargo, una vez, en el secundario, a los 13/14 años, estábamos en el centro de estudiantes, discutiendo entre nosotros de varias cosas. Un compañero de curso quería sobresalir, ser el delegado, el capo, y encima era el más acalorado de todos. Casi nadie lo quería, y yo menos, así que de repente me vi envuelta en una discusión personal con él.

      Palabra

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