Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez Aguilar

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Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar Candaya Narrativa

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memorizaban en sus ordenadas sesiones (de cuatro a nueve, de once a dos), era porque yo sabía que no podía defender ninguno de mis proyectos. Y no me refiero solamente a proyectos concretos como un cortometraje, un guión, un videoclip, o cualquier otro de los trabajos que hacíamos en la Facultad. Lo que quiero decir es que, aunque yo pensaba que no los soportaba a ellos, su seguridad, su convencionalismo, etc., en realidad, lo que no soportaba, era a mí mismo. Y seguramente por aquella época ya tenía las visiones de la pistola y la sien. Porque yo creo que las pocas veces en que me vi obligado, por cortesía, a intentar explicar algún proyecto, o a explicar qué estaba haciendo en esa Facultad, en Madrid, en la vida en general, no podía soportar mis propias palabras. Con ellos no podía dejar frases a mitad, ni hacer el name droping que usaba para comunicarme con otras personas que, nada más empezar mi frase, o nada más escuchar el nombre de Godard, o el de Fellini, ya asentían, y sonreían, y empezaban ellos una frase que dejaban a medias porque yo había escuchado el nombre de Kurosawa o el de Truffaut, y yo asentía, y eso era todo. No, con ellos tenía que explicar todo desde el principio hasta el final, y ellos me miraban con atención, me escuchaban, porque eran buena gente a la que yo despreciaba con toda mi alma drogada y, ante ese silencio atento y sólido como un muro, yo sentía cómo mis palabras rebotaban, estúpidas y pretenciosas y, sobre todo, absurdas, infantiles, insustanciales, y creo que por eso los odiaba y los despreciaba y, por eso, cuando me encerraba en mi cuarto, aparecía fugazmente la imagen de una pistola en mi mano, levantándose hacia mi sien, y me hacía un porro, y me ponía en los auriculares un disco de Nirvana, por ejemplo, o de Soundgarden, y así fue como empezó lo del surfing, que básicamente consistía en que me encerraba en mi habitación y empezaba a fumar porros y a escuchar música hasta que entraba en ese estado de ánimo en el que yo ya no era yo, en el que las cosas ya no eran cosas. Y me pasaba toda la noche en mi habitación construyendo aquellas maquetas de ciudades, maquetas hechas de cartón y pegamento y pintura que reproducían calles de Madrid o calles de Manhattan, y casas sin techo dentro de las que había habitaciones en miniatura y personas en miniatura que me pasaba horas recortando y pintando y yo pensaba que eso era “trabajo” y por supuesto que no me sentía culpable por la cantidad de horas tiradas a la basura de esas maquetas, porque con ellas luego podía hacer vídeos, cortometrajes, fragmentos que grababa con mi cámara de vídeo y que luego montaba con la música que había estado escuchando mientras las hacía. Aunque el surfing no era exactamente eso; eso era solo el calentamiento, el instante previo, porque el verdadero surfing empezaba después, cuando me cansaba de las miniaturas, cuando, con los dedos completamente cubiertos de pegamento y los ojos enrojecidos y la cabeza vacía, abierta, me tumbaba en mi cama y me ponía una película y me hacía otro porro, y veía las imágenes de la película en otra dimensión, como si la acción se desarrollara en una de mis maquetas, como si cada escena fuera independiente de la anterior, cargada de un significado que solamente yo podía entender en su plenitud, hasta que miraba por la ventaba y veía que estaba amaneciendo, y entonces me hacía otro porro y salía a la calle y me metía en algún bar a tomarme un café y una tostada, y veía a todas esas personas que acababan de levantarse y se enfrentaban a un día de trabajo, de trabajo real, tedioso e irrevocable y, bueno, ahí empezaba realmente el surfing, cuando estaba ya fuera, en la calle, pero eran necesarias todas esas horas en mi habitación para alcanzar el estado de conciencia, o de inconsciencia, adecuado. Y entonces miraba las caras de cada una de las personas que estaban desayunando en el bar en el que me había metido, los miraba mucho tiempo, fijamente, y podía sentir a cada uno de ellos como seres únicos e imprescindibles; creo que solamente cuando hacía surfing podía llegar a sentir algo de amor, de comprensión por la gente, a la que, por otra parte, el resto del tiempo despreciaba o ignoraba a partes iguales. Y me tomaba mi café y salía a pasear, y me subía en autobuses al azar, y seguía mirando a la gente, y mis ojos no eran ya mis ojos, porque todas las imágenes que llegaban a mi cerebro lo hacían como si fueran las de una película, una obra maestra en la que se resumía el sentido de la vida y del tiempo y de la muerte, y me bajaba de los autobuses y buscaba algún parque y me hacía otro porro y me tomaba una cocacola y caminaba siguiendo las imágenes, dejándome llevar por las imágenes y por las olas de ebriedad y la falta de sueño, porque el verdadero surfing requería horas o días, podía estar así dos o tres días, sin saber qué hora era, durmiendo a lo mejor un par de horas en mi casa, o en un banco de un parque, de día, o de noche, hasta que llegaba ese punto mágico en el que sentía que me había convertido en un fantasma: ese punto en el que veía pasar a la gente y ya no sabía si iban o venían del trabajo, si estaban desayunando o cenando. Y, seguramente, cuando alguna vez expliqué el surfing, siempre a interlocutores lo suficientemente desconectados de la realidad como yo lo estaba, les hablaría en esa terminología poética y abstracta que tantas veces usaba y que también es un continuo foco de vergüenza. Y les diría, seguramente, que llegaba un punto en que entrabas, como un surfero, en La Gran Ola; una de esas en cuyo tubo te metes, sin saber dónde o cuándo vas a salir; les diría cosas como que esa ola es el instante en que el tiempo se abría como un continuo infinito, limpio por fin de las rutinas, de la dualidad conceptual, del día y la noche, de la hora de la comida o de la cena. Les diría que gracias al surfing se cumplía la utopía surrealista, y les contaría entusiasmado cómo desaparecía “la falsa dualidad realidad/sueño”, porque dormía o me despertaba y fumaba otro porro y seguía caminando y, en el punto bueno, el de la gran ola, tampoco sabía si estaba soñando o estaba despierto, porque todo era un continuo infinito y ya no había ni lunes, ni martes, ni fines de semana, ni nada que detuviera el avance imparable y perfecto de esa corriente que me llevaba como en un trávelin incesante que pasaba sobre las cabezas de toda esa gente que vivía atrapada en su propio sueño, en la gran mentira del tiempo dividido, fragmentado, organizado. Les diría cosas como esas, seguramente, les hablaría también de que, entonces, yo pasaba como un fantasma en una tabla, como un Silver Surfer terrestre y espacial al mismo tiempo, y nadie podía verme. Y recuerdo, creo recordar, porque no es fácil, porque puede ser una mentira que contara, puede ser un sueño, que alguna vez estuve tan seguro de ser un fantasma, de haber accedido a un punto de espiritualidad o temporalidad tan radical, que intenté atravesar una pared, o toqué el brazo de alguien, convencido de que estábamos en planos temporales diferentes y que, por lo tanto, mi mano atravesaría incorpóreamente su brazo; y ese era el objetivo del surfing, alcanzar ese punto, coger esa ola que aparecía sólo tras muchas horas seguidas de intoxicación continuada y desconexión de la realidad; y esa ola te llevaba a un territorio sin límites, de una libertad que asustaba porque llegaba un momento en que querías bajarte y ya no podías, y te seguía llevando, pero no hacia la costa, sino mar adentro, y por supuesto que había palpitaciones y sudores fríos y mareos y ataques de pánico y ansiedad, hasta que en unos de esos momentos en que pasaba por casa para dormir un poco, no dormía un poco, sino mucho, y me despertaba doce o quince horas después, ya sobrio, y así terminaba todo, con una gran resaca, con una sensación de decepción, como quien vuelve a casa después de un largo viaje y se va dando cuenta, en cada paso, en cada mirada, de que todo está tal y como lo dejó, y nada ha cambiado.

      Por supuesto, nunca mencioné el surfing a aquellos compañeros de piso, de cuyos nombres no puedo acordarme. Pero sí que les hablé de eso a los compañeros más enrollados de Comunicación Audiovisual y, cuando digo enrollados, quiero decir, por supuesto, que fumaban porros, que pasaban de todo (sí, decíamos enrollados, decíamos pasar de todo), a los que encontraba siempre fuera de clase, en la cafetería de la Facultad, en los bares cerca de la Facultad, y a ellos les podía contar la mecánica del surfing y a ellos les podía hablar de Arrebato y nos íbamos a su casa a fumarnos unos porros y a ver Arrebato, y creo que esa era de las pocas películas españolas que veíamos, porque preferíamos a Jim Jarmush que a Vicente Aranda, por decir algo, y algunos de ellos se convirtieron en unos expertos del surfing y lo mejoraron mezclando setas con el hachís, buscando olas más altas y más largas, y fue con dos de ellos con los que compartí piso al año siguiente, dejando atrás al farmacéutico de Soria y al economista que no recuerdo de dónde era, y esa era mi forma de alejarme de la realidad todo lo que podía, igual que intentaba ir a Ávila lo menos posible, porque en Madrid podía vivir en esa burbuja de porros y de cine europeo y cine independiente americano y de música y de literatura y, si ahora alguien me pregunta qué pensaba yo en aquella

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