Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez Aguilar

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Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar Candaya Narrativa

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y demasiado negros. Siempre hay más vecinos que fuman en las ventanas a esta hora, dando la espalda a sus familias, encerrados en la insignificancia del cielo nocturno de las grandes ciudades, sin nada concreto que mirar. Están pensando en la reacción de Los Mercados, en la posible venganza; están rezando para que no caiga sobre su sueldo, sobre su empleo o su hipoteca. Pueden pasar demasiadas cosas y todas malas: la prima de riesgo, subida del Euribor, reducciones de plantilla, deslocalizaciones. Están pensando en divorcios y en coches nuevos.

      Hay siempre un extraño resplandor hacia el oeste. Desde donde debería comenzar el apocalipsis, donde debería haber caído un meteorito; o tal vez es un resplandor de hordas con antorchas y barricadas de calles ardiendo. Imagino la M30 llena de coches en huida hacia algún sitio, buscando una salvación imposible. La calle tomada por la gente, todas las casas vacías, el presentador del telediario hablando para nadie, un millón de salones huecos, de sofás vacíos, con la voz del presentador en medio del silencio, mientras abajo toda la ciudad ha salido a hacer una revolución definitiva.

      Había una canción sobre eso: “La revolution ne será pas televisée”. Me gustaba. La gritaba, como si yo fuera la canción. Todavía puedo sentir una brasa de vergüenza ante la imagen de mí misma gritando esa canción.

      La hora del Prime Time era el tiempo que antes compartía con Gustavo. Era la hora de estar juntos en silencio. Es la hora en que las parejas se sientan en un sofá y comparten la misma serie, la misma película, el mismo concurso. Es un tiempo sagrado, al final de la jornada, para olvidar todo lo que se ha hecho y todo lo que no se ha hecho. Estábamos unidos por la pantalla, consensuábamos la serie o la película, huyendo de la vulgaridad de la programación establecida para gente siempre casi analfabeta. Elegíamos con un gusto exquisito y cosmopolita, que luego publicábamos en Facebook.

      También entonces hablaba sola, pero de una manera distinta, como si la voz entre comillas estuviera mucho más lejos, al fondo de muchos kilómetros de pasillo.

      Sé que hay bares ahí fuera, como en otra dimensión, inaccesible en el tiempo.

      Estoy en mi tiempo de ocio. Madrid entera está descansando, encerrada detrás de las ventanas. España entera es ahora un sofá y un televisor encendido. El tiempo de ocio, el merecido descanso, los pies en alto, liberados de la tiranía de los zapatos, de los tacones, de las medias; la sangre volviendo a circular, la sangre otra vez nuestra y no de ellos.

      El Prime Time vuelve a llegar todas las noches, aunque Gustavo ya no esté. Y esas dos horas entre el Telediario y la cama son un fantasma que dilata el tiempo. Podría hacer todas las cosas que nunca hice.

      La película que empieza ya la he visto, más de una vez.

      Hay un millón de artículos por leer, hay una imagen de mí leyendo esos artículos y siendo una intelectual, terminando la tesis, dando charlas, siendo respetada y admirada. Hay una imagen de mí como esas personas que parecen seguras de lo que hacen y lo que piensan y del lugar que ocupan en el mundo, que están en el centro del mundo.

      Hay una imagen de mí que quita la película y se pone seriamente a trabajar en su tesis. Hay otra imagen de mí que sale a la calle y se pone a celebrar el asesinato, que llama a todos los amigos con los que no hablo desde hace años; que escribe todo lo que piensa en Facebook, invitando a la gente a que salga a las calles a celebrar, a quemarlo todo, a bailar sobre la tumba de todos nuestros enemigos.

      Compruebo que está activado el despertador. Las 6.30. Calculo el tiempo que me queda hasta que esos números se conviertan en estruendo urgente, en sobresalto. Hundo la cabeza en el sofá, como si me lo mereciera por mirar la hora del despertador y por saber que me he ganado descansar unas horas para poder ser mañana otra vez la profesora que he de ser.

      5

      La cena se servirá a las 20:30 en el Comedor es lo que decía la hoja, lo que pienso al mirar el reloj. Las mesas ya están dispuestas, mis compañeros ya están sentados. Hay diez mesas, ocho pequeñas con un solo cubierto y una sola persona. Dos mesas grandes, redondas, con capacidad para al menos ocho personas, sobre cuya superficie se han distribuido tres cubiertos a una distancia máxima y perfecta. Como me fumé un porro antes de bajar, estoy parado en la entrada del comedor, dentro de la escafandra de mi ebriedad. Todas las mesas están ocupadas. Me siento en una de las grandes, en la que hay dos personas y una silla y un cubierto libres, esperándome.

      No sé cómo describir la situación. Piensa en un crucero, en las cenas de uno de esos cruceros turísticos. Ahora quítale todas las diversiones forzadas, los conciertos decadentes, generadores automáticos de vergüenza ajena. Elimina todos esos sonidos, esas sonrisas de mucha gente intentando ser simpática y fingiendo que se lo pasan bien. Quita todo eso y deja la incomodidad, la cercanía no deseada. Y ahora mete un millón de litros de silencio. O bueno, simplemente, piensa en catorce personas cenando en silencio. Creo que casi todo el mundo está drogado, o es que proyecto mi ebriedad sobre sus rostros. Imagina mirar a tus compañeros de mesa y plantear un tema de conversación. Imagina contar un chiste. El simple hecho de mirarlos, de intentar hablar ahí, es ya un auténtico chiste en sí mismo. Nadie habla, ni siquiera del tiempo, ni del estado del hotel o de las habitaciones, ni siquiera de la comida que nos han servido. Esa persistencia en el silencio demuestra un nivel de exigencia y de autocontrol que me ha sorprendido y se me ha impuesto también a mí, por pura imitación. Pero la ansiedad social que produce una cena en silencio es más poderosa que todas las convicciones elaboradas en tardes de adolescencia solitaria y rebelde, y prolongadas luego en una vida de inadaptación orgullosa y despectiva; y esa ansiedad me hace sufrir y cruzar las piernas bajo la mesa, y creo que todos hemos cenado así, con los músculos inconscientemente tensos, rígidos, al borde del calambre. No sé si estoy simplemente proyectando mi personaje sobre el de mis compañeros de cena y de alojamiento. Creo que eso lo hacemos todos. Si estamos aquí, algo hemos de tener en común.

      La chica pelirroja de la mesa pequeña junto a la entrada está buena. Quiero decir, que me gustaría tenerla en mi cama, desnuda. A lo mejor no está tan buena, pero desde luego es la más guapa de las cuatro; solo cuatro mujeres, y diez hombres. Me doy cuenta de que me imagino con ella en la cama y no fantaseo con sexo salvaje, ni siquiera con sexo especialmente intenso. Pensar que no voy a tener nada con ella, que ni siquiera voy a intentarlo, me llena de una tristeza pesada y no del todo autocompasiva, parecida a la capa de suciedad húmeda con la que están cubiertos todos los cristales del hotel. Las luces del salón son tristes y amarillas sobre las mesas. No sé, piensa en una excursión del Imserso. Piensa en el silencio del salón, en los sonidos de los cubiertos sobre los platos, piensa en el cuidado que tenemos todos de no provocar esos sonidos, en la onda de vergüenza y de culpabilidad que acompaña a cada uno de los deslices en que el cuchillo roza ruidosamente la loza del plato.

      Así fue la primera cena, así serán, estoy seguro, todas las cenas aquí, dentro de El Proceso. Imagina las ganas de romper ese silencio. Esa infinita pereza del deseo incontrolable de querer ser amado, admirado, que me ha acompañado desde que me recuerdo y que por fin está cerca de cesar, de quedar congelado. Como si llevara los restos podridos de una corona de cartón de Burger King. Me avergüenzo también de escribir esto como retrato de mi alma. Sé que no podría escribir una sola línea sin la ayuda de la marihuana, que amortigua con su casco transparente los golpes de la vergüenza. Sé que no voy a leer nada de lo que hay sobre estas líneas. Sé que, si lo leyera, mi cara se descompondría en muecas que llenarían a cualquier espectador de espanto y compasión y ganas de ingresarme en un sanatorio; en un lugar como este, al fin y al cabo.

      No sé cómo son, nunca he estado en una, aunque no me han faltado razones, pero hoy me ha dado por ver todo esto como una clínica de desintoxicación. Empezando por eso de El Proceso. Cada vez que escucho hablar de El Proceso empiezo a pensar en Alcohólicos Anónimos, en reuniones similares vistas

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