Tigresa Acuña. Alma de Amazona. Gustavo Nigrelli

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Tigresa Acuña. Alma de Amazona - Gustavo Nigrelli страница 9

Автор:
Серия:
Издательство:
Tigresa Acuña. Alma de Amazona - Gustavo Nigrelli

Скачать книгу

      Fue un momento tenso. Pero mi viejo nos vio tan decididos, que prefirió llevarse a mi hermano y dejarme a mí junto a Ramón, porque se dio cuenta de que yo no quería separarme de él.

      Fue entonces que mi viejo fue a hacer la denuncia a la comisaría, una especie de denuncia de rapto. Y como nosotros sabíamos que iba a hacerla, nos fuimos a la casa de un amigo de Ramón, que también era de la policía, y que nos cobijó.

      Era más que nada para que nos permitiera escondernos ahí y pasar la noche, aunque más no sea. Yo ya a mi casa sabía que no iba a volver más.

      Ramón, que estaba separado ya de su ex mujer –con quien tengo y tuve siempre muy buena relación- y que iba allí solamente a dormir, tampoco podía regresar a su vivienda conmigo, así que tampoco tenía ya dónde ir a vivir él, por lo cual pasamos a ser en un instante dos desamparados, sin techo, sin nada, porque el plan de parar en lo de su amigo era muy provisorio.

      La cosa duró poco, porque se ve que al amigo de Ramón lo apretaron, lo habrán presionado sabiendo que eran amigos y que podía estar ayudándonos, y se ve que cantó.

      La cuestión fue que al otro día vino la policía nomás. Todo un operativo policial para buscarnos a nosotros dos, que estábamos solos, como dos chorlitos, como si fuéramos dos delincuentes.

      Me agarraron a mí y me quisieron llevar a mi casa, y yo les decía: “no, a mi casa no voy”. Y ellos me respondían: “a tu casa, o al Instituto de Menores”.

      - “Al Instituto de Menores”, les respondía yo.

      Me llevaron a la comisaría, y en la comisaría lo mismo: “A tu casa, o al Instituto de menores”.

      - “Al Instituto de Menores”, les repetía sin vacilaciones.

      -Bueno, no se hable más –dijeron-. Al Instituto de Menores.

      Y ahí fui a parar.

      Claro, qué sabía yo lo que era el Instituto de Menores…

      Fue la peor época de mi vida.

      Yo pensaba que sería algo así como un colegio, un hospedaje, un lugar con chicos como yo que solamente no tenían familia. Pero no. Era algo más bien parecido a una cárcel.

      Sí, era una cárcel. Estábamos todos juntos, en cuchetas, y privados de la libertad. Nos hacían trabajar, nos tenían prohibido ir a la terraza, porque por allí se escapaban los internos. Y nos trataban mal, muy mal.

      Yo lloraba todo el tiempo…

      Al otro día Ramón vino a verme, haciéndose pasar por mi papá, y lo dejaron pasar, pero al día siguiente ya se avivaron y le prohibieron la entrada.

      Entonces se contactó con un abogado, para ver cómo podía hacer para sacarme de allí, y el abogado comenzó a interceder, aunque en realidad, digamos que lo estafó, porque a modo de pago le cobró la moto, y en realidad lo que él hizo era algo que podía hacer cualquiera, que no se necesitaba plata, porque no era ningún trámite. Más que nada lo que nos ofreció fue contención y consejos. Pero ya está.

      Era el único que parecía estar de nuestro lado, y cuando uno no sabe, o está desesperado, se aferra a cualquier balsa.

      En realidad, cualquiera podía sacarme de allí, menos Ramón, porque yo no había hecho nada. No era delincuente. De última era la víctima. Si venía mi viejo me sacaba, el problema era que yo no quería irme con él, y menos a casa.

      Así estuve una semana. Me venía a ver el abogado, mientras yo relojeaba todos los días a ver cómo podía llegar a la terraza para escaparme.

      Pero finalmente salí en forma legal, porque el abogado no sé cómo hizo, si dijo que se hacía cargo de mí por 24 horas, no sé, lo cierto es que un día me llamaron y me retiraron por la puerta principal.

      Ahí entonces el abogado me avivó. Me dijo que la próxima vez que me agarraran y me preguntaran dónde quería ir, me convenía irme a mi casa, porque de allí si quería me podía escapar con mucha más facilidad que del Instituto.

      Y así fue. Volví a casa, y al otro día, me volví a escapar.

      Yo me iba a ir a la noche y Ramón me estaba esperando a la vuelta de casa, pero se volvió, porque mi vieja se ve que algo intuyó y se vino a dormir a mi pieza esa noche, con lo cual me embromó. No pude fugarme.

      Lo hice al otro día. Esperé el horario del colegio, y Ramón, que sabía todos mis pasos y horarios, sin necesidad de decirnos una sola palabra me estaba esperando.

      Ahí mi viejo se rindió. Entendió que era inútil, y dejó de seguirme. El problema era que no teníamos dónde ir, y nos sentíamos todo el tiempo perseguidos, porque, mal que mal, estábamos prófugos. Y yo era menor.

      La solución provisoria fue irnos a la casa de otro amigo de Ramón, que nos prestó una habitación donde pudimos estar ambos, casi sin nada.

      Era un amigo de donde él trabajaba en ese momento, que era Obras Sanitarias.

      Estábamos todo el tiempo juntos, si mal no recuerdo con una muda de ropa en la mochila, nada más, lavándola a cada rato para ponerme la otra e irlas cambiando.

      Pero lo peor es que sabíamos, o pensábamos, que en cualquier momento vendrían por nosotros porque mi viejo nos iba a seguir denunciándonos y buscándonos. Lo sentíamos. Y ya se había convertido en una paranoia.

      Él se iba a la mañana a su trabajo y yo me quedaba adentro, escondida. Sufriendo hasta que él volviera.

      Hasta que entonces se nos ocurrió una idea, que hoy a la distancia lo veo como una locura, con una leve sonrisa. Un pensamiento lleno de romanticismo, un dramatismo tal vez exagerado, pero que, en aquel entonces, como estaban las cosas, mientras estábamos viviendo la película de nuestras vidas sin saber cómo iba a terminar, era algo que nos parecía la mejor salida:

      Ramón se compró un revólver. Un revólver con dos proyectiles. Dos balas explosivas. Una para él, y otra para mí. E hicimos un pacto: o estábamos juntos, o no estábamos con nadie.

      Así que en cuanto vinieran por nosotros, ya sea que nos golpearan la puerta, que fueran al trabajo suyo, que los veamos cerca merodear por la casa, o donde sea, ni bien viéramos a la policía cerca, que nos detengan, o quieran llevarme nuevamente… el primero que estuviera en esa situación, se mataba. Y después, se mataba el otro.

      Y si estábamos juntos, lo mismo. Uno de los dos, quien primero se animara, o quien primero agarrara el arma, mataba al otro y se suicidaba. Hasta habíamos dejado una carta, que la habíamos escrito juntos.

CARTA-SUICIDIO

       Esta carta es para decirles:Que hemos tomado esta drástica decisión por ver que nuestras familias no entienden “nuestro amor”.Y dejar en claro en claro que si no podemos estar juntos, es mejor no vivir.Perdón si lastimamos a alguien, pero así lo decidimos…Amamos nuestras familias, pero más nos amamos nosotros… (SIC)

       Ramón y Marcela

      Tuvimos suerte de que en ese momento la policía ni apareció por ningún

Скачать книгу