Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez Aguilar

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Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar Candaya Narrativa

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de Formación y Empleo Juvenil que permitía que se prolongara de forma indefinida el trabajo sin salario, a cambio de formación.

      Al principio de la película, unos pequeños fragmentos del cometa caen en las ciudades, derriban rascacielos, los dejan envueltos en llamas, en humo. Nos gustaba ver cómo ardía todo, siempre en los primeros minutos del metraje. Si alguno estaba en la cocina, o en el baño, nos gritábamos: “corre, ven, que va a caer la primera roca”. Veíamos cómo caían sobre San Francisco, sobre Nueva York; nos fascinaban las explosiones.

      Comíamos viendo el telediario. Gustavo comía, yo hablaba sin parar. Le explicaba qué era la Burbuja. Le contaba el cuento de la Burbuja. Cómo todo el mundo había ganado dinero inventando una historia en la que las casas eran muy caras, pero no pasaba nada porque los préstamos eran muy baratos y eran para todos. Y tenía que explicarle quiénes fueron Ronald Reagan y Margaret Thatcher y José María Aznar, y lo que significaba la desregulación. Y tenía que contarle que en ese cuento los malos eran los enemigos de la Patria y de la Libertad que intentaban regular esas burbujas, impedir que los bancos hicieran esa magia. Y que los buenos eran los bancos porque daban dinero a todo el mundo, y lo de menos eran las comisiones y las bonificaciones que ganaban cada vez que sonaba la campanita mágica por la que un nuevo millón de dólares se creaba de la nada. Y lo de menos eran los yates y las islas privadas que se compraban con el dinero de esas comisiones y esas bonificaciones, que era el único dinero de verdad. Porque la campanita mágica creaba deuda, solamente deuda, y no dinero. Pero las comisiones y los bonos, los yates y los Ferraris y las islas llenas de palmeras sí eran de verdad. Y yo le tenía que explicar todo esto a Gustavo, que estaba en pijama, que escribía con desgana guiones sobre adolescentes enamorados, que lo sabía todo sobre el arte y sobre la literatura y sobre el cine y sobre la música, pero que no sabía nada del dinero, que pensaba que el dinero era algo natural, como las nubes y la hierba que fumaba.

      Era la época en que siempre estaba en la tele Zapatero, y Zapatero decía que los bancos españoles eran fuertes y que todo era sólido, y que España iba bien, y que podíamos estar tranquilos.

      Zapatero tenía una sonrisa de niño idiota, la sonrisa del empollón chivato y cobarde. Zapatero tenía la sonrisa nerviosa del niño bueno que no sabe que sus padres se están muriendo; que sabe que se están muriendo pero mantiene una sonrisa congelada porque no sabe cómo ser el hijo de unos padres que realmente se están muriendo, porque él solo sabe ser el niño que llega a casa con buenas notas y espera que le pasen la mano por el pelo.

      La buena gente gritaba, salía de las cafeterías y miraba al cielo donde el meteorito se hacía enorme; y corrían por una calle que se llenaba de fuego y de coches que saltaban por los aires convertidos en proyectiles. Nos reíamos viendo las explosiones. Queríamos que cayeran en nuestra calle. Queríamos asomarnos a la ventana y ver cómo caían bolas de fuego sobre las Torres recién construidas.

      Veo pequeños resplandores que parecen extenderse por los vidrios de las Torres. El telediario ya está hablando de fútbol, pero yo sigo en la ventana hasta que veo desaparecer el reflejo del último rayo de sol y la ilusión del incendio se desvanece. Miro las Torres con la intensidad de la infancia, con la fuerza con que los niños miran las cosas esperando que pase lo que ellos desean. Me concentro en la imagen de las Torres ardiendo, hundiéndose, estallando. Las veo convertirse en barro, en cieno.

      “La aurora de Nueva York tiene / cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas / que chapotean las aguas podridas”. Les leo ese poema a mis alumnos, cuando explico el crack del 29. Les hablo de los versos de Lorca, escucho mi voz hablándoles de la dureza del capitalismo, de la inhumanidad vertical de los rascacielos y de Wall Street, que impresionaron al poeta. “A veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran abandonados niños”. Desde mi ventana, miro esas cuatro columnas con su disfraz de vidrio. Nos reflejan a nosotros: el cielo, estos apartamentos, nuestras miradas; todo está ahí, recogido, reproducido, invertido.

      Una alumna me preguntó una vez: “Pero, si son columnas, entonces, ¿qué sostienen? Las columnas sostienen cosas.”

      Me asombraba de mí misma, las primeras veces que di clase. Me veía dando clase, delante de los adolescentes, como si fuera una película. Me costaba reconocerme en este lado del pupitre. Me veía en las caras de algunas de las chicas de la última fila: chicas oscuras, góticas, malhumoradas, fingiendo aburrimiento.

      Llegaba a casa agotada y llena de las caras de mis alumnos. No podía dejar de verlas. Tampoco podía dejar de escuchar mi voz. Permanecía en mi cabeza durante mucho tiempo, mi voz de profesora, como si fuera una película, como si estuviera viendo a una actriz. Una actriz que interpreta el papel de una profesora entregada y feliz.

      Firmé un Change.org pidiendo la liberación de una chica encarcelada por hacer chistes sobre Carrero Blanco.

      A Gustavo le encantaba explicarme todos los trucos del guión. Tenía que haber una secuencia de explosiones siempre antes del minuto diez. A todo el mundo le gusta ver cómo el mundo se va a la mierda. Es una manera de engancharnos. Así ha de ser el principio. Un pequeño aviso, un apocalipsis de bolsillo para que el espectador tenga su ración de destrucción, para que el gran apocalipsis pueda exorcizarse, a través de los protagonistas, que no pueden morir, salvo si es en noble sacrificio, nunca por accidente. Nos tapábamos con una manta, en invierno, nos dormíamos entre anuncios y explosiones, en el agradable sopor resacoso del domingo.

      Entre el telediario de las tres y el de las nueve podían haber pasado muchas cosas. Las Agencias de Calificación cayeron sobre Europa: España, Italia, Grecia, Irlanda. Presas fáciles, los miembros débiles de la manada del Euro. Veíamos las calles de Grecia convertidas en campos de batalla. Las brigadas rojas y negras lanzando piedras a los antidisturbios. Los cócteles molotov, los pasamontañas, los cascos de moto, los escudos fabricados con cubos de basura.

      Yo veía todo eso y le hablaba a Gustavo de Génova, de Berlín, de Barcelona. Le decía que yo había estado allí. No sé si lo decía con orgullo o con vergüenza. Tenía vergüenza de haber estado, de cómo era yo entonces, hace veinte, veinticinco años. También tenía vergüenza de estar en este piso, de ser una profesora que vive con un hombre, de estar en un sofá y no estar con ellos, en las calles.

      Antes, cuando yo sabía hacer un cóctel molotov, cuando llevaba botas reforzadas, a eso lo llamábamos “aburguesarse”, lo llamábamos “morir”. El verbo “aburguesarse” solamente se usa ya con ironía. Suponía que habría amigos míos en Grecia. Amigos que ya no recordaba, a los que no quería recordar. No le hablaba a Gustavo de todo eso. Le decía “era joven”, le decía “odiaba el Sistema”, le decía “era una idiota rabiosa y egoísta”. Gustavo me miraba y se reía. Me daba un beso en la mejilla, como si entendiera mi vergüenza. Pero veía las barricadas en llamas y algo en mi estómago ardía también, y me levantaba, y me llevaba los restos de la cena a la cocina, y fregaba los platos con rabia, con gestos rápidos, violentos, inadecuados.

      Escucho el ruido de un helicóptero. Abro la ventana, saco la cabeza, la muevo buscando el origen del sonido inconfundible de las aspas. Es la música del peligro, del acontecimiento. Aparece de golpe por encima de mi edificio, en dirección a las Torres. Se escuchan sirenas. Compongo con todos esos elementos un relato de guerra, de urgencia. Siento que es una llamada a filas. Nunca he estado en una guerra. Nunca he combatido, más allá de la lucha callejera, de las piedras y el cóctel molotov, y de eso hace demasiado. Pero siento esa llamada. Dejo la ventana. Cojo el mando de la tele, paso por todas las cadenas: concursos, deportes, series, películas, anuncios. Espero encontrar en la tele el sentido de lo que estoy viendo por la ventana. Solo si los helicópteros y las sirenas y las Torres y los policías aparecen ahí dentro, unidos por la voz de un presentador, tendrán significado esos elementos. Pero no hay nada, y cada uno de ellos se desvanece en la insignificancia: un helicóptero de tráfico, una sirena con un infarto camino del hospital, las Torres intactas, emitiendo su

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